jueves, 8 de julio de 2010

NEOPUNITIVISMO: UN DISCURSO SIMPLISTA Y MALINTENCIONADO




Las siguientes entradas se refieren a algunos de los muchos problemas generados por la difusión del trabajo de Daniel Pastor que arremete, con fuerza pero sin razones, contra el "movimiento de derechos humanos".

El trabajo citado carece del rigor analítico y la elegante prosa que caracterizan las diversas obras publicadas por Daniel Pastor sobre temas respecto de los cuales posee amplios conocimientos.

De manera paradójica —prefiero creer que no corresponde decir "cínica"—, Daniel me dedica un trabajo en el cual, antes que analizar el movimiento de derechos humanos, se refiere casi exclusivamente al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y a casos en los cuales he intervenido personalmente (Cabezas, de la Rúa). Luego de autoproclamarse "científico", al mismo tiemo que nos califica de "agitadores políticos", con un despliegue agotador de adjetivaciones y escasos datos empíricos que justifiquen su tajantes afirmaciones, demuestra un profundo desconocimiento del derecho internacional de los derechos humanos y, lo que es peor, no pone de manifiesto al lector desde qué lugar escribe.

DP fue abogado del Estado en la defensa del Estado en el caso Bulacio —esta circunstancia ha sido negada por él—, y justificó las prácticas de las razzias policiales. Intervino informalmente en la defensa de de la Rúa y, además, es (o fue) abogado de Ríos, el ex servicio y custodio de Yabrán que fue condenado por el asesinato del periodista José Luis Cabezas. Aclarado esto, y con los resultados de estos casos, quizá se comprenda mejor por qué razones el trabajo parece escrito desde las tripas, y no desde el reflexivo pensamiento de quien se reconoce como "científico".

A mi juicio, se perdió una valiosa oportunidad para plantear con rigor y seriedad un tema complejo sobre el cual nos debemos una discusión reflexiva.

AB

BULACIO Y NEOPUNITIVISMO

PRO HOMINE: muchas visitas, pocas preguntas




Cuando revisamos las búsquedas que realizan los "afortunados" que desembarcan en este blog, el tema del principio pro homine es uno de esos temas que son una fuente de lectores constante a lo largo de todo el año. Hace unos días, el amigo Ariel dejó el primer comentario en este post, uno de los más leídos y hasta ahora jamás comentado. Dado que me embargó la emoción, prometí contestarle en un post aparte. Y aquí estoy, escribiendo sin saber aún qué voy a responder. Aquí transcribimos las preguntas de Ariel:


Hola Alberto

Creo que lo plantean sobre el principio pro homine es muy importante, pero me gustaría plantear algunos interrogatorios. Primero, lo que ustedes dicen acerca de que la preferencia no es entre la norma nacional y la internacional, sino entre dos normas, cualquiera sea su origen, y la opción por aquella que mejor proteja el derecho en cuestión. Y por ende, no se trata de una cuestión de jerarquía normativa. Y esto lo fundamentan en el derecho internacional de los derechos humanos. Pero me parece que debe haber un fundamento normativo interno que permita prescindir del principio general que estipula que la norma superior prevalece sobre la inferior. En el caso argentino, puede ser fácil por la jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos, pero no lo veo tan simple en otras jurisdicciones.


El segundo tema, sobre el principio pro homine es la determinación de cuál es la interpretacion más favorable, y analizar cuál es el derecho en juego, y quién es el titular del derecho. En casos ante el sistema interamericano, la aplicación ha sido relativamente sencilla, ya que se trata siempre de una confrontación entre el Estado y un individuo, pero no entre dos individuos con derechos igualmente protegidos. ¿Cuáles serían los criterios para establecer el principio pro homine en situaciones como las generadas por el caso Bulacio de la Corte Interamericana y Esposito de la Corte Suprema? ¿Cuál es el derecho en juego? ¿El derecho a la justicia de los familiares de Bulacio o el derecho del comisario a varias garantías judiciales? ¿Qué significa la mejor protección del derecho en este caso?


Solo algunas dudas que me genera la aplicación de este principio.


Ariel


PREMISA


Menos mal que no tuviste más dudas porque sino tenía que escribir un tratado. De todas maneras, no le dejaste muy fácil. Antes que nada, DESBULACIONÍCENSE.


Si pensamos TODO el derecho internacional de los derechos humanos desde solo uno de los aspectos del caso Bulacio, caeremos en el mismo análisis simplista que suele hacerse regularmente.


Ahora sí. En efecto, no es un problema de "jerarquía" entre dos normas, porque la regla que ordena cuál es la norma vigente es el principio pro homine, no la regla que aplicaremos. Así, si aplicáramos el artículo de una ley interna que limita el plazo razonable del encarcelamiento preventivo a seis meses, y no los estándares del sistema interamericano, no es porque esa regla interna sea de mayor jerarquía, sino porque el principio pro homine lo es.


Si estuvieras en otra jurisdicción —mirá que sos molesto—, no te queda más que recurrir a los principios del derecho internacional público. Así Mónica PInto señala (ver Pinto, Temas de derechos humanos, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, ps. 24 y ss.) el carácter vinculante de la Carta de las Naciones Unidas, con cita de precedentes de la Corte Internacional de Justicia. Y, por ello, por aplicación de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados:


Observancia de los tratados.

26. "Pacta sunt servanda". Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe.

27. El derecho interno y la observancia de los tratados. Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Esta norma se entenderá sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 46.


Más allá de lo que digan los órganos judiciales del ámbito interno, el tratado internacional de derechos humanos siempre prevalece sobre el derecho nacional. Pero para qué complicarnos la vida, si vivimos en este país maravilloso...


Tu segunda pregunta encierra varias. Determinar cuál es el derecho en juego, cuál es la interpretación —en verdad, aplicación— más favorable, y quién es su titular, es una tarea que deben discutir las partes del caso, o el que peticiona algo ante las autoridades. En un supuesto donde rige una norma del tipo del in dubio pro reo, si el tribunal está en la duda, le debe preguntar al imputado.


Y vamos a la pregunta más espinosa, la de Bulacio. Si aplicás ese precedente, es obvio que allí solo se resolvió por los derechos de la víctima, esto es, quienes eran querellantes en el derecho interno. Ello no significa que se deben olvidar las garantías del imputado, pues su situación no se discutió en ese proceso, ni él fue parte. Lo que sucedió en Bulacio no suele suceder en los casos ante la Corte Interamericana —pasó algo parecido en el caso Myrna Mack Chang vs. Guatemala—, esto es, que se discuta concretamente la situación de quien es imputado en el ámbito interno. Y la Corte metió la gamba, con ganas y de oficio, pues ni la Comisión ni los representantes de los familiares de la víctima le solicitaron eso.


En este punto, creo que hay que esperar cómo evoluciona la jurisprudencia de la Corte IDH. De todas maneras, creo que si hay cosa juzgada fraudulenta, como pone como ejemplo Víctor Abramovich, creo que es absolutamente legítimo que se continúe con el proceso —lo mismo sucede con el veredicto absolutorio en los EE.UU.—. Ese argumento de Abramovich lo podés ver en este video, y está mejor desarrollado.


Saludos,


AB
HABEAS CORPUS COLECTIVO EN PROVINCIA DE BS.AS.





A la derecha de este post, en la sección para leer, está el enlace al fallo que hace lugar al habeas corpus colectivo interpuesto por el defensor oficial Julián Axat.

En la página de Pensamiento Penal se ha publicado el texto del escrito presentado por Axat. Tanto en el excelente escrito presentado por Axat como en la sentencia hay abundantes referencias a normas convencionales, instrumentos no vinculantes (soft law), como a jurisprudencia y doctrina del derecho internacional de los derechos humanos.

Además, resulta interesante analizar los resultados reductores del poder represivo del Estado por la aplicación que el juez Luis Federico Arias hace de algunos principios desarrollados por la Corte Interamericana en el caso Bulacio. Nadie defiende aquí los errores del fallo Bulacio, sólo queremos señalar la terrible aporía de quienes utilizan una parte de una decisión de la Corte Interamericana para hablar de un movimiento "neopunitivista".

Por otra parte, esta decisión vuelve a exponer al sistema de justicia penal de la provincia de Buenos Aires y sus terribles violaciones sistemáticas de las exigencias mínimas del Estado de derecho. ¿Les habrá dado que pensar a los poderes públicos bonaerenses que la (des)política de mano dura no sólo viola derechos fundamentales sino que ni siquiera resulta eficiente para reducir la violencia y la inseguridad?

LA CLASE DEL 7 DE JULIO

Estimados asistentes al curso:


Quienes estuvieron presentes la clase anterior, habrán visto que sufrí de un fuerte mareo y pérdidas de conciencia. Dos días más tarde y también en la Facultad, me sucedió algo similar mientras terminaba de tomar los exámenes finales del curso de grado. Esa vez fui acompañado por una de mis ayudantes al Anchorena, donde me hicieron varios estudios que dieron resultados normales.


Ayer a la tarde, cuando estábamos reunidos con María Laura discutiendo cómo organizar las clases que restaban, volví a sentirme mal y el médico que vino a atenderme me dijo que no podía salir en ese estado rumbo a la Facultad. El diagnóstico más probable que me dieron es que se debe a una sobreeposición a situaciones de estrés por problemas personales que ya se están solucionando.


Les pido disculpas por todos los vaivenes del curso, y María laura ya se comunicó con Lucas para que él coordinara con ustedes las clases que restan (incluida la recuperación de la de ayer) del modo que les resulte más conveniente.


Saludos, AB

DE LA RÚA HA SIDO VICTIMA DE LOS AGITADORES POLÍTICOS

UNA POBRE VÍCTIMA DEL NEOPUNITIVISMO



El nuevo discurso que se ha instalado en ciertos ámbitos del derecho penal académico cuestiona a los organismos de derechos humanos —léase CELS— por una relegitimación irresponsable del derecho penal (ver el trabajo de Daniel Pastor sobre neopunitivismo publicado en Nueva Doctrina Penal).

Otra crítica que se hace es la de la falta de fundamentación del discurso de los derechos humanos en la "ciencia" jurídico-penal. No se hace mención alguna al desarrollo teórico de Claus Roxin sobre la autoría mediata a través del control de los aparatos organizados de poder. Roxin y Sancinetti son algunos de los productos más calificados de lo que, por ejemplo, Daniel Pastor denomina "juristas" y "científicos" del derecho penal. Al interpretar la teoría de Roxin, en este sentido, Sancinetti sostiene que quien da la orden inicial de que se secuestre o ejecute a alguien, con solo dar la orden comete una tentativa acabada del delito de que se trate en calidad de autor mediato.

He aquí una teoría que —más allá de sus bondades— ha servido para castigar a las mismas personas que alguna organizaciones de derechos humanos persiguen, y que ha facilitado un uso más extendido del derecho penal. Eso es, precisamente, lo que Pastor critica a las ONGs y a nosotros, los "activistas", pero cuando tiene fundamentos "científicos" —muchas veces "científico" solo designa cualquier trabajo que cumpla con el requisito que para algunos es indispensable, tener abundantes citas en alemán, para ser científico—, entonces no es neopunitivismo.

Quienes trabajamos en los organismos de derechos humanos, en cambio, no somos "juristas" sino "activistas". ¿Y qué dice el diccionario sobre este último término?

activista.

1. com. Agitador político, miembro que en un grupo o partido interviene activamente en la propaganda o practica la acción directa.


Algunos juristas que abrazan esas convicciones casi religiosas que, entre otras razones, ensalzan la doctrina del derecho penal alemán, sin embargo, arremeten contra los derechos humanos selectivamente. La energía dedicada por esta "doctrina" parece olvidarse de la justificación permanente de los desarrollos de la teoría jurídica del derecho penal sustantiva "científica" —esto es, alemana— en no pocas oportunidades amplía los ámbitos de punibilidad sin demasiados fundamentos serios.

Al mismo tiempo, se critica la decisión del CELS de representar a los querellantes por dos víctimas muertas en la represión policial que se desató en las narices del expresidente y ahora imputado Fernando de la Rúa:

En el paroximo de la exaltación punitiva se colocó una prestigiosa y renombrada organización defensora de los derechos humanos de Argentina que actúa como querellante en el proceso por las muertes sucedidas en diciembre de 2001 durante la caída de DE LA RÚA. En ese proceso la posición de esta institución respecto de esas muertes, ocasionadas aparentemente por la policía durante la represión de los disturbios, es atribuírselas al ex-Presidente por ser el superior de los policías en la organización jerárquica del poder. Una forma de participación que, encubiertamente, tiene demasiado sabor a inquisitiva imputación dolosa o a una inconcebible responsabilidad penal objetiva. Por lo demás, parece llamativo que el entonces Presidente, quien, por cierto, durante todo su gobierno había sido acusado precisamente de ser incapaz de hacer algo, haya organizado de la noche a la mañana una masacre de tales proporciones.




Como en el resto del muy citado trabajo de Pastor, abundan los calificativos sin demasiadas razones que los justifiquen. Parece que perseguir por homicidio culposo a de la Rúa es un acto de paroxismo neopunitivista. Como demostraremos en lo que sigue, se podrá estar de acuerdo o no con los fundamentos presentados en unos de los escritos del CELS, pero las afirmaciones referidas al "sabor de inquisitiva imputación dolosa" o a "responsabilidad objetiva" demuestran el desconocimiento del trabajo del CELS.

En cuanto al argumento de que por ser calificado inútil, el imputado de la Rúa no pudo haber "
organizado de la noche a la mañana una masacre de tales proporciones", también —además de absurdo—, no se vincula con la immputación del CELS, que en ningún momento le endilgó la organización de una masacre.

A continuación transcribimos una parte del recurso contra la decisión de Atendini que Tapaba que dictó la falta de mérito del imputado de la Rúa por los homicidios culposos.



ADVERTENCIA:
SI UD. ES IPRESIONABLE FRENTE
AL PAROXISMO DE LA EXALTACIÓN PUNITIVA
NO CONTINÚE LEYENDO





V. EL AGRAVIO CENTRAL

V. 1. El desconocimiento de la situación de excepción

Uno de los problemas estructurales de la resolución impugnada que obsta a su validez normativa, consiste en dejar de lado, como dato central que determinaba el deber de cuidado y la ilicitud de las acciones y omisiones del entonces titular del Poder Ejecutivo Nacional, y ahora imputado, Fernando DE LA RÚA, la situación de excepción en la que se llevó a cabo el operativo policial de represión de pacífica protesta ciudadana. En su resolución de 26 de julio de 2002 esta Sala sostuvo:


“A partir del estado de sitio dictado durante el día 19 de diciembre de 2001 como consecuencia de hechos de violencia que se producían en distintas localidades, se desarrollaron en todo el país protestas públicas con diferentes contenidos y exteriorizaciones.

Dentro del ámbito de la Capital Federal, ya en la noche del 19 y madrugada del 20 comenzaron a producirse episodios de violencia entre manifestantes y policías tales como el suceso en el que resultó herido de bala de plomo Jorge Demetrio Cárdenas en las escalinatas del edificio del Congreso de la Nación, o bien los múltiples lesionados como consecuencia del efecto de balas de goma.

Dichas circunstancias permitían pronosticar objetivamente que la jornada del 20 de diciembre se presentaba en la Ciudad de Buenos Aires como conflictiva. Ver en tal sentido las expresas indicaciones de seguridad dispuestas por los encargados políticos del área de seguridad y las autoridades de la Policía Federal Argentina.

La magnitud de los hechos, el operativo montado por las fuerzas de seguridad, su falta de coordinación y supervisión y el descontrol con el que se desplegó indican, sin lugar a dudas, que la existencia de sólo cinco muertos fue un resultado casi milagroso. Máxime si se repara un instante en que además de las cinco víctimas mortales hubo más de ochenta heridos de bala de plomo en distintos lugares del centro de la ciudad y a distintas horas”.

En este sentido, RUSCONI ha señalado que la “evaluación de la ‘inocuidad’ de los aportes [del eventual responsable a título de culpa] no puede resistir ser definida a partir de una comparación ingenua con el comportamiento de sujetos que realizan actos socialmente adecuados en la vida cotidiana” (RUSCONI, Maximiliano, Reflexiones sobre un nuevo ingreso en casación de la discusión sobre los juicios de imputación objetiva: los límites de la prohibición de regreso, en “Nueva Doctrina Penal”, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, t. 2003/B, p. 563).

El autor citado menciona, en apoyo de su tesis, un ejemplo de ROXIN referido al tránsito vial. El profesor alemán sostiene claramente que el principio de confianza, aplicable a esos supuestos, “… puede ser trasladado a los demás ámbitos de relación, en consonancia con lo siguiente: toda persona puede confiar, en el caso normal, en que los otros no cometerán hechos dolosos…” (cita textual de ROXIN, Claus, Observaciones a la prohibición de regreso, reproducida por RUSCONI, Reflexiones sobre un nuevo ingreso en casación de la discusión sobre los juicios de imputación objetiva: los límites de la prohibición de regreso, cit., t. 2003/B, p. 559, destacado agregado).

V. 2. La indiscutible existencia de la situación de excepción

La situación de “conmoción interior” —cuya existencia real no admitimos con este argumento—, en este sentido, fue reconocida como fundamento del decreto 1678/2001, en el cual el imputado dictó el estado de sitio el 19 de diciembre de 2001:

“Bs. As., 19/12/2001

VISTO los hechos de violencia generados por grupos de personas que en forma organizada promueven tumultos y saqueos en comercios de diversa naturaleza, y

CONSIDERANDO:

Que han acontecido en el país actos de violencia colectiva que han provocado daños y puesto en peligro personas y bienes, con una magnitud que implica un estado de conmoción interior.

Que esta situación merece ser atendida por el Gobierno Federal ejercitando todas las facultades que la CONSTITUCION NACIONAL le otorga a fin de resguardar el libre ejercicio de los derechos de los ciudadanos.



Por ello, EL PRESIDENTE DE LA NACION ARGENTINA DECRETA:

Artículo 1º — Declárase el estado de sitio en todo el territorio de la Nación Argentina, por el plazo de TREINTA (30) días.



Art. 3º — El presente decreto regirá a partir de su dictado.



— DE LA RUA. — Chrystian G. Colombo. — Ramón B. Mestre” (destacado agregado).

Resulta evidente de los fundamentos del decreto que el imputado DE LA RÚA consideró que el supuesto estado de conmoción interior era de tal magnitud que justificaba cercenar mediante un decreto del Poder Ejecutivo los derechos fundamentales de todos los habitantes del territorio nacional por un plazo de treinta días. Esta circunstancia —cierta o no— no puede ser ignorada por la defensa.

A diferencia de lo que reitera insistentemente la defensa, no constituye objeto de este proceso demostrar que el imputado DE LA RÚA era presidente de la Nación los días 19 y 20 de diciembre de 2001.

Si así fuera, ya debería haber terminado el proceso. Y ello, sencillamente, porque nadie le atribuye responsabilidad penal por las muertes y lesiones respecto de las cuales resultara indagado por el simple hecho de ser presidente de la Nación en esa fecha.

El imputado Fernando DE LA RÚA ha sido citado a declarar para responder por los actos que en ejercicio de su cargo —y en un contexto social que provocó que él mismo dictara un decreto estableciendo el estado de sitio por conmoción interior en todo el país—, violando deberes normativos propios de su función, realizó y omitió realizar personalmente en relación con esos hechos, y que culminaron con la producción de los resultados de muerte y lesiones objetos de esta investigación.

La determinación del contenido del deber de cuidado, especialmente en situaciones excepcionales como las que se investigan en este proceso, depende de la relación existente entre el hecho que hoy se atribuye a DE LA RÚA y las circunstancias particulares de este especial caso concreto.

Así lo reconoce la Sala II de la CNCP cuando admite como válida la afirmación de JAKOBS en el sentido de que “… el ámbito principal de aplicación de la ‘prohibición de regreso’ consiste en la prohibición de recurrir, en el marco de la imputación, a personas que si bien física y psíquicamente podrían haber evitado el curso lesivo —hubiese bastado tener la voluntad de hacerlo—, a pesar de la no evitación no han quebrantado su rol de ciudadanos que se comportan legalmente” (CNCP, Sala II, Causa 4179, “Martín, Gustavo s/recurso de casación”, en “Nueva Doctrina Penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, t. 2003/B, p. 565). En la misma decisión, el voto de MADUEÑO, que expresa la opinión unánime de la Sala II en la decisión citada, sostiene:

“Así, señala Günter Jakobs que hay un ámbito de actuación conjunta dolosa o imprudente en el comportamiento de otras personas, que realiza objetivamente el tipo, sin responsabilidad por esta ‘intervención’ en sentido amplio. Este ámbito se caracteriza por el hecho de que el ‘interviniente’ realiza una aportación que en sí es inocua y cotidiana y que sólo mediante la puesta en práctica de planes de otras personas se convierte en un curso causal dañoso. (Günter Jakobs, Derecho Penal Parte General, Fundamentos y teoría de la imputación, 2ª edición corregida, Madrid 1997, pág. 842 y ss.)” (CNCP, Sala II, Causa 4179, “Martín, Gustavo s/recurso de casación”, cit., p. 570).

MADUEÑO agrega en el párrafo siguiente que hay que “distinguir” las posibles intervenciones de los diversos actores de un hecho histórico determinado. En este sentido, coincide no sólo con el autor alemán citado —JAKOBS—, sino, además, con la opinión de RUSCONI.

“Se trata ahora de no utilizar el prisma causal (que no podía escapar de su propia imposibilidad conceptual de ser interrumpido) y, en todo caso, preguntarnos si el primer agente [en este caso, el imputado DE LA RÚA] puede ofrecer mediante la conducción de su propio curso lesivo (aquel que ha dominado) la mayor capacidad explicativa del resultado que se quiere imputar. Cuando la respuesta a este interrogante sea negativa, y las miradas del juicio de imputación apunten al segundo interviniente, entonces habrá ‘prohibición de regresar’ en la imputación al primer agente.

Esta ‘capacidad explicativa’ debe ser evaluada a partir del mayor peligro o riesgo de los aportes lesivos consecutivos o a partir del dominio sobre ese curso



La evaluación de la ‘inocuidad’ de los aportes no puede resistir ser definida a partir de una comparación ingenua con el comportamiento de sujetos que realizan actos socialmente adecuados de la vida cotidiana. Es evidente que a medida que el juicio de imputación del sistema penal se aleja del centro neurálgico que proporciona la autoría directa se hace más difícil definir ‘el alejamiento ético social’ de los actos: desde el punto de vista exclusivamente externo y valorado el comportamiento del que se encuentra observando en posición pasiva la eventual llegada del control policial, sobre todo si esa llegada no sucede, puede ser definida siempre como un acto ‘inocuo’. Se trata de que los actos que se alejan del centro neurálgico de la autoría directa necesitan ser analizados, ya en términos de la imputación objetiva, desde el prisma del hecho del autor. Las explicaciones todavía jurídico-penalmente deficientes son satisfechas por el tipo subjetivo” (RUSCONI, Reflexiones sobre un nuevo ingreso en casación de la discusión sobre los juicios de imputación objetiva: los límites de la prohibición de regreso, cit., t. 2003/B, p. 559, destacado agregado).

Si hay algo claro en el ejemplo de RUSCONI, esto es que el hecho de que una persona común que “observa pasivamente la inexistencia de control policial” cuando éste es necesario es calificado como “inocuo” para el derecho penal. Ahora bien, el Jefe del Poder Ejecutivo de la Nación, en una situación que él mismo calificó de conmoción interior generalizada a todo el país, inmerso en la crisis política que se expresó —entre otras formas— a través de la pacífica protesta ciudadana, es claro que no se halla en la misma situación que el ciudadano pasivo del ejemplo de RUSCONI.

V. 3. La paranoia como estrategia defensiva

El imputado distorsiona el objeto del proceso del mismo modo con que “describe” la conducta procesal de sus contrapartes. Así, por ejemplo, en un escrito firmado de su puño y letra, afirma:

“Es notoria la presión ejercida por los fiscales y algunos de los querellantes para privar a la Señora Juez de la libertad de criterio con que debe desenvolverse...”.

Ni los fiscales, ni esta parte hemos “presionado” a nadie. Lo que sí presentó esta querella fue un recurso debidamente fundado solicitando que la Señora Jueza cumpla con lo resuelto por el tribunal de alzada mucho tiempo atrás. En efecto, la citación a prestar declaración indagatoria que, luego de diversos avatares, logró hacer comparecer al imputado a este proceso, fue ordenada por la propia Sra. Jueza, y, por ello, declaró abstracta la reposición interpuesta y fundada por esta parte, que consta en el expediente y fue presentada en legal tiempo y forma.

Por otra parte, el imputado describe el acto procesal de su declaración indagatoria con frondosa imaginación, como si se tratara de una mega-conspiración en la cual habríamos participado los fiscales, algunos querellantes, el tribunal de alzada e incluso la Sra. Jueza. Más allá de que tal liviana y gratuita imputación resulta absolutamente falsa, cabría preguntarse —antes de decidir difamar a diestra y siniestra a los actores del proceso que no solicitan o resuelven de acuerdo a su libre arbitrio—, ¿cuál puede ser el interés capaz de lograr reunirnos a los actores procesales mencionados en una especie de asociación cuyo objeto central consistiría en disturbar la vida cotidiana del imputado, sin objeto alguno?

Así, se puede leer en el escrito “Manifiesto” presentado por el imputado que, según su particular criterio, existieron intenciones expresas de negar “la garantía de control de constitucionalidad ante un fallo claramente arbitrario”, de obstaculizar su defensa, de privarlo arbitrariamente de su defensor particular LOIÁCONO —a quien el mismo DE LA RÚA transformó en testigo e imputado en su declaración referida al decreto 1682/01, poniendo en evidencia el eventual conflicto de intereses—, y “la violación al debido proceso del artículo 18 de la Constitución Nacional” (Escrito “Manifiesto”, p. 1).

Del mismo modo que el imputado ha interpuesto un recurso de hecho que debería saber que es improcedente, advierte al tribunal su intención de “acudir, si la situación persistiera, a la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, demostrando su desconocimiento de las reglas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de jerarquía constitucional, que no conceden legitimación autónoma para presentar una demanda ante la Corte a los peticionarios, dato que también debería saber.

Lo que sí está claro en esta etapa procesal es que los hechos que constituyen el verdadero objeto de esta investigación han sido demostrados conforme a las exigencias del artículo 306 del CPP Nación, esto es, que se han recabado “elementos de convicción suficientes para estimar que existe un hecho delictuoso y que aquél [el imputado Fernando DE LA RÚA] es culpable como partícipe de éste”.

V. 4. La determinación de la violación al cuidado debido

El elemento central de carácter normativo que integra el tipo del homicidio culposo consiste en una acción u omisión que viola un deber objetivo de cuidado y que, como consecuencia de ella se produce una muerte. Es indispensable destacar que, tanto por las particulares circunstancias de los hechos objeto de este procedimiento, como por la relación jerárquica existente entre los eventuales responsables —sea en calidad de autores o partícipes a título doloso o culposo—, los parámetros jurídicos de la imputación varían respecto de los casos comunes.

En el marco de un operativo policial represivo de la magnitud del que tuvo lugar los días 19 y 20 de diciembre de 2001 en las zonas de Plaza de Mayo, el Congreso de la Nación y las vías de comunicación entre ambos sitios, no rigieron —ni podían regir— las reglas de la vida cotidiana.

En primer término, aun en situaciones normales, el deber de cuidado de cualquier responsable funcional por el desempeño de una fuerza de seguridad, por principios normativos, incluye el deber de ordenar la actuación de sus subordinados conforme a derecho. En este sentido, existe una diferencia sustancial entre los casos comunes de aporte culposo al hecho punible —doloso o no— de un tercero, y la coordinación de tareas de agentes de fuerzas de seguridad.

De hecho, el principio de organización de las estructuras jerárquicas, el deber de obediencia —dentro de sus límites legítimos—, y la definición del incumplimiento deliberado de la orden de un superior como infracción —sea de carácter administrativa o jurídico-penal—, en estos contextos, alteran los principios generales de la imputación por el hecho punible de un tercero.

Así, mientras el deber de cuidado del subordinado se limita, en principio, a la esfera reducida de su propia competencia funcional, el deber de cuidado del superior comprende, precisamente, la determinación adecuada del ámbito de actuación de sus subordinados.

Entonces, el deber de cuidado del subordinado sólo comprende actuar adecuadamente en relación con acontecimientos concretos que se hallan físicamente próximos y que puede ubicar bajo el dominio de las medidas y directivas que le fueron impartidas.

El deber de cuidado del superior jerárquico, en cambio, comprende el deber de garantizar que la actuación de éstos se ajuste a derecho. Esto no excluye de ningún modo, por supuesto, el hecho de que sea el propio superior jerárquico quien realice una acción u omisión punible en calidad de autor material. Así lo ha afirmado el propio imputado en su escrito “Manifiesto”, en el cual señalara:

“El mantenimiento del orden público y la protección de los habitantes es una función básica del Estado que se cumple a través de los organismos de seguridad. Las autoridades de la Nación y de las provincias tienen el deber constitucional de garantizarlo” (Escrito “Manifiesto, ps. 4 y s., destacado agregado).

La consecuencia más importante de este reconocimiento del propio imputado acerca del contenido de su deber de cuidado ante una crisis política como la que se investiga en este procedimiento podría ser, quizá, la absoluta intrascendencia de la discusión de los alcances de la “prohibición de regreso”. Si, como sostiene ZAFFARONI, en este contexto dicho concepto resulta inapropiado, no queda mucho por discutir.

En efecto, en la última versión de su obra, el conocido penalista opina:

“1. Frecuentemente se plantean problemas complejos en materia de imprudencia cuando se trata de acciones que forman parte de una actividad compartida, como puede ser una intervención quirúrgica o el tránsito. Toda vez que se trata de actividades en las que rige una división del trabajo o de la tarea, el criterio que se aplica para determinar la medida de la creación de un peligro prohibido es, en estos casos, el principio de confianza, según el cual no viola el deber de cuidado la acción del que confía en que el otro se comportará correctamente, mientras no tenga razón suficiente para dudar o creer lo contrario. El límite del principio de confianza se halla, en principio, en el propio deber de información: es violatorio del deber de cuidado mantener la confianza cuando, en el propio ámbito de observación, han entrado indicios de que el otro no se comportaba conforme a lo esperado, sin que sea necesario aguardar a que el tercero pierda el dominio total del hecho. También se excluiría el principio aunque el agente obtuviese los indicios excediendo su propia incumbencia de observación fijada por la división de la tarea, sea por accidente, por características obsesivas de su comportamiento o por conocimientos o entrenamientos especiales. El principio de confianza no cede, sino que directamente no existe, donde es de la incumbencia del agente ejercer la vigilancia sobre las acciones de los otros participantes” (ZAFFARONI, Eugenio R., ALAGIA, Alejandro, y SLOKAR, Alejandro, Derecho penal. Parte general, Ed. Ediar, Buenos Aires, 2000. ps. 532 y s., destacado agregado).

Esta opinión es absolutamente correcta. El problema es que, como regla, cuando la doctrina penal analiza el “principio de confianza” y la “prohibición de regreso”, se recurre constantemente a los mismos ejemplos, en los cuales la relación de confianza sí resulta jurídicamente relevante.

Ahora bien, si el derecho penal argentino, por ejemplo, prevé en el art. 144 quinto del Código Penal, la siguiente figura, ello significa que el autor citado está en lo cierto:

“Si se ejecutase el hecho previsto en el artículo 144 tercero, se impondrá prisión de seis meses a dos años e inhabilitación especial de tres a seis años al funcionario a cargo de la repartición, establecimiento, departamento dependencia o cualquier otro organismo, si las circunstancias del caso permiten establecer que el hecho [se refiere a torturas] no se hubiese cometido de haber mediado la debida vigilancia o adoptado los recaudos necesarios por dicho funcionario” (Agregado por ley N. 23.097, pública B. O. 29/10/1984).

Por otra parte, del hecho que no esté tipificada de igual manera para cualquier funcionario público la responsabilidad penal culposa por una privación ilegal de libertad o por un homicidio no se puede derivar que es deber legal del “funcionario a cargo” mencionado en el art. 144 quinto del CP evitar la tortura cometida por sus subordinados y no evitar privaciones ilegales de libertad o ejecuciones extrajudiciales.

VI. LA PRUEBA Y LOS HECHOS

VI. 1. Los hechos probados

Se ha demostrado con absoluta certeza —y ha sido reconocido por el propio imputado Fernando DE LA RÚA— que, en ejercicio de sus funciones como presidente de la Nación, el 19 de diciembre de 2001, dictó el estado de sitio mediante el decreto 1678/01. El motivo del decreto fue, supuestamente, el estado de “conmoción interior”.

También se ha demostrado con certeza que el día 20 de diciembre el imputado, en ejercicio de sus funciones presidenciales, dispuso la privación de libertad y la puesta a disposición del Poder Ejecutivo de 29 personas incluidas en el listado del decreto 1.682/01.

A pesar de ello, el imputado niega toda responsabilidad personal en los hechos objeto de este proceso. En sus propias palabras:

“... Claro que [los hechos investigados] me preocupan gravemente. Era el [p]residente. Asumí las consecuencias políticas. Pero no estaban a mi cargo. Y rechazo que se me atribuya responsabilidad penal por lo ocurrido, ni siquiera a título de culpa” (Escrito “Manifiesto”, p. 16).

Si, por reducción al absurdo, pudiéramos aceptar que el imputado no puede ser considerado normativamente responsable por el operativo de seguridad en el cual se produjeron las muertes, las lesiones y las privaciones ilegales de libertad que constituyen el objeto de este procedimiento, ¿cómo explicar que el imputado, con sus propios dichos, relaciona las privaciones de libertad ordenadas por él con el estado de supuesta “conmoción interior” que invocó como fundamento para cercenar los derechos fundamentales de todos los habitantes de este país?

En efecto, si él no tuvo relación alguna con el operativo, ¿por qué la firma del decreto 1.682/01 el día 20 de diciembre convalidando la privación de la libertad de más de veinte personas por hechos vinculados directamente con el estado de conmoción interior? El imputado no puede pretender evadir su exclusiva responsabilidad por el operativo de represión y, al mismo tiempo, por la privación de libertad de 29 personas sin orden judicial, mediante un decreto que ordenó su puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional en relación al estado de supuesta conmoción interior. Aun en el marco erróneo de la racionalidad de la defensa, si se sostiene que el imputado DE LA RÚA no intervino en modo alguno en el operativo, entonces sólo cabe concluir que ordenó la detención de 29 personas sin orden judicial y sin que existiera justificación alguna.

Sin embargo, no se trata aquí de lo que el imputado desee o no desee aceptar, sino de las consecuencias jurídico-penales de sus propios actos y omisiones en ejercicio de su función presidencial.

Según la particular opinión del imputado —que resulta contradictoria con el texto de la ley de habeas corpus de la cual, según sus dichos, fuera redactor—, el decreto presidencial ordenando la privación de libertad de los habitantes de este país, una vez dictado el estado de sitio, por arbitrario e ilícito que resulte, no puede generar responsabilidad penal para el presidente que lo firma.

Más allá de ello, resulta incuestionable que el imputado sí participó —como principal y único autor material— en el dictado de los decretos de estado de sitio y de la orden de privación de libertad de 29 personas. No se puede aceptar como un supuesto de “falta de intervención” en los hechos investigados los actos jurídicos que formalmente realizó el imputado.

¿Cómo se puede afirmar que él no intervino en ninguna medida de seguridad si suspendió los derechos fundamentales de todos los habitantes de este país, precisamente, por cuestiones de seguridad, frente al invocado supuesto de “conmoción interior”? ¿Cómo se puede afirmar que él no intervino en ninguna medida de seguridad si ordenó —sin saber si existía necesidad para ello— la privación de libertad y la puesta a disposición del PEN de 29 personas que manifestaban en la zona geográfica donde sucedieron los hechos objetos de esta causa?

En este sentido, en el escrito agregado a la declaración indagatoria del propio imputado se reconoce:

“... Sobre un eventual ataque a la Casa de Gobierno o al Congreso es deber policial custodiar los edificios públicos y entre ellos la sede de los poderes del Estado. El Ministro del Interior dice en su nota que así lo indicó. El Secretario de Seguridad hizo igual recomendación...” (Escrito “Manifiesto”, p. 6).

Tal afirmación, clara e inequívoca, destruye la tesis defensista de la absoluta autonomía de las fuerzas de seguridad. Más adelante, el imputado agrega:

“El estado de sitio, que me resistía a declarar, se estableció por pedido de gobernadores al Jefe de Gabinete y el Ministro del Interior quienes me lo plantearon como un disuasivo... De ninguna manera fue para preparar un plan de represión” (Escrito “Manifiesto”, p. 8).

Si el imputado pretende alegar esta resistencia que surgió, según sus dichos, de su propia convicción, como motivo que pudiera excluir su responsabilidad por el dictado del estado de sitio no sólo no sabe derecho constitucional sino que, además, parece no comprender el concepto del derecho a resistirse a la autoincriminación.

Queda claro, entonces, que según sus propias afirmaciones, el imputado reconoce que frente a lo que consideró un estado generalizado de conmoción interior, fueron las autoridades políticas quienes impulsaron y dictaron la medida más trascendente en ese contexto temporal —la suspensión de los derechos fundamentales de los habitantes de todo el país, con el pretendido objeto de proteger a personas y bienes de la situación de conmoción interior—.

También reconoce que el Ministro del Interior, por orden de la Sra. Jueza, se comunicaba con el jefe de la Policía Federal con el objeto de organizar y coordinar la labor policial. Pero lo que es más importante, reconoce que ya desde el día de 19 se reforzó el vallado de la Casa de Gobierno por decisión del Ministro del Interior, y que se llegó a pensar que ello podía resultar necesario “para evitar el accionar de grupos violentos que podrían derivar hasta en la toma de la propia sede del Gobierno federal”. Unas frases más adelante, agrega:

“La orden del Tribunal, que reemplazó la del Ministro, era casi igual a la suya” (Escrito “Manifiesto”, p. 9).

Tales afirmaciones echan por tierra la tesis de la absoluta falta de intervención de las autoridades políticas en el operativo que terminó con las muertes y lesiones de numerosas víctimas.

VI. 2. Los actos omisivos probados

Por lo demás, la imputación vinculada con las muertes y las lesiones no sólo consiste en conductas activas sino, además y especialmente, en conductas omisivas. Es por ello que al describir la imputación en la declaración indagatoria, se dijo, respecto del operativo policial:

“...que por su falta de adecuado control, dimensión y magnitud...”.

Sin embargo, el imputado, distorsionando el motivo de la imputación que se le formula para pasar como víctima de hechos que lo tienen como victimario, insiste en que se le atribuye haber convocado a una reunión formal, y, una vez allí, haberse dedicado maliciosamente a planificar un operativo de represión salvaje.

En ningún momento —al menos esta parte, como tampoco el tribunal de alzada— se ha construido su responsabilidad penal culposa de esa manera. Lo que sí imputamos a DE LA RÚA es, por un lado, el hecho de haber tomado decisiones positivas por intermedio de sus ministros que —además de violar abiertamente reglas mínimas y obligatorias para la actuación policial— se transformaron, por la irresponsabilidad y negligencia con que se tomaron las decisiones, en causas directas que produjeron los resultados de muertes y lesiones objetos de esta investigación.

Sin embargo, las circunstancias más determinantes de los trágicos sucesos que costaron la vida de varias personas, las lesiones de una cantidad mucho mayor aún, y una cacería indiscriminada de los agentes policiales por detener a alguien, sin importar qué hacía esa persona al momento de la detención, fueron la absoluta ausencia de aplicación de medidas positivas tendientes a revertir los graves sucesos, porque, según el mismo imputado ha dicho:

“El [p]residente no puede sino desear fervientemente, como en todos los episodios públicos, que no haya violencia ni desorden” (Escrito “Manifiesto”, p. 12).

Evitar desmanes y represión indiscriminada, según el imputado —acción que en la página 4 de su propio escrito se había definido como un deber constitucional para las autoridades políticas nacionales—, se transformó repentinamente en el deber de “preocuparse” o “desear fervientemente” que tales hechos no sucedan.

En los países democráticos, en el marco de un Estado constitucional de derecho, el pueblo elige con su voto a un representante político para que cumpla con sus deberes legales, adopte decisiones ejecutivas, aplique la ley, tome medidas, las haga ejecutar y solucione problemas, no para que éste se limite a “preocuparse” o a “desear fervientemente” que un milagro salve a las víctimas —siempre terceras personas— frente al flagrante incumplimiento de sus deberes constitucionales.

VI. 3. La negligencia confesada por el imputado

El imputado ha reconocido en reiteradas oportunidades los siguientes hechos que revisten especial relevancia para resolver su situación procesal.

• El 19 de diciembre de 2001, mediante un decreto firmado personalmente por DE LA RÚA, se suspendieron los derechos fundamentales de todos los habitantes de este país invocando una situación de conmoción interior.

• El mismo imputado ha reconocido que él se hallaba renuente a dictar el estado de sitio, pero finalmente cedió a las presiones de gobernadores y funcionarios de su Gobierno.

• Esta decisión, como las acciones posteriores —v. gr., decreto ordenando la privación de libertad de 29 personas— y, también y especialmente, las negligentes omisiones posteriores de cumplir con su deber constitucional de garantizar la seguridad de las personas, tornan evidente que dichas personas fueron detenidas —si son ciertos los dichos del imputado— sin contar con información mínima y confiable sobre lo que estaba ocurriendo.

• En síntesis, el imputado suspendió los derechos fundamentales de todos los habitantes de este país, y privó de la libertad a 29 personas sin prueba alguna, con renuencia y cediendo a presiones de carácter político, y sin orden judicial, careciendo absolutamente de información que fundara la racionalidad, viabilidad y conveniencia de las graves medidas que tomó personalmente.

• El imputado afirma que algunas personas indeterminadas profundizaron la crisis política y trajeron la violencia a Buenos Aires. Pero los violentos fueron los agentes de las fuerzas de seguridad, no la gran mayoría de manifestantes pacíficos, entre los cuales se encontraban las dos víctimas de homicidio por las cuales intervenimos en este procedimiento.

• Luego de reconocer que la violencia comenzó en algunas provincias, afirma que finalmente llegó a Buenos Aires, y que “[n]o se lo esperaba” (Escrito “Manifiesto”, p. 3). Lo que no se comprende, si realmente no se “esperaban” disturbios o manifestaciones en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por qué el decreto de estado de sitio del 19 de diciembre abarcaba todo el territorio nacional.

Por otra parte, resulta extremadamente ilegítimo suspender los derechos fundamentales de millones de personas de un plumazo, reconociendo que la información era confusa, y no coordinar mínimamente un servicio confiable para recibir información relevante y veraz sobre una crisis de semejante magnitud.

Si el decreto de estado de sitio se dictó, precisamente, con el objeto de solucionar el problema de la invocada “conmoción interior”, resulta absolutamente irracional que, establecido el estado de sitio dictado en esas —inaceptables— circunstancias, no se utilicen todos los medios legítimos disponibles para el Estado a fin de obtener información fiable y veraz lo antes posible, para poder diseñar e implementar un plan para enfrentar la crisis.

• Acto seguido, el imputado dE LA RÚA “confiesa” que se le imputa culpa “por operativos que no dispus[o] y dispositivos que no tuv[o] a cargo” (Escrito “Manifiesto”, p. 4). Y agrega:

“El [p]residente de la Nación no ordenó el operativo. El dispositivo no estaba a su cargo... [a lo que agrega] que ‘como [p]residente de la Nación no emití orden alguna para actuar en contra de la ley o disposición judicial y me preocupé por el urgente restablecimiento de la paz pública” (Escrito “Manifiesto”, p. 6).

El imputado no sólo no hizo absolutamente nada para restablecer el orden y hacer cesar las brutales agresiones de algunos agentes de las fuerzas de seguridad contra civiles desarmados que manifestaban pacíficamente. Ni siquiera se tomó el trabajo de informarse de lo que sucedía. Algo que sí hizo la Sra. Jueza, cumpliendo con sus deberes legales debido al incumplimiento y negligencia del titular del Poder Ejecutivo.

Según su versión, el imputado se enteraba por la radio, la televisión, o por personas cuya identidad no recuerda. Sin embargo, tuvieron que morir varias personas para que el ex- presidente comenzara a medir las consecuencias de sus propios actos, en conjunción con los de sus funcionarios políticos y de los jefes de las fuerzas de seguridad.

Así, reconoció que:

“Incluso se recibió información de que los grupos se retiraban y que no había los muertos que decía la TV. Pasados los sucesos vino a saberse la dura realidad. Y también que se trajeron personas para ejercer violencia...” (Escrito “Manifiesto”, p. 8).

A esto se debe agregar que el imputado también reconoció expresamente que no realizó el más mínimo esfuerzo para controlar la legalidad del decreto mediante el cual privó de la libertad arbitrariamente a 29 personas. En efecto, al ser indagado por las privaciones de libertad, el imputado declaró:

“… Niego el hecho que se me atribuye. Como [p]residente de la Nación y en uso de facultades constitucionales dicté el decreto declarando el estado de sitio el día 19; y el día 20 un decreto de puesta a disposición del Poder Ejecutivo de 29 personas. La información y resolución del punto me llegó en forma de proyecto de decreto suscripto por el Jefe de Gabinete y el Ministro del Interior, y con intervención del Secretario Legal y Técnico de la Presidencia. Informado que la situación encuadraba en los motivos del estado de sitio, dispuse la puesta a disposición del Poder Ejecutivo. Ignoro las condiciones de la detención que los afectaba, si era legal o no legal…” (fs. 1394 y 1394 vta., destacado agregado).

Su pobre justificación para no haber cumplido con su deber constitucional, consistió en la “necesidad” de mantener una disputa política, a la que el imputado decidió poner por encima —en su orden de prioridades— del valor de la vida y la integridad de las víctimas. Y es precisamente ese no hacer, que terminó por generar la intervención de un órgano del poder judicial ante la omisión ejecutiva, lo que generó responsabilidad culposa por los hechos delictivos que se ventilan en esta causa.

Si el imputado hubiera cumplido con su deber de informarse, en primer lugar, y de resolver conforme a derecho, en segundo lugar —antes de esperar que se consumen delitos para endilgarle el entuerto al poder judicial—, él no sería victimario, y nuestros representados no habrían sido víctimas.

miércoles, 7 de julio de 2010

La deriva neopunitvista

Acá les pego el texto de Pastor que comentamos la clase del 23/4.

Saludos,

Victoria

La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigioactual de los derechos humanos

Daniel R. Pastor*

“Ron mo­vió ne­ga­ti­va­men­te la ca­be­za, des­con­cer­ta­do, y lue­go mi­ró la ho­ra:

–Te­ne­mos que pa­tru­llar por los pa­si­llos de vez en cuan­do –les co­men­tó a Harry y a Ne­vi­lle–, y po­de­mos cas­ti­gar a los alum­nos si se por­tan mal. Es­toy de­sean­do pi­llar a Crab­be y a Goy­le ha­cien­do al­go...

–¡No de­bes apro­ve­char­te de tu car­go, Ron! –lo re­ga­ñó Her­mio­ne.

–Sí, cla­ro, co­mo si Mal­foy no pen­sa­ra sa­car­le pro­ve­cho al su­yo –re­pli­có és­te con sar­cas­mo.

–¿Qué vas a ha­cer? ¿Po­ner­te a su al­tu­ra?”

J. K. Row­ling, Harry Pot­ter y la Or­den del Fé­nix

I. El neo­pu­ni­ti­vis­mo

Quien se de­ten­ga a ana­li­zar la si­tua­ción ac­tual del po­der pe­nal co­mo prác­ti­ca que pre­ten­de con­tri­buir a po­ner or­den en la vi­da so­cial, to­cán­do­le in­ter­ve­nir de la for­ma más enér­gi­ca fren­te a los ca­sos que se su­po­nen más gra­ves, com­pro­ba­rá in­me­dia­ta­men­te que vi­vi­mos un tiem­po en el cual el de­re­cho pu­ni­ti­vo ha si­do ele­va­do a la ca­te­go­ría de oc­ta­va ma­ra­vi­lla del mun­do.

En efec­to, de la irres­pon­sa­ble fan­ta­sía abo­li­cio­nis­ta que sur­gió ha­ce al­gu­nas dé­ca­das he­mos pa­sa­do, sin pres­tar aten­ción al sen­sa­to lla­ma­do del de­re­cho pe­nal mí­ni­mo co­mo si és­te hu­bie­ra si­do en ver­dad el can­to de si­re­na, a una des­bor­dan­te ex­plo­sión de nue­vas fi­gu­ras pe­na­les y a una llu­via de in­ter­pre­ta­cio­nes ju­di­cia­les que ex­tien­den el ám­bi­to de la res­pon­sa­bi­li­dad pe­nal más allá de lo ra­zo­na­ble en el ca­so de ti­pos abier­tos (ca­rac­te­rís­ti­co: el de­li­to im­pru­den­te, pe­ro tam­bién los de­li­tos do­lo­sos de fun­cio­na­rios). He­mos al­can­za­do el re­la­ja­mien­to de to­dos los lí­mi­tes y de to­dos los con­tro­les ju­rí­di­cos en fa­vor de la per­se­cu­ción y el cas­ti­go de los crí­me­nes con­si­de­ra­dos más gra­ves (de­re­chos hu­ma­nos, co­rrup­ción, te­rro­ris­mo, dro­gas) y a una eu­fo­ria de “lo pe­nal” co­mo “sa­na­lo­to­do” so­cial que no tie­ne pre­ce­den­tes1.

Si uno re­co­no­ce el acier­to de la su­ge­ren­te des­crip­ción de Zaf­fa­ro­ni acer­ca de las fa­ses cí­cli­cas del de­re­cho pe­nal, se­gún la cual és­te deam­bu­la en­tre pe­río­dos li­be­ra­les y au­to­ri­ta­rios2, la ac­tual si­tua­ción del sis­te­ma pu­ni­ti­vo se de­ja cla­si­fi­car ba­jo la no­ción de neo­pu­ni­ti­vis­mo, en­ten­di­do ello co­mo co­rrien­te po­lí­ti­co-cri­mi­nal que se ca­rac­te­ri­za por la re­no­va­da creen­cia me­siá­ni­ca de que el po­der pu­ni­ti­vo pue­de y de­be lle­gar a to­dos los rin­co­nes de la vi­da so­cial, has­ta el pun­to de con­fun­dir por com­ple­to, co­mo se ve­rá más aba­jo, la pro­tec­ción ci­vil y el am­pa­ro cons­ti­tu­cio­nal con el de­re­cho pe­nal mis­mo.

El neo­pu­ni­ti­vis­mo, que se ma­ni­fies­ta en la lla­ma­da ex­pan­sión pe­nal, es la cues­tión cen­tral de las re­fle­xio­nes po­lí­ti­co-cri­mi­na­les de los úl­ti­mos años3, mo­ti­vo por el cual co­rres­pon­de asu­mir que el de­re­cho pe­nal ac­tual (o “mo­der­no” co­mo sue­le de­no­mi­nár­se­lo) cons­ti­tu­ye un nue­vo de­re­cho pe­nal, con­trai­lus­tra­do, cu­yas ca­rac­te­rís­ti­cas de­ben ser es­tu­dia­das ba­jo la de­sig­na­ción de neo­pu­ni­ti­vis­mo, en tan­to que el ras­go dis­tin­ti­vo de es­te es­ti­lo de de­re­cho pe­nal, que en­glo­ba to­dos sus com­po­nen­tes, es su mar­ca­da des­hu­ma­ni­za­ción y un re­cru­de­ci­mien­to san­cio­na­dor cre­cien­te4. El sa­ber ju­rí­di­co pe­nal se ha­lla, por tan­to, fren­te al re­to de afron­tar “una le­gis­la­ción y una apli­ca­ción ju­di­cial del De­re­cho que tien­den al in­ter­ven­cio­nis­mo y a la res­tric­ción de no po­cas de las ga­ran­tías po­lí­ti­co-cri­mi­na­les clá­si­cas”5. Se­gún Díez Ri­po­llés, el Es­ta­do so­cial de de­re­cho ha con­tri­bui­do a la pro­li­fe­ra­ción nor­ma­ti­va por me­dio de re­gla­men­tos y nor­mas que des­bor­dan el ám­bi­to y la ra­cio­na­li­dad de la ley pe­ro que brin­dan me­jo­res pres­ta­cio­nes pa­ra una so­cie­dad in­ter­ven­cio­nis­ta6. Se ha­bría pa­sa­do así de un “de­re­cho pe­nal li­be­ral”, in­ter­pre­ta­do des­de una po­lí­ti­ca cri­mi­nal orien­ta­da al ase­gu­ra­mien­to de los de­re­chos in­di­vi­dua­les del acu­sa­do, a un “de­re­cho pe­nal li­be­ra­do” de ta­les lí­mi­tes y con­tro­les que se orien­ta al com­ba­te de la cri­mi­na­li­dad co­mo cru­za­da con­tra el mal7. En es­to, el pa­pel que re­pre­sen­tan la “opi­nión pú­bli­ca” co­mo ges­tio­na­do­ra de po­lí­ti­cas cri­mi­na­les y los mass me­dia, por sí mis­mos, en am­pli­fi­ca­ción de las de­man­das de aqué­lla o de otros in­te­re­ses, es de­ter­mi­nan­te: “una opi­nión pú­bli­ca fa­vo­ra­ble es ca­paz de de­sen­ca­de­nar por sí so­la res­pues­tas le­gis­la­ti­vas pe­na­les”8.

Si sim­pli­fi­ca­mos drás­ti­ca­men­te el aná­li­sis ve­re­mos que es­ta si­tua­ción res­pon­de al acre­cen­ta­mien­to des­me­su­ra­do e in­con­te­ni­ble del nú­me­ro de las con­duc­tas ca­li­fi­ca­das co­mo de­lic­ti­vas por la ley (fe­nó­me­no de­no­mi­na­do co­rrien­te­men­te co­mo “in­fla­ción de las le­yes”9, “in­fla­ción pe­nal”10, “ex­pan­sión pe­nal”11, “con­for­ma­ción pa­qui­dér­mi­ca” de las in­cri­mi­na­cio­nes pu­ni­ti­vas12 o “hi­per­tro­fia del de­re­cho pe­nal”13) que se fun­da en la con­si­de­ra­ción sim­bó­li­ca del de­re­cho pe­nal co­mo re­me­dio ex­clu­si­vo pa­ra to­dos los ma­les so­cia­les (“pan­pe­na­lis­mo”14).

Se ha di­cho al res­pec­to que “si ob­ser­va­mos el cur­so de nues­tra le­gis­la­ción pe­nal a par­tir de la pa­sa­da dé­ca­da, ten­dre­mos la sen­sa­ción de que se ha ope­ra­do un gra­ve de­sor­den que va en se­rio au­men­to, y, sin du­da, vis­ta en pa­no­rá­mi­ca ge­ne­ral –es­to es, sin des­me­dro de re­co­no­cer acier­tos ais­la­dos– se pro­yec­ta en una no­to­ria pér­di­da de ca­li­dad y ni­vel téc­ni­co. Las ur­gen­cias po­lí­ti­cas in­me­dia­tas, y fre­cuen­te­men­te mal en­ten­di­das, han reem­pla­za­do al es­tu­dio de­te­ni­do y al de­ba­te fruc­tí­fe­ro. La dis­per­sión le­gis­la­ti­va nun­ca fue tan evi­den­te y las mar­chas y con­tra­mar­chas, obe­dien­tes a con­sig­nas cir­cuns­tan­cia­les, han lle­va­do a nues­tros le­gis­la­do­res a una si­tua­ción que pue­de tor­nar­se caó­ti­ca”15.

Igual­men­te pro­vie­nen del neo­pu­ni­ti­vis­mo ma­ni­fes­ta­cio­nes res­tric­ti­vas de los de­re­chos fun­da­men­ta­les en el ám­bi­to del en­jui­cia­mien­to16. Aquí se pro­du­ce, co­mo con­se­cuen­cia del fe­nó­me­no dis­fun­cio­nal se­ña­la­do, una afec­ta­ción de los fun­da­men­tos axio­ló­gi­cos de la ju­ris­dic­ción pe­nal, en ge­ne­ral jus­ti­fi­ca­da úni­ca­men­te en sim­ples cri­te­rios de efi­cien­cia y lu­cha con­tra el cri­men17. Así pues, ba­jo la in­vo­ca­ción de lo­grar efi­ca­cia en la per­se­cu­ción y el cas­ti­go de los de­li­tos y an­te la enor­me can­ti­dad de pro­ce­sos que ine­vi­ta­ble­men­te ge­ne­ra el neo­pu­ni­ti­vis­mo con su po­lí­ti­ca cri­mi­nal in­fla­cio­na­ria, se ha re­cu­rri­do a ins­tru­men­tos in­cons­ti­tu­cio­na­les que de­ro­gan los va­lo­res que in­sos­la­ya­ble­men­te de­ben ser res­pe­ta­dos por el sis­te­ma pe­nal de un Es­ta­do cons­ti­tu­cio­nal de de­re­cho.

El es­ti­lo ex­pan­si­vo del de­re­cho pe­nal ha afec­ta­do a la Ju­di­ca­tu­ra no só­lo por la ne­ce­sa­ria so­bres­ti­ma­ción de sus fun­cio­nes al cons­ti­tuír­se­la en co­le­gis­la­do­ra de­bi­do a la de­fi­cien­te ta­xa­ti­vi­dad de los ti­pos pe­na­les del de­re­cho in­fla­cio­na­rio, si­no que ade­más ella mis­ma ha su­mi­do co­mo pro­pia la ta­rea de “lle­var el de­re­cho pe­nal a to­das par­tes” y a par­tir de ello ha he­cho una in­ter­pre­ta­ción ex­pan­si­va tam­bién de los pre­cep­tos pe­na­les clá­si­cos pa­ra apli­car­los, so­bre to­do an­te los os­cu­ros y con­fu­sos re­cla­mos pú­bli­cos, me­diá­ti­cos u ius­hu­ma­nis­tas de “más cár­cel”, a si­tua­cio­nes an­tes no abar­ca­das por ellos.

Es evi­den­te así que el de­re­cho pe­nal ma­te­rial neo­pu­ni­ti­vis­ta, en ra­zón de sus ca­rac­te­rís­ti­cas de con­fi­gu­ra­ción, no pue­de ser rea­li­za­do con los prin­ci­pios li­be­ra­les del de­re­cho pro­ce­sal pe­nal, los cua­les de­ben ser fun­cio­nal­men­te per­ver­ti­dos18. Es­te “re­la­ja­mien­to” es jus­ti­fi­ca­do, co­mo ya se di­jo, en la ma­yor efi­ca­cia (¿a cual­quier pre­cio?) que di­cha re­nun­cia a los de­re­chos del acu­sa­do pro­me­te en el cas­ti­go de los crí­me­nes más gra­ves. Por otra par­te, es­ta ideo­lo­gía ha per­mi­ti­do tam­bién que, en ca­so de sos­pe­cha, la apli­ca­ción pa­to­ló­gi­ca de las me­di­das de coer­ción del pro­ce­so se lle­ve a ca­bo de mo­do am­plí­si­mo y con fi­nes dis­tor­sio­na­da­men­te pu­ni­ti­vos, in­clu­so en su­pues­tos en los cua­les una sen­ten­cia con­de­na­to­ria se­ría im­pen­sa­ble19.

Más allá de esos dé­fi­cit va­lo­ra­ti­vos, se de­be men­cio­nar que las in­cri­mi­na­cio­nes ma­si­vas del de­re­cho pe­nal mo­der­no se que­dan, en ver­dad, na­da más que en el ró­tu­lo, pues ello no se tra­du­ce en un au­men­to pro­por­cio­nal de las con­de­na­cio­nes, es­ta­mos an­te un de­re­cho pe­nal pu­ra­men­te sim­bó­li­co20. Es­te efec­to des­na­tu­ra­li­za la mi­sión del de­re­cho pe­nal y lo de­ja en ri­dí­cu­lo al im­po­ner­le ob­je­ti­vos que no son rea­lis­tas ni al­can­za­bles. Asis­te ra­zón a Has­se­mer cuan­do afir­ma, al res­pec­to, que un de­re­cho pe­nal así en­ten­di­do vi­ve de la ilu­sión de so­lu­cio­nar real­men­te sus pro­ble­mas a tra­vés de la ti­pi­fi­ca­ción co­mo pro­hi­bi­ción pe­nal de una ma­yor can­ti­dad de con­duc­tas que, de un mo­do fle­xi­ble y om­ni­com­pren­si­vo, pre­ten­den evi­tar to­do da­ño so­cial; al­go que si bien pue­de ser in­ge­nua­men­te gra­ti­fi­can­te en el mo­men­to de ex­pre­sar­lo es des­truc­ti­vo a lar­go pla­zo21.

La rea­li­dad de­mues­tra que el de­re­cho pe­nal del neo­pu­ni­ti­vis­mo ha ad­qui­ri­do una ex­ten­sión des­me­su­ra­da de­bi­do a que se lo ha em­plea­do, sim­bó­li­ca y de­ma­gó­gi­ca­men­te, co­mo he­rra­mien­ta, su­pues­ta pe­ro om­ni­pre­sen­te y om­ni­po­ten­te, pa­ra reac­cio­nar con­tra to­dos los ma­les de es­te mun­do22. Co­mo ha di­cho Guar­nie­ri, asis­ti­mos a una “pe­na­li­za­ción” cre­cien­te de nues­tras so­cie­da­des23. Es­to ha con­du­ci­do a unas mar­ca­das de­sor­ga­ni­za­ción e ine­fi­ca­cia24 del or­den ju­rí­di­co pe­nal, con la con­se­cuen­te pér­di­da de va­lo­res acer­ca de la fun­ción ex­tre­ma del de­re­cho pe­nal, lo cual ha crea­do esa con­fu­sión que lo pre­sen­ta co­mo “sa­na­lo­to­do” so­cial o “ges­tor or­di­na­rio de los gran­des pro­ble­mas so­cia­les”25 en lu­gar de res­trin­gir­lo a la tu­te­la de unos po­cos de­re­chos fun­da­men­ta­les26.

No pue­do de­te­ner­me más en es­te pun­to27. Só­lo que­ría in­tro­du­cir bre­ve­men­te una ca­rac­te­ri­za­ción del sis­te­ma pu­ni­ti­vo ac­tual con los pun­tos más sa­lien­tes de la po­lí­ti­ca cri­mi­nal del mo­men­to, al­go que se re­su­me en una eu­fo­ria tan al­ta por el de­re­cho pe­nal que se lo lle­va a to­das par­tes y de cual­quier ma­ne­ra. Lo in­ne­ga­ble pa­ra avan­zar aho­ra en el ca­mi­no ar­gu­men­tal que pre­ten­do re­co­rrer es que exis­te com­pro­ba­da­men­te esa ten­den­cia a con­si­de­rar al sis­te­ma pu­ni­ti­vo de mo­do des­me­di­do co­mo al­go dig­no de ala­ban­za y apli­ca­ble del mo­do más am­plio po­si­ble en to­das las vi­ci­si­tu­des del con­trol ju­rí­di­co. És­ta es in­ne­ga­ble­men­te la Real­po­li­tik cri­mi­nal de nues­tro tiem­po. Se con­si­de­ra que el de­re­cho pe­nal es la me­jor so­lu­ción y se lo lle­va a ca­bo sin mi­ra­mien­tos, sin res­pe­to por la ra­cio­na­li­dad ju­rí­di­ca, sin ga­ran­tía ju­di­cial de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de la per­so­na en­fren­ta­da al po­der pe­nal.

Es­ta vi­sión del po­der pu­ni­ti­vo, ca­ta­lo­ga­da aquí co­mo neo­pu­ni­ti­vis­mo, es la que ins­pi­ra tam­bién al lla­ma­do “de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos”. En es­te ám­bi­to or­ga­nis­mos in­ter­na­cio­na­les de pro­tec­ción y or­ga­ni­za­cio­nes de ac­ti­vis­tas con­si­de­ran, de mo­do sor­pren­den­te por lo me­nos, que la re­pa­ra­ción de la vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos se lo­gra pri­mor­dial­men­te por me­dio del cas­ti­go pe­nal y que ello es al­go tan loa­ble y ven­ta­jo­so que de­be ser con­se­gui­do sin con­tro­les e ili­mi­ta­da­men­te, es­pe­cial­men­te con des­pre­cio por los de­re­chos fun­da­men­ta­les que co­mo acu­sa­do de­be­ría te­ner quien es en­fren­ta­do al po­der pe­nal pú­bli­co por co­me­ter di­chas vio­la­cio­nes. Se cree, de es­te mo­do, en un po­der pe­nal ab­so­lu­to.

Se ha in­ver­ti­do así, en los úl­ti­mos tiem­pos, la fun­ción pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos, que de pro­tec­ción del im­pu­ta­do han pa­sa­do, cla­ra­men­te, a pro­mo­ción de la víc­ti­ma me­dian­te la con­de­na a ul­tran­za, sin lí­mi­te ni ta­sa, de los sos­pe­cho­sos. Ve­re­mos a con­ti­nua­ción de qué ma­ne­ra es­ta vo­ca­ción in­con­te­ni­ble e ili­mi­ta­da por “lo pe­nal” tras­to­có y trans­for­mó el mo­vi­mien­to en fa­vor de los de­re­chos hu­ma­nos, des­pres­ti­gián­do­lo por com­ple­to.

II. La me­ta­mor­fo­sis de la fi­lo­so­fía pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos: de mu­ro de con­ten­ción fren­te a la pe­na a van­guar­dia del cas­ti­go pe­nal ab­so­lu­to

II. 1. Unos orí­ge­nes bien orien­ta­dos

Los de­no­mi­na­dos de­re­chos hu­ma­nos (di­cho con más pro­pie­dad: los de­re­chos fun­da­men­ta­les) sur­gie­ron, co­mo es sa­bi­do por to­dos, pa­ra po­ner lí­mi­tes re­gla­dos al po­der es­ta­tal28. La idea es an­ti­gua y ori­gi­nal­men­te apa­re­ce, con mar­ca­dos ras­gos ius­na­tu­ra­lis­tas, en las le­yen­das de ca­si to­das las cul­tu­ras an­ti­guas. Se cree en un or­den nor­ma­ti­vo jus­to, que exis­te más allá de las de­ci­sio­nes de la au­to­ri­dad, cu­yo res­pe­to ase­gu­ra el de­sa­rro­llo li­bre de las ex­pec­ta­ti­vas de las per­so­nas en un cli­ma de con­vi­ven­cia so­cial pa­cí­fi­ca (pién­se­se en An­tí­go­na, por ejem­plo). Mu­chas so­cie­da­des an­ti­guas tra­ta­ron de or­ga­ni­zar­se ba­jo es­te mo­de­lo (la ger­má­ni­ca, las ciu­da­des-Es­ta­do de la Gre­cia clá­si­ca, la Re­pú­bli­ca ro­ma­na, etc.). De he­cho el de­re­cho na­tu­ral, co­mo es co­no­ci­do, tie­ne su ori­gen en Gre­cia, en las re­fle­xio­nes de los fi­ló­so­fos clá­si­cos que fue­ron los pri­me­ros en plan­tear los di­le­mas y apo­rías a los que se ven ex­pues­tas las per­so­nas fren­te a un or­den na­tu­ral y un or­den po­si­ti­vo que mu­chas ve­ces mar­chan por ca­mi­nos dis­tin­tos (por ejem­plo, tí­pi­co de esa épo­ca, la dis­cu­sión so­bre la es­cla­vi­tud). Es­ta tra­di­ción de los so­fis­tas, de Pla­tón y de Aris­tó­te­les fue re­to­ma­da en la Edad Me­dia por To­más de Aqui­no, pe­ro co­nec­ta­da a las doc­tri­nas cris­tia­nas29. Pe­ro ya en ese tiem­po el me­ca­nis­mo de con­tro­lar el po­der pú­bli­co por me­dio de re­glas co­men­zó a ser uti­li­za­do pa­ra po­ner lí­mi­tes a las au­to­ri­da­des cen­tra­les en fa­vor no del pue­blo, si­no de co­lec­ti­vos po­de­ro­sos, co­mo cier­tos miem­bros de la no­ble­za, cor­po­ra­cio­nes o au­to­ri­da­des lo­ca­les (son ejem­plos de ello la Mag­na Char­ta in­gle­sa, los fue­ros es­pa­ño­les, los es­ta­tu­tos uni­ver­si­ta­rios o de las aso­cia­cio­nes de ar­te­sa­nos).

Con el Re­na­ci­mien­to apa­re­ce el ra­cio­na­lis­mo y se em­pie­za a es­bo­zar la Ilus­tra­ción, al se­pa­rar­se el de­re­cho, len­ta­men­te, de sus con­te­ni­dos re­li­gio­sos y mo­ra­les. A la li­ber­tad de re­li­gión co­rres­pon­día tam­bién la li­ber­tad de la cien­cia. Y la cien­cia ju­rí­di­ca li­bre de pre­con­cep­tos, re­ve­la­cio­nes, ma­gia y au­to­ri­da­des me­ta­fí­si­cas e ins­pi­ra­da úni­ca­men­te por el mé­to­do ra­cio­na­lis­ta re­des­cu­brió el de­re­cho na­tu­ral co­mo ins­tru­men­to, a par­tir del re­co­no­ci­mien­to de la igual­dad na­tu­ral de to­dos los se­res hu­ma­nos, pa­ra for­mu­lar to­dos los de­re­chos fun­da­men­ta­les e im­po­ner­los co­mo lí­mi­te in­fran­quea­ble a la au­to­ri­dad del Es­ta­do. El de­re­cho na­tu­ral co­mien­za a re­na­cer, aun­que con di­fe­ren­cias de es­ti­los y cri­te­rios, en las obras de los pri­me­ros au­to­res mo­der­nos de de­re­cho que pue­den ser con­si­de­ra­dos ilus­tra­dos o ra­cio­na­lis­tas (Gro­cio, con su De iu­re be­lli ac pa­cis de 1625 y Hob­bes, con su Le­viat­han de 1651)30. El pri­me­ro más orien­ta­do a un ius gen­tium de­du­ci­do de lo que siem­pre y pa­ra to­dos fue co­rrec­to, de mo­do de que se tra­ta de un de­re­cho que ri­ge pa­ra to­dos los pue­blos, un de­re­cho in­ter­na­cio­nal. El otro au­tor men­cio­na­do es­ta­ba más orien­ta­do a un de­re­cho de au­to­ri­dad es­ta­tal, da­do que su obra cons­ti­tu­ye, en ver­dad, una teo­ría del Es­ta­do. Puf­fen­dorf, en su De iu­re na­tu­rae et gen­tium, de 1672, lo­gra­ría la sín­te­sis, por la com­bi­na­ción de am­bos for­man­do un ver­da­de­ro sis­te­ma de de­re­cho na­tu­ral que de­bía ser res­pe­ta­do por el Es­ta­do y su de­re­cho po­si­ti­vo. La dig­ni­dad hu­ma­na se­ría el cri­te­rio rec­tor, con­cep­to que apa­re­ce por pri­me­ra vez en el mun­do ju­rí­di­co con su Tra­ta­do. El res­to fue re­fi­nar es­tas ideas, lo que hi­cie­ron sus dis­cí­pu­los, y con­cre­tar­las en la prác­ti­ca, lo cual es fru­to del cons­ti­tu­cio­na­lis­mo mo­der­no31. Aquí pre­ci­sa­men­te se ori­gi­na la idea de los “de­re­chos del hom­bre” que des­pués se­ría de­sa­rro­lla­da por Loc­ke y por los au­to­res ame­ri­ca­nos y fran­ce­ses, con el aña­di­do de co­lo­car co­mo cla­ve de bó­ve­da del sis­te­ma a la di­vi­sión de po­de­res.

A par­tir de es­tas ideas, la Ilus­tra­ción su­mi­nis­tró, co­mo es co­no­ci­do, un nue­vo mo­de­lo de po­lí­ti­ca y de de­re­cho. Po­lí­ti­ca­men­te, la De­mo­cra­cia bur­gue­sa se mon­tó so­bre la no­ción de Es­ta­do de de­re­cho, es­to es, de Es­ta­do con po­der li­mi­ta­do, sin más po­de­res ab­so­lu­tos co­mo los de las Na­cio­nes del An­cien Ré­gi­me. Esos lí­mi­tes es­tán im­pues­tos por el res­pe­to del Es­ta­do a unos de­re­chos na­tu­ra­les e ina­lie­na­bles de to­das las per­so­nas, en­tre los cua­les so­bre­sa­lían la igual­dad, la li­ber­tad, la pro­pie­dad, el ho­nor y la fe­li­ci­dad. Los de­re­chos na­tu­ra­les fue­ron plas­ma­dos (po­si­ti­vi­za­dos) pri­me­ro por las de­cla­ra­cio­nes de de­re­chos (el Bill of Rights in­glés, ya en el si­glo XVII, la De­cla­ra­ción de la In­de­pen­den­cia de los EE.UU., en 1776, la De­cla­ra­ción de los De­re­chos del Hom­bre y del Ciu­da­da­no fran­ce­sa, en 1789) y des­pués por el mo­vi­mien­to del cons­ti­tu­cio­na­lis­mo, ya sea a tra­vés de la par­te dog­má­ti­ca de las Cons­ti­tu­cio­nes, ya me­dian­te aña­di­dos o en­mien­das a la Cons­ti­tu­ción pu­ra­men­te po­lí­ti­ca. Tam­bién fue­ron con­ve­nien­te­men­te se­pa­ra­dos de­re­cho y mo­ral.

En es­ta evo­lu­ción se de­be re­co­no­cer una gran in­fluen­cia, por su­pues­to, a las nue­vas re­la­cio­nes so­cia­les que, con el ad­ve­ni­mien­to del ca­pi­ta­lis­mo, del li­be­ra­lis­mo y de la in­ci­pien­te De­mo­cra­cia, se com­ple­ji­za­ban cre­cien­te­men­te. Con ese mar­co, el ra­cio­na­lis­mo pre­ten­dió en­con­trar en la na­tu­ra­le­za tam­bién las le­yes per­fec­tas e in­mu­ta­bles del fun­cio­na­mien­to de la so­cie­dad jus­ta. Los de­re­chos na­tu­ra­les eran in­dis­cu­ti­bles por­que, en cier­ta me­di­da, es­ta­ban en la na­tu­ra­le­za mo­re geo­me­tri­co de­mons­tra­to igual que la éti­ca de Spi­no­za32. A par­tir de las ideas de Ga­li­leo33 y Des­car­tes tam­bién el de­re­cho que­da­ba so­me­ti­do al mé­to­do ma­te­má­ti­co de las cien­cias na­tu­ra­les, de allí que ha­ya de­re­chos ina­lie­na­bles re­co­no­ci­bles en la na­tu­ra­le­za, en­tre ellos, los más im­por­tan­tes, la li­ber­tad del ser hu­ma­no y la igual­dad de to­das las per­so­nas, idea es­ta úl­ti­ma que sir­vió pa­ra des­mon­tar de­fi­ni­ti­va­men­te el Es­ta­do feu­dal34.

Al­gu­nos de es­tos pun­tos de par­ti­da con­cep­tua­les del ra­cio­na­lis­mo ju­rí­di­co pa­re­cen es­tar hoy, des­pués de ha­ber ren­di­do sus nu­tri­ti­vos fru­tos, evi­den­te­men­te su­pe­ra­dos. Así, por ejem­plo, la exis­ten­cia de unos de­re­chos na­tu­ra­les. To­dos re­co­no­ce­mos en ello, ac­tual­men­te, una fic­ción re­fu­ta­da por los he­chos, pues no hay se­gu­ri­dad pa­ra re­co­no­cer­los con ri­gor y sa­be­mos que son em­pí­ri­ca­men­te en­de­bles, da­do que en to­da la his­to­ria, por ejem­plo, no han exis­ti­do nun­ca dos se­res hu­ma­nos igua­les, no co­no­ce­mos ni por apro­xi­ma­ción qué es aque­llo a lo que lla­ma­mos “dig­ni­dad hu­ma­na”, no te­ne­mos una no­ción cla­ra, pre­ci­sa y uni­for­me de lo que con­si­de­ra­mos fe­li­ci­dad, du­da­mos de la exis­ten­cia mis­ma de la li­ber­tad, de la ver­dad, etc., y no po­de­mos dar cer­te­zas acer­ca de los con­te­ni­dos y de­ri­va­cio­nes de un prin­ci­pio ju­rí­di­co lla­ma­do “del Es­ta­do de de­re­cho”. Sin em­bar­go, el ra­cio­na­lis­mo lo­gró su ob­je­ti­vo prin­ci­pal, a sa­ber, la po­si­ti­vi­za­ción de esos de­re­chos y la ga­ran­tía de su efi­ca­cia35. Hoy en día el prin­ci­pio del Es­ta­do de de­re­cho y to­dos las de­más pe­rro­ga­ti­vas ju­rí­di­cas men­cio­na­das (vi­da, li­ber­tad, igual­dad, ver­dad, res­pe­to de la dig­ni­dad hu­ma­na), mu­chas de du­do­sa exis­ten­cia em­pí­ri­ca, son sin em­bar­go el al­ma de las Cons­ti­tu­cio­nes po­lí­ti­cas de to­dos los paí­ses ci­vi­li­za­dos y pun­to de par­ti­da y cri­te­rio rec­tor de la re­gu­la­ción e in­ter­pre­ta­ción de to­dos los de­más de­re­chos de las per­so­nas. Ya no son na­tu­ra­les, son con­ven­cio­na­les y nos vie­nen muy bien pa­ra li­mi­tar el po­der es­ta­tal, res­trin­gir su ten­den­cia ine­vi­ta­ble al abu­so y ha­cer po­si­ble la con­vi­ven­cia pa­cí­fi­ca en una so­cie­dad de­mo­crá­ti­ca. A pe­sar de que no se se­pa muy bien en qué con­sis­ten es­tas ca­te­go­rias, las so­cie­da­des avan­za­das no es­tán dis­pues­tas a de­jar­las de la­do en vis­ta de su ren­di­do­ra uti­li­dad. Han lle­ga­do has­ta no­so­tros pa­ra que­dar­se, aun­que con otra ves­ti­men­ta.

Es­tos de­re­chos, des­pués de la he­ca­tom­be de la Se­gun­da Gue­rra Mun­dial, han tra­ta­do de ser pro­te­gi­dos más allá de los or­de­na­mien­tos ju­rí­di­cos na­cio­na­les, de mo­do que de las Cons­ti­tu­cio­nes pa­sa­ron a in­te­gra­rar los elen­cos de los gran­des pac­tos de de­re­chos hu­ma­nos de la se­gun­da mi­tad del si­glo XX36.

To­da es­te de­sa­rro­llo te­nía un sen­ti­do muy cla­ro pa­ra el sis­te­ma pu­ni­ti­vo. Los lla­ma­dos “de­re­chos hu­ma­nos” cum­plían la fun­ción de li­mi­tar y con­tro­lar el ejer­ci­cio del po­der pe­nal del Es­ta­do. Da­do que el de­re­cho pe­nal per­mi­te las más du­ras de to­das las in­je­ren­cias es­ta­ta­les en la li­ber­tad de los ciu­da­da­nos, su in­ter­ven­ción se de­be li­mi­tar ju­rí­di­ca­men­te de la ma­ne­ra más drás­ti­ca po­si­ble pa­ra in­ten­tar evi­tar su abu­so y la ar­bi­tra­rie­dad.

Aquí se de­be ha­cer hin­ca­pié en una idea sen­ci­lla, pe­ro cen­tral, que sir­ve de hi­lo con­duc­tor a las re­fle­xio­nes de es­te tra­ba­jo: de­bi­do a que el po­der pe­nal re­pre­sen­ta una reac­ción ra­di­cal, los lí­mi­tes y con­tro­les im­pues­tos a su ejer­ci­cio de­ben ser tam­bién ra­di­ca­les37.

Es­to lle­vó a que la re­la­ción en­tre de­re­chos hu­ma­nos y de­re­cho pe­nal fue­ra en­ten­di­da, des­de Bec­ca­ria has­ta Fe­rra­jo­li, pa­san­do por Loc­ke, Mon­tes­quieu, Fi­lan­gie­ri y Pa­ga­no, con el sig­ni­fi­ca­do si­guien­te: en ma­te­ria pe­nal los de­re­chos fun­da­men­ta­les se en­fren­tan al Es­ta­do co­mo fre­no a su po­der y en de­fen­sa ex­clu­si­va de los in­te­re­ses in­di­vi­dua­les pues­tos en pe­li­gro por la ac­ti­vi­dad pe­nal del Es­ta­do. Bien pen­sa­dos y bien en­ten­di­dos, los de­re­chos hu­ma­nos se ocu­pa­ban úni­ca­men­te de la pro­tec­ción del im­pu­ta­do, de la per­so­na que se en­fren­ta­ba al Es­ta­do y que se arries­ga­ba a su­frir las te­rri­bles con­se­cuen­cias del po­der pe­nal pú­bli­co, cu­ya apli­ca­ción, por ello, no po­día cons­ti­tuir, en mo­do al­gu­no, un fin ab­so­lu­to e ili­mi­ta­do.

En re­su­men: los de­re­chos hu­ma­nos es­ta­ban con­ce­bi­dos ex­clu­si­va­men­te pa­ra evi­tar la apli­ca­ción (abu­si­va) del de­re­cho pe­nal, nun­ca pa­ra re­cla­mar su apli­ca­ción (le­gí­ti­ma o ile­gí­ti­ma).

II. 2. El neo­pu­ni­ti­vis­mo ac­tual de or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas

II. 2. A. Des­crip­ción su­cin­ta del fe­nó­me­no

En Amé­ri­ca La­ti­na es ac­tual­men­te un he­cho pú­bli­co y no­to­rio, pe­ro tam­bién in­só­li­to, que los or­ga­nis­mos in­ter­na­cio­na­les de pro­tec­ción y las or­ga­ni­za­cio­nes de ac­ti­vis­tas de de­re­chos hu­ma­nos se han con­ver­ti­do en de­fen­so­res del neo­pu­ni­ti­vis­mo más ra­di­cal. El pun­to de re­co­no­ci­mien­to de es­ta dis­fun­ción cul­tu­ral se apre­cia a par­tir de un mar­ca­do fun­da­men­ta­lis­mo de lo pe­nal, que es el ras­go ca­rac­te­rís­ti­co del neo­pu­ni­ti­vis­mo ex­tre­mo. Aquí só­lo ilus­tra­ré es­ta co­no­ci­da pa­to­lo­gía ju­rí­di­ca con al­gu­nos ejem­plos.

II. 2. B.Pri­mer ejem­plo: el ca­so de la ma­sa­cre de “Ba­rrios Al­tos”

En el ca­so de­no­mi­na­do “Ba­rrios Al­tos” la Cor­te de De­re­chos Hu­ma­nos es­ta­ble­ci­da por la CADH38 se ocu­pó de una te­rri­ble ma­sa­cre co­me­ti­da a co­mien­zos de los años no­ven­ta en Pe­rú39. El ca­so es co­no­ci­do, tan­to en cuan­to a los he­chos co­mo res­pec­to de lo de­ci­di­do por la Cor­te con el alla­na­mien­to del Es­ta­do de­man­da­do, de mo­do que re­sul­ta in­ne­ce­sa­rio re­la­tar­lo aquí una vez más. Por cier­to que, pa­ra pre­ve­nir ma­len­ten­di­dos, de­be que­dar cla­ra­men­te “en ne­gro so­bre blan­co” lo si­guien­te: los he­chos del ca­so son in­dis­cu­ti­ble­men­te gra­ví­si­mos, atro­ces y son jus­ta­men­te los que jus­ti­fi­can, sin opo­si­ción ra­cio­nal aten­di­ble, la exis­ten­cia de un ins­tru­men­to tan vio­len­to y de­sa­for­tu­na­do co­mo el po­der pu­ni­ti­vo. Que la pre­ven­ción y la re­pre­sión de he­chos co­mo esos por par­te del de­re­cho pe­nal con­tri­bu­yen al ase­gu­ra­mien­to, aun­que só­lo sea ten­den­cial, de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de las per­so­nas da­ña­das o ame­na­za­dos por ellos, es al­go que po­de­mos sus­cri­bir de mo­do ca­te­gó­ri­co, pues es­tá sin du­da más allá de lo opi­na­ble. Aho­ra bien, lo an­te­di­cho no pue­de ser­vir de pa­ra­pe­to pa­ra que un sis­te­ma in­ter­na­cio­nal de pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos, fun­da­do en aquel re­co­no­ci­mien­to éti­co y en es­ta fun­ción po­lí­ti­ca, cai­ga en la de­si­dia de con­si­de­rar que siem­pre, ili­mi­ta­da­men­te, con re­la­ja­mien­to de los de­re­chos de los acu­sa­dos y sin al­ter­na­ti­vas hay que apli­car a es­tos ca­sos el cas­ti­go pu­ni­ti­vo (po­der pe­nal ab­so­lu­to). Es de es­pe­rar, por el con­tra­rio, que quien tra­ta de jus­ti­fi­car su em­pre­sa en el en­tu­sias­mo des­me­di­do e ili­mi­ta­do por lo pe­nal tro­pie­ce tar­de o tem­pra­no con los prin­ci­pios de la cul­tu­ra ju­rí­di­ca40.

En la sen­ten­cia en cues­tión la Cor­te, en lo ideo­ló­gi­co, re­su­mió y pre­ci­só un cier­to me­sia­nis­mo pe­nal al rei­te­rar y des­cri­bir me­jor que nun­ca su co­no­ci­da exi­gen­cia in­tran­si­gen­te de so­me­ti­mien­to a una úni­ca ma­ne­ra de con­ce­bir, sin al­ter­na­ti­vas, el de­re­cho pe­nal, la so­la ra­tio, en con­tra de los pos­tu­la­dos ele­men­ta­les de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta. Es­ta pos­tu­ra tras­cien­de las ne­ce­si­da­des del ca­so, por­que una co­sa era de­cla­rar ile­gí­ti­ma una au­to-am­nis­tía, al­go a to­das lu­ces co­rrec­to, y otra for­mu­lar una ideo­lo­gía ex­tre­ma se­gún la cual en ma­te­ria de gra­ves vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos son ile­gí­ti­mas to­das las op­cio­nes a la con­de­na­ción pe­nal. Si el de­re­cho pe­nal siem­pre de­be ser y no pue­de de­jar de ser apli­ca­do por nin­gún mo­ti­vo, ni de­ro­ga­do ni re­le­ga­do por so­lu­cio­nes no pu­ni­ti­vas, en­ton­ces de la ul­ti­ma ra­tio de los ma­nua­les de de­re­cho pe­nal no que­da na­da. Pa­ra la Cor­te, res­pec­to de las vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos, el de­re­cho pe­nal pa­re­ce ser un via­je de ida, un ca­lle­jón sin sa­li­da. Es­ta con­fian­za in­mo­ti­va­da y des­me­di­da en lo pe­nal co­mo bien­he­chor ili­mi­ta­do se ex­pre­sa en los pá­rra­fos si­guien­tes de la sen­ten­cia men­cio­na­da:

“41. Es­ta Cor­te con­si­de­ra que son inad­mi­si­bles las dis­po­si­cio­nes de am­nis­tía, las dis­po­si­cio­nes de pres­crip­ción y el es­ta­ble­ci­mien­to de ex­clu­yen­tes de res­pon­sa­bi­li­dad que pre­ten­dan im­pe­dir la in­ves­ti­ga­ción y san­ción de los res­pon­sa­bles de las vio­la­cio­nes gra­ves de los de­re­chos hu­ma­nos”.

“42. La Cor­te, con­for­me a lo ale­ga­do por la Co­mi­sión y no con­tro­ver­ti­do por el Es­ta­do, con­si­de­ra que las le­yes de am­nis­tía adop­ta­das por el Pe­rú im­pi­die­ron que los fa­mi­lia­res de las víc­ti­mas y las víc­ti­mas so­bre­vi­vien­tes en el pre­sen­te ca­so fue­ran oí­das por un juez, con­for­me a lo se­ña­la­do en el ar­tí­cu­lo 8.1 de la Con­ven­ción; vio­la­ron el de­re­cho a la pro­tec­ción ju­di­cial con­sa­gra­do en el ar­tí­cu­lo 25 de la Con­ven­ción; im­pi­die­ron la in­ves­ti­ga­ción, per­se­cu­ción, cap­tu­ra, en­jui­cia­mien­to y san­ción de los res­pon­sa­bles de los he­chos ocu­rri­dos en Ba­rrios Al­tos, in­cum­plien­do el ar­tí­cu­lo 1.1 de la Con­ven­ción, y obs­tru­ye­ron el es­cla­re­ci­mien­to de los he­chos del ca­so”.

En es­ta sen­ten­cia, por lo de­más, en el vo­to con­cu­rren­te del juez Ser­gio Gar­cía Ra­mí­rez se ha­bla de la

“con­vic­ción, aco­gi­da en el De­re­cho in­ter­na­cio­nal de los de­re­chos hu­ma­nos y en las más re­cien­tes ex­pre­sio­nes del De­re­cho pe­nal in­ter­na­cio­nal, de que es inad­mi­si­ble la im­pu­ni­dad de las con­duc­tas que afec­tan más gra­ve­men­te los prin­ci­pa­les bie­nes ju­rí­di­cos su­je­tos a la tu­te­la de am­bas ma­ni­fes­ta­cio­nes del De­re­cho in­ter­na­cio­nal. La ti­pi­fi­ca­ción de esas con­duc­tas y el pro­ce­sa­mien­to y san­ción de sus au­to­res –así co­mo de otros par­ti­ci­pan­tes– cons­ti­tu­ye una obli­ga­ción de los Es­ta­dos, que no pue­de elu­dir­se a tra­vés de me­di­das ta­les co­mo la am­nis­tía, la pres­crip­ción, la ad­mi­sión de cau­sas ex­clu­yen­tes de in­cri­mi­na­ción y otras que pu­die­ran lle­var a los mis­mos re­sul­ta­dos y de­ter­mi­nar la im­pu­ni­dad de ac­tos que ofen­den gra­ve­men­te esos bie­nes ju­rí­di­cos pri­mor­dia­les”.

Ob­sér­ve­se que en­tre las cau­sas pro­hi­bi­das de im­pu­ni­dad agre­ga al fi­nal de la lis­ta a “otras”, de mo­do que, por ejem­plo, a la pros­crip­ción de la im­pu­ni­dad pa­re­ce no es­ca­par ni la ab­so­lu­ción por fal­ta de prue­bas ni la que se fun­da en el no apro­ve­cha­mien­to de co­no­ci­mien­to ob­te­ni­do ile­gí­ti­ma­men­te.

Co­mo se pue­de ver se tra­ta de una de­vo­ción por lo pe­nal a ul­tran­za y por la apli­ca­ción del de­re­cho pe­nal a cual­quier pre­cio (por cier­to, a cua­tro años de la sen­ten­cia de la Cor­te el pro­ce­so se­gui­do en el Pe­rú con­tra los im­pli­ca­dos en la ma­sa­cre no ha con­clui­do). Es evi­den­te que es­ta ideo­lo­gía de una pu­ni­ción in­fi­ni­ta no ad­mi­te al­ter­na­ti­vas al de­re­cho pe­nal. Afir­mar es­to de un mo­do tan ca­te­gó­ri­co y sin to­le­ran­cia por so­lu­cio­nes sus­ti­tu­ti­vas de lo pu­ni­ti­vo equi­va­le a re­fun­dar un de­re­cho pe­nal me­die­val y con­trai­lus­tra­do ya su­pe­ra­do por la hu­ma­ni­dad ha­ce mu­cho tiem­po41. Por ello, en ma­te­ria pe­nal, se pue­de de­cir que la ju­ris­pru­den­cia ac­tual de la Cor­te IDH atra­sa unos 200 años.

II. 2. C. Se­gun­do ejem­plo: el ca­so del in­for­tu­nio del jo­ven Bu­la­cio

La apli­ca­ción de es­ta ideo­lo­gía es to­da­vía más des­ta­ca­ble en el ca­so “Bu­la­cio”42. Si en “Ba­rrios Al­tos” po­día­mos de­cir que los he­chos eran atro­ces y gra­ví­si­mos, en “Bu­la­cio” no hay na­da de es­to. Los he­chos tam­bién son muy co­no­ci­dos por to­dos, así que no me de­ten­dré en re­pe­tir­los de­ta­lla­da­men­te. Bas­te con afir­mar que no es­ta­mos an­te una ma­sa­cre. Aquí es­ta­mos an­te la de­ten­ción de una per­so­na que in­ten­ta­ba dis­fru­tar, apa­ren­te­men­te sin pa­gar, de un con­cier­to, que pa­re­ce ha­ber re­ci­bi­do ma­los tra­tos de par­te de la po­li­cía y que fa­lle­ció no por ello, si­no por otra cir­cuns­tan­cia (es­to úl­ti­mo es tan cla­ro que el so­bre­sei­mien­to de los im­pu­ta­dos de ho­mi­ci­dio no fue cues­tio­na­do por los acu­sa­do­res en su mo­men­to). Al Es­ta­do se le im­pu­ta, y lo acep­ta, el in­cum­pli­mien­to de va­rias dis­po­si­cio­nes re­la­ti­vas a la re­gu­la­ri­dad de la eje­cu­ción de la de­ten­ción, ma­los tra­tos y una fal­ta de cui­da­do con el de­te­ni­do que tal vez pu­die­ra ha­ber evi­ta­do su muer­te. Tam­bién se ad­mi­te la vio­la­ción por par­te del Es­ta­do de su de­ber de es­cla­re­cer ju­di­cial­men­te el he­cho en un pla­zo ra­zo­na­ble y san­cio­nar a los cul­pa­bles, al­go que se con­si­de­ra de­re­cho del ofen­di­do. Co­mo se pue­de ver, de gra­ve vio­la­ción a los de­re­chos hu­ma­nos no que­da, en ver­dad, ras­tro al­gu­no. Alla­na­do el Es­ta­do la Cor­te re­sol­vió las re­pa­ra­cio­nes que que­da­ban en dis­cu­sión. Ade­más de las ma­te­ria­les e in­ma­te­ria­les re­sol­vió, tras re­cor­dar su ju­ris­pru­den­cia pro pe­nal a cual­quier pre­cio (pun­to 110), que el Es­ta­do de­bía cas­ti­gar a ul­tran­za a los im­pu­ta­dos de los he­chos. Se di­jo al res­pec­to que:

“111. La pro­tec­ción ac­ti­va del de­re­cho a la vi­da y de los de­más de­re­chos con­sa­gra­dos en la Con­ven­ción Ame­ri­ca­na, se en­mar­ca en el de­ber es­ta­tal de ga­ran­ti­zar el li­bre y ple­no ejer­ci­cio de los de­re­chos de to­das las per­so­nas ba­jo la ju­ris­dic­ción de un Es­ta­do, y re­quie­re que és­te adop­te las me­di­das ne­ce­sa­rias pa­ra cas­ti­gar la pri­va­ción de la vi­da y otras vio­la­cio­nes a los de­re­chos hu­ma­nos, así co­mo pa­ra pre­ve­nir que se vul­ne­re al­gu­no de es­tos de­re­chos por par­te sus pro­pias fuer­zas de se­gu­ri­dad o de ter­ce­ros que ac­túen con su aquies­cen­cia”.

“113. La Cor­te ob­ser­va que des­de el 23 de ma­yo de 1996, fe­cha en la que se co­rrió tras­la­do a la de­fen­sa del pe­di­do fis­cal de 15 años de pri­sión con­tra el Co­mi­sa­rio E., por el de­li­to rei­te­ra­do de pri­va­ción ile­gal de li­ber­tad ca­li­fi­ca­da, la de­fen­sa del im­pu­ta­do pro­mo­vió una ex­ten­sa se­rie de di­fe­ren­tes ar­ti­cu­la­cio­nes y re­cur­sos (pe­di­dos de pró­rro­ga, re­cu­sa­cio­nes, in­ci­den­tes, ex­cep­cio­nes, in­com­pe­ten­cias, nu­li­da­des, en­tre otros), que han im­pe­di­do que el pro­ce­so pu­die­ra avan­zar has­ta su cul­mi­na­ción na­tu­ral, lo que ha da­do lu­gar a que se opu­sie­ra la pres­crip­ción de la ac­ción pe­nal”.

“116. En cuan­to a la in­vo­ca­da pres­crip­ción de la cau­sa pen­dien­te a ni­vel de de­re­cho in­ter­no (su­pra 106.a y 107.a), es­te Tri­bu­nal ha se­ña­la­do que son inad­mi­si­bles las dis­po­si­cio­nes de pres­crip­ción o cual­quier obs­tá­cu­lo de de­re­cho in­ter­no me­dian­te el cual se pre­ten­da im­pe­dir la in­ves­ti­ga­ción y san­ción de los res­pon­sa­bles de las vio­la­cio­nes de de­re­chos hu­ma­nos”.

“119. Ade­más, con­vie­ne des­ta­car que el Es­ta­do ha acep­ta­do su res­pon­sa­bi­li­dad in­ter­na­cio­nal en el pre­sen­te ca­so por la vio­la­ción de los ar­tí­cu­los 8 y 25 de la Con­ven­ción Ame­ri­ca­na, que con­sa­gran los de­re­chos a las ga­ran­tías ju­di­cia­les y a la pro­tec­ción ju­di­cial, res­pec­ti­va­men­te, en per­jui­cio de Wal­ter Da­vid Bu­la­cio y sus fa­mi­lia­res (su­pra 31-38). Asi­mis­mo, es­ta Cor­te ha te­ni­do co­mo pro­ba­do (su­pra 69.C.6) que a pe­sar de ha­ber­se ini­cia­do va­rios pro­ce­sos ju­di­cia­les, has­ta la fe­cha más de do­ce años des­pués de los he­chos na­die ha si­do san­cio­na­do co­mo res­pon­sa­ble de és­tos. En con­se­cuen­cia, se ha con­fi­gu­ra­do una si­tua­ción de gra­ve im­pu­ni­dad”.

“120. La Cor­te en­tien­de co­mo im­pu­ni­dad la fal­ta en su con­jun­to de in­ves­ti­ga­ción, per­se­cu­ción, cap­tu­ra, en­jui­cia­mien­to y con­de­na de los res­pon­sa­bles de las vio­la­cio­nes de los de­re­chos pro­te­gi­dos por la Con­ven­ción Ame­ri­ca­na, to­da vez que el Es­ta­do tie­ne la obli­ga­ción de com­ba­tir tal si­tua­ción por to­dos los me­dios le­ga­les dis­po­ni­bles ya que la im­pu­ni­dad pro­pi­cia la re­pe­ti­ción cró­ni­ca de las vio­la­cio­nes de de­re­chos hu­ma­nos y la to­tal in­de­fen­sión de las víc­ti­mas y de sus fa­mi­lia­res”.

121. A la luz de lo an­te­rior, es ne­ce­sa­rio que el Es­ta­do pro­si­ga y con­clu­ya la in­ves­ti­ga­ción del con­jun­to de los he­chos y san­cio­ne a los res­pon­sa­bles de los mis­mos”.

Es­ta sen­ten­cia sí que es real­men­te me­mo­ra­ble. En el ca­so no exis­te im­pu­ta­ción de una muer­te do­lo­sa, no pue­de ha­blar­se de tor­tu­ra, en to­do ca­so de unos mal­tra­tos (que, por lo de­más, fue­ron acep­ta­dos, no pro­ba­dos), de irre­gu­la­ri­da­des res­pec­to de los re­qui­si­tos de la de­ten­ción y de una fal­ta de cui­da­do de la cual se des­co­no­ce si de ha­ber si­do evi­ta­da se hu­bie­ra im­pe­di­do la muer­te del in­for­tu­na­do Bu­la­cio. Es­to no pue­de ser nun­ca una gra­ve vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos. Ade­más, se pres­cin­de por com­ple­to de las vio­la­cio­nes a los de­re­chos hu­ma­nos del acu­sa­do, so­me­ti­do a pro­ce­so por más de una dé­ca­da, co­sa que inex­pli­ca­ble­men­te se le acha­ca a él por ha­ber uti­li­za­do las fa­cul­ta­des, de­re­chos y re­cur­sos que le brin­da la ley, al­go que pa­ra la Cor­te es “abu­si­vo”. No­ta­ble for­ma de in­ter­pre­tar los de­re­chos del acu­sa­do por par­te de un ór­ga­no pues­to pa­ra su­per­vi­sar el res­pe­to de ta­les de­re­chos. Se pue­de apre­ciar así co­mo el fun­da­men­ta­lis­mo neo­pu­ni­ti­vis­ta de la Cor­te IDH lle­ga a su pun­to cul­mi­nan­te.

II. 2. D. Ter­cer ejem­plo: La Cor­te que no es­tá so­la y es­pe­ra

El neo­pu­ni­ti­vis­mo es con­ta­gio­so, es una pla­ga que lo in­va­de to­do, una pan­de­mia. El im­pu­ta­do del ca­so Bu­la­cio, acu­sa­do fi­nal­men­te de he­chos me­no­res, no de una ma­sa­cre ni de un ho­mi­ci­dio, fue sen­sa­ta­men­te so­bre­seí­do por pres­crip­ción des­pués de tre­ce años de pro­ce­so sin sen­ten­cia. El acier­to de es­ta so­lu­ción, so­bre to­do des­de la pers­pec­ti­va del de­re­cho fun­da­men­tal del acu­sa­do a un jui­cio rá­pi­do, no pa­re­ce po­der ser dis­cu­ti­do. Di­cha de­ci­sión, tras su­pe­rar dos ins­tan­cias, fue ob­je­ta­da tam­bién an­te la Cor­te Su­pre­ma na­cio­nal. La de­ci­sión de nues­tra Cor­te, por me­ra coin­ci­den­cia se­gu­ra­men­te, es­pe­ró a la sen­ten­cia pre­via de la Cor­te IDH, men­cio­na­da en el pun­to an­te­rior.

En una re­so­lu­ción inau­di­ta, la Cor­te Su­pre­ma re­co­no­ció, pri­me­ro, que la pres­crip­ción de­cla­ra­da era co­rrec­ta e inob­je­ta­ble ju­rí­di­ca­men­te (con­sids. 3 y 4), pe­ro, a pe­sar de que ello era fun­da­men­to su­fi­cien­te pa­ra re­cha­zar ya el re­cur­so de los acu­sa­do­res, di­jo, en se­gun­do lu­gar, que no lo ha­ría, si­no que, an­tes bien, lo aco­ge­ría y de­ja­ría sin efec­to la pres­crip­ción por­que ra­ti­fi­car­la iría en con­tra de lo “de­ci­di­do por la Cor­te In­te­ra­me­ri­ca­na de De­re­chos Hu­ma­nos en su sen­ten­cia del 18 de sep­tiem­bre de 2003 en el ca­so “Bu­la­cio vs. Ar­gen­ti­na”, en el que se de­cla­ra­ra la res­pon­sa­bi­li­dad in­ter­na­cio­nal del Es­ta­do Ar­gen­ti­no –en­tre otros pun­tos– por la de­fi­cien­te tra­mi­ta­ción de es­te ex­pe­dien­te” (con­sid. 5). A pe­sar de que la Cor­te re­co­no­ció que no es­ta­ba an­te un su­pues­to de im­pres­crip­ti­bi­li­dad (por tan­to, que no es uno de los ca­sos de “gra­ve vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos” que la es­ta­ble­cen [crí­me­nes de gue­rra, con­tra la hu­ma­ni­dad, en fin, las fi­gu­ras del Es­ta­tu­to de Ro­ma]) di­jo que, en vir­tud de que la Cor­te IDH sos­tu­vo que igual el he­cho era im­pes­crip­ti­ble, no po­día ser con­si­de­ra­do pres­crip­to (con­sid. 10).

La Cor­te, no obs­tan­te, re­co­no­ce la ar­bi­tra­rie­dad de lo que es­tá re­sol­vien­do y con­fie­sa su im­po­ten­cia:

“Co­rres­pon­de de­jar sen­ta­do que es­ta Cor­te no com­par­te el cri­te­rio res­tric­ti­vo del de­re­cho de de­fen­sa que se des­pren­de de la re­so­lu­ción del tri­bu­nal in­ter­na­cio­nal men­cio­na­do. En efec­to, tal co­mo ya se se­ña­ló en es­te mis­mo ex­pe­dien­te (conf. Fa­llos: 324:4135, vo­to de los jue­ces Pe­trac­chi y Bos­sert), son los ór­ga­nos es­ta­ta­les quie­nes tie­nen a su car­go el de­ber de ase­gu­rar que el pro­ce­so se de­sa­rro­lle nor­mal­men­te, y sin di­la­cio­nes in­de­bi­das. Ha­cer caer so­bre el pro­pio im­pu­ta­do los efec­tos de la in­frac­ción a ese de­ber, sea que ella se ha­ya pro­du­ci­do por la de­si­dia ju­di­cial o por la ac­ti­vi­dad im­pru­den­te del le­tra­do que asu­me a su car­go la de­fen­sa téc­ni­ca, pro­du­ce una res­tric­ción al de­re­cho de de­fen­sa di­fí­cil de le­gi­ti­mar a la luz del de­re­cho a la in­vio­la­bi­li­dad de di­cho de­re­cho con­for­me el art. 18 de la Cons­ti­tu­ción Na­cio­nal” (con­sid. 12).

La sen­ten­cia re­co­no­ce tam­bién en qué for­ma la ideo­lo­gía pe­nal, que en es­te tra­ba­jo se ca­rac­te­ri­za co­mo neo­pu­ni­ti­vis­mo, ha in­ver­ti­do los va­lo­res de la cul­tu­ra pe­nal, de mo­do de ol­vi­dar que fren­te a un ca­so pe­nal la prio­ri­dad la tie­nen los de­re­chos del acu­sa­do pa­ra pa­sar a ce­der el pa­so a una ju­rí­di­ca­men­te in­con­ce­bi­ble prio­ri­dad de la víc­ti­ma. Di­ce la Cor­te con to­da cla­ri­dad que:

“El fa­llo de la Cor­te In­te­ra­me­ri­ca­na so­lu­cio­na la co­li­sión en­tre los de­re­chos del im­pu­ta­do a una de­fen­sa am­plia y a la de­ci­sión del pro­ce­so en un pla­zo ra­zo­na­ble –ín­ti­ma­men­te re­la­cio­na­do con la pres­crip­ción de la ac­ción pe­nal co­mo uno de los ins­tru­men­tos idó­neos pa­ra ha­cer va­ler ese de­re­cho (conf. ci­tas de Fa­llos: 322:360, vo­to de los jue­ces Pe­trac­chi y Bog­gia­no, con­si­de­ran­do 9°)–, a tra­vés de su su­bor­di­na­ción a los de­re­chos del acu­sa­dor, con fun­da­men­to en que se ha cons­ta­ta­do en el ca­so una vio­la­ción a los de­re­chos hu­ma­nos en los tér­mi­nos de la Con­ven­ción Ame­ri­ca­na so­bre De­re­chos Hu­ma­nos. Ello, por cier­to, bien pue­de bas­tar pa­ra ge­ne­rar la res­pon­sa­bi­li­dad in­ter­na­cio­nal del Es­ta­do in­frac­tor, pe­ro no pa­ra es­pe­ci­fi­car cuá­les son las res­tric­cio­nes le­gí­ti­mas a los de­re­chos pro­ce­sa­les de los in­di­vi­duos que re­sul­ten im­pu­ta­dos pe­nal­men­te co­mo au­to­res o cóm­pli­ces del he­cho que ori­gi­na la de­cla­ra­ción de res­pon­sa­bi­li­dad in­ter­na­cio­nal” (con­sid. 14).

La cor­te tam­bién des­ta­ca, con ra­zón, que la so­lu­ción de su­pri­mir en el ca­so los de­re­chos del im­pu­ta­do pro­vie­ne de un asun­to fi­nal­men­te no con­ten­cio­so (el ca­so an­te la Cor­te IDH) en el cual el im­pu­ta­do no fue par­te, ni fue es­cu­cha­do ni pu­do par­ti­ci­par en la ve­ri­fi­ca­ción de unos he­chos cu­ya exis­ten­cia, sin prue­ba ni de­ba­te, fue só­lo “re­co­no­ci­da” por acuer­do en­tre que­re­llan­tes y Es­ta­do (con­sid. 15).

En fin, se tra­ta de una sen­ten­cia ju­rí­di­ca­men­te inex­pli­ca­ble que in­tro­du­ce de­ci­di­da­men­te la “nue­va ola del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos” en el de­re­cho ar­gen­ti­no. De aho­ra en más, sean acu­sa­dos de gra­ves vio­la­cio­nes a los de­re­chos hu­ma­nos o no, los im­pu­ta­dos no se­rán más las per­so­nas pro­te­gi­das por los de­re­chos fun­da­men­ta­les, si­no aque­llos que de­be­rán ser siem­pre con­de­na­dos a ul­tran­za, sin re­co­no­ci­mien­to de de­re­cho su­pe­rior al­gu­no, pues el fin pri­mor­dial del de­re­cho fren­te a lo pe­nal ya no es más la pro­tec­ción del im­pu­ta­do, si­no de la víc­ti­ma, y a la víc­ti­ma só­lo se la pro­te­ge cas­ti­gan­do y ha­cién­do­lo co­mo sea.

Se re­co­no­ce ex­pre­sa­men­te en el ca­so que al im­pu­ta­do se le ha vio­la­do su de­re­cho hu­ma­no a la du­ra­ción ra­zo­na­ble del pro­ce­so. Fren­te a la sen­ten­cia de la Cor­te Su­pre­ma, que no obs­tan­te ello man­da que si­ga so­me­ti­do a un pro­ce­so así de re­co­no­ci­da du­ra­ción irra­zo­na­ble (y ya no se sa­be ade­más de cuán­ta du­ra­ción más to­da­vía), al im­pu­ta­do se le pue­de con­so­lar, pa­ra­fra­sean­do la co­no­ci­da fi­gu­ra per­ge­ña­da por Dau­mier pa­ra el tri­bu­nal de ca­sa­ción, di­cién­do­le que no se preo­cu­pe por la vio­la­ción de ese de­re­cho fun­da­men­tal por par­te de la Cor­te Su­pre­ma, pues to­da­vía pue­de lle­var el ca­so an­te el sis­te­ma in­te­ra­me­ri­ca­no de pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos pa­ra en­con­trar re­pa­ra­ción por la fla­gran­te vio­la­ción.

II. 2. E. Cuar­to ejem­plo: La des­fi­gu­ra­ción to­tal de la fun­ción de los de­re­chos hu­ma­nos en los ca­sos “AMIA” y “Ca­be­zas”

El se­ña­la­do neo­pu­ni­ti­vis­mo de or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas se tra­du­ce en que siem­pre que un he­cho gra­ve ha su­ce­di­do de­be ha­ber cas­ti­go. Da­do que es­tos ac­to­res de la po­lí­ti­ca cri­mi­nal no ad­mi­ten, co­mo se ha vis­to, for­ma al­gu­na de no pu­ni­bi­li­dad, su ideo­lo­gía se efec­ti­vi­za en que de­be ha­ber cas­ti­go de cual­quier ma­ne­ra, a cual­quier pre­cio.

En Ar­gen­ti­na tu­vi­mos otros dos ca­sos no­to­rios de ter­gi­ver­sa­ción de las fun­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos de­bi­das al au­ge neo­pu­ni­ti­vis­ta.

En el ca­so lla­ma­do “AMIA” (un aten­ta­do sal­va­je y atroz con­tra una ins­ti­tu­ción tra­di­cio­nal de la co­mu­ni­dad ju­día ar­gen­ti­na que de­jó un sin­nú­me­ro de víc­ti­mas) no pu­do es­ta­ble­cer­se ab­so­lu­ta­men­te na­da acer­ca de quié­nes fue­ron los ver­da­de­ros or­ga­ni­za­do­res del he­cho. Apa­ren­te­men­te, quien ha­bría si­do el au­tor ma­te­rial, cu­yo nom­bre no se co­no­ce, mu­rió en el mo­men­to de co­me­ter el he­cho. Creo que el pri­mer error co­me­ti­do en el ca­so, y co­me­ti­do co­lec­ti­va­men­te, fue asu­mir con fun­da­men­ta­lis­mo una cier­ta so­ber­bia éti­ca y pu­ni­ti­va, al­go que es co­mún a to­do es­te ti­po de ca­sos y que se apli­ca tam­bién a los he­chos del lla­ma­do ni­ne-ele­ven. Ese error con­sis­te en creer que esos he­chos son, an­te to­do y so­bre to­do, ca­sos pe­na­les. De­trás de es­ta con­fu­sión se de­sen­ca­de­na una se­rie in­ter­mi­na­ble de ma­len­ten­di­dos ju­rí­di­cos. Re­su­mi­da­men­te, en el pro­ce­so por la lla­ma­da “vo­la­du­ra de la AMIA” (los he­chos son ya pú­bli­cos y no­to­rios) se lle­vó a ca­bo du­ran­te una dé­ca­da un en­jui­cia­mien­to sin prue­bas con­tra per­so­na­jes me­no­res cu­yos de­re­chos fun­da­men­ta­les co­mo im­pu­ta­dos fue­ron arra­sa­dos, to­do lo cual fue pues­to fun­da­da y va­lien­te­men­te al des­cu­bier­to (aun­que ya era más que co­no­ci­do) por la sen­ten­cia que, se­gún es de es­pe­rar, de­be po­ner fin a es­ta far­sa de pro­ce­so43.

Otro ejem­plo es el del des­gra­cia­do ca­so “Ca­be­zas” (el ase­si­na­to de una per­so­na mien­tras de­sem­pe­ña­ba su tra­ba­jo en un lu­gar de des­can­so de la cos­ta bo­nae­ren­se [los he­chos tam­bién son per­fec­ta­men­te co­no­ci­dos por to­do el mun­do, en mi ca­so de­bo re­co­no­cer que los he es­tu­dia­do a fon­do re­cien­te­men­te por ra­zo­nes pro­fe­sio­na­les que por su­pues­to en­tur­bian la im­par­cia­li­dad de mi re­la­to, aun­que el lec­tor po­drá ve­ri­fi­car mis afir­ma­cio­nes por sí mis­mo]). En aras de que tan gra­ve crí­men no que­de im­pu­ne se bus­có cul­pa­bles más con la ima­gi­na­ción y el ru­mor que con la prue­ba. Así se lle­gó a una con­de­na­ción in­ve­ro­sí­mil, a pe­nas ele­va­dí­si­mas, de per­so­nas res­pec­to de las cua­les no exis­tían más que in­di­cios dé­bi­les y con­fu­sos de su par­ti­ci­pa­ción en el he­cho. Por lo de­más, to­das las ga­ran­tías ju­di­cia­les de los im­pu­ta­dos fue­ron fla­gran­te­men­te vio­la­das. Por ci­tar só­lo un ma­no­jo de vio­la­cio­nes: el mis­mo tri­bu­nal que par­ti­ci­pó de­ci­di­da­men­te de la ins­truc­ción (fun­dó el pro­ce­sa­mien­to y pri­sión pre­ven­ti­va de los acu­sa­dos) lle­vó a ca­bo el jui­cio y dic­tó la con­de­na (sí, yo tam­bién me fro­té va­rias ve­ces los ojos cuan­do leí es­to por pri­me­ra vez); la pri­sión pre­ven­ti­va y la acu­sa­ción se fun­dó en la de­cla­ra­ción de un pe­ri­to mé­di­co que di­jo que du­ran­te el exa­men de un im­pu­ta­do és­te le re­co­no­ció quie­nes ha­bían co­me­ti­do el cri­men; la fal­ta ab­so­lu­ta de prue­bas hi­zo que no se pu­die­ran co­no­cer los he­chos y que por con­si­guien­te la acu­sa­ción fue­ra com­ple­ta­men­te in­de­ter­mi­na­da; se re­cu­rrió a re­com­pen­sas, in­ten­tos de in­tro­du­dir la ne­fas­ta fi­gu­ra del arre­pen­ti­do y has­ta a cier­tos pro­ce­di­mien­tos má­gi­cos pa­ra ob­te­ner prue­bas (sí, es cier­to). Los im­pu­ta­dos lle­van tam­bién ca­si una dé­ca­da de pro­ce­so y ca­si otro tan­to en pri­sión pre­ven­ti­va sin sen­ten­cia fir­me. El ca­so cons­ti­tu­ye la ma­yor ver­güen­za que se co­noz­ca en la his­to­ria de la pro­tec­ción de los de­re­chos de los acu­sa­dos en la De­mo­cra­cia ar­gen­ti­na44.

Pe­ro lo que aho­ra quie­ro des­ta­car de es­tos dos ca­sos sor­pren­den­tes es só­lo el he­cho ex­traor­di­na­rio de que en am­bos las ins­ti­tu­cio­nes de pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos es­ta­ban del la­do... de los acu­sa­do­res (!). Las aso­cia­cio­nes de de­re­chos hu­ma­nos han pa­tro­ci­na­do la ini­cia­ti­va de un gru­po de acu­sa­do­res del ca­so “AMIA” de lle­var el asun­to an­te la Com. IDH por vio­la­ción de los de­re­chos de las víc­ti­mas. En el ca­so “Ca­be­zas” han ac­tua­do co­mo que­re­llan­tes en re­pre­sen­ta­ción de una aso­cia­ción pro­fe­sio­nal con­ver­ti­da inex­pli­ca­ble­men­te en víc­ti­ma en el sen­ti­do ju­rí­di­co-pro­ce­sal. Efec­ti­va­men­te, es el mun­do del re­vés. En lu­gar de ejer­cer una fun­ción de con­trol del res­pe­to de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de las per­so­nas en­fren­ta­das a la vio­len­cia pú­bli­ca los su­pues­tos de­fen­so­res im­par­cia­les de los de­re­chos hu­ma­nos es­ti­mu­lan y par­ti­ci­pan ale­gre­men­te del fes­tín de vio­la­cio­nes de los de­re­chos de los acu­sa­dos.

II. 3. Co­ro­la­rio

Es­tos ejem­plos mues­tran los es­tra­gos que ha cau­sa­do el neo­pu­ni­ti­vis­mo en el lla­ma­do de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos. En re­su­men, la eu­fo­ria en fa­vor de las ven­ta­jas de la pe­na pú­bli­ca co­mo so­lu­ción pri­mor­dial e ire­nun­cia­ble pa­ra las gra­ves vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos (y de las no tan gra­ves) ha lle­va­do a or­ga­nis­mos in­ter­na­cio­na­les y a ac­ti­vis­tas a pre­go­nar y prac­ti­car ine­xo­ra­ble­men­te la vio­la­ción de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los acu­sa­dos de esos he­chos.

Teó­ri­ca­men­te es­ta vi­sión neo­pu­ni­ti­vis­ta del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos se des­com­po­ne en tres se­cuen­cias ana­lí­ti­cas: La tras­no­cha­da idea de un de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal al cas­ti­go pe­nal, un es­ta­do de áni­mo irra­cio­nal­men­te pro­pen­so a otor­gar sa­tis­fac­ción pu­ni­ti­va a la víc­ti­ma y el in­sen­sa­to re­pu­dio ab­so­lu­to de to­da so­lu­ción que no sea pe­nal­men­te con­de­na­to­ria.

III. Ob­ser­va­cio­nes crí­ti­cas acer­ca de la de­so­rien­ta­ción

neo­pu­ni­ti­vis­ta: el su­pues­to de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal al cas­ti­go,

la víc­ti­ma co­mo ex­cu­sa y la fo­bia al de­re­cho no pe­nal

III. 1. Un in­ve­ro­sí­mil de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal al cas­ti­go

Una ilu­sión en fa­vor de la exis­ten­cia de de­li­tos in­de­ro­ga­bles por ra­zo­nes cons­ti­tu­cio­na­les ha si­do de­sa­rro­lla­da a par­tir, por ejem­plo, de de­ci­sio­nes co­mo las del Tri­bu­nal Cons­ti­tu­cio­nal Fe­de­ral ale­mán que con­si­de­ra­ron in­cons­ti­tu­cio­nal la ley que es­ta­ble­cía la im­pu­ni­dad pa­ra el abor­to ba­jo de­ter­mi­na­das cir­cuns­tan­cias45. Ello ge­ne­ró una doc­tri­na, a par­tir de au­to­res ita­lia­nos pe­ro des­pués bas­tan­te di­vul­ga­da, se­gún la cual exis­ten obli­ga­cio­nes cons­ti­tu­cio­na­les de pu­nir co­mo for­ma de pro­te­ger los de­re­chos fun­da­men­ta­les. En prin­ci­pio se de­be re­co­no­cer que una co­sa es la idea pro­ve­cho­sa de cir­cuns­cri­bir fa­cul­ta­ti­va­men­te el de­re­cho pe­nal a la pro­tec­ción de los de­re­chos fun­da­men­ta­les más im­por­tan­tes46, al­go que tie­ne una ex­traor­di­na­ria­men­te fe­cun­da ca­pa­ci­dad pa­ra fun­dar los li­nea­mien­tos fi­lo­só­fi­cos de un de­re­cho pe­nal li­be­ral, y otra co­sa es pen­sar que to­do de­re­cho re­co­no­ci­do por la Cons­ti­tu­ción tie­ne que es­tar tu­te­la­do pe­nal­men­te47. Pe­ro si son to­dos los de­re­chos fun­da­men­ta­les los que de­ben ser pro­te­gi­dos pe­nal­men­te, lo cual im­pli­ca la pro­tec­ción pe­nal tam­bién de to­das sus ma­ni­fes­ta­cio­nes, ello se­ría in­con­ce­bi­ble, pues las dis­po­si­cio­nes del Có­di­go Pe­nal se­rían in­ter­mi­na­bles: to­do en el or­den ju­rí­di­co, en úl­ti­ma ins­tan­cia, es pro­tec­ción de de­re­chos fun­da­men­ta­les. En efec­to, de­cir que la Cons­ti­tu­ción o los gran­des pac­tos de de­re­chos hu­ma­nos es­ta­ble­cen una obli­ga­ción de pu­nir las le­sio­nes de los bie­nes e in­te­re­ses por ellos tu­te­la­dos es lo mis­mo que no de­cir na­da, pues las cons­ti­tu­cio­nes ac­tua­les y es­pe­cial­men­te los tra­ta­dos in­ter­na­cio­na­les de de­re­chos hu­ma­nos con­tie­nen una re­gu­la­ción tan de­ta­lla­da de de­re­chos que pro­ce­sar pe­nal­men­te sus vio­la­cio­nes ha­ría na­cer una so­cie­dad pu­ni­ti­va to­tal en la cual la ma­yo­ría de la po­bla­ción es­ta­ría en­vuel­ta en el de­sa­rro­llo de las ta­reas pe­na­les48. Fe­rra­jo­li, cons­ta­tan­do es­te fe­nó­me­no, se­ña­la que el mo­der­no de­re­cho pe­nal ha lle­ga­do a afec­tar in­clu­so a la fór­mu­la del de­re­cho pe­nal mí­ni­mo, pen­sa­do co­mo pro­tec­ción de de­re­chos fun­da­men­ta­les, pe­ro no de to­dos, y que esa fór­mu­la ha su­fri­do en la ac­tua­li­dad mu­chas de­for­ma­cio­nes49. Él pro­po­ne, co­mo an­tes se men­cio­nó, la tu­te­la de al­gu­nos de­re­chos fun­da­men­ta­les co­mo con­te­ni­do del de­re­cho pe­nal mí­ni­mo (los de la ge­ne­ra­li­dad a tra­vés de las con­mi­na­cio­nes pe­na­les, los del in­di­vi­duo so­me­ti­do a pro­ce­so me­dian­te las ga­ran­tías ju­di­cia­les)50 pe­ro ello es to­da­vía ex­tre­ma­da­men­te di­fu­so –y por tan­to dis­cu­ti­ble y opi­na­ble en con­cre­to–.

No obs­tan­te es­tas ob­je­cio­nes, es­tá bien ins­ta­la­da la no­ción de que hay de­li­tos que por ra­zo­nes cons­ti­tu­cio­na­les son in­de­ro­ga­bles. Es­to re­pre­sen­ta la ele­va­ción de lo pe­nal a un ran­go ab­so­lu­to, so­bre­na­tu­ral y me­ta­fí­si­co. Un po­der ab­so­lu­to, sin em­bar­go, no de­be­ría te­ner lu­gar al­gu­no en una De­mo­cra­cia. Y si lo so­bre­na­tu­ral y lo me­ta­fí­si­co son ya de por sí cues­tio­nes irra­cio­na­les, vin­cu­la­das a lo pe­nal nos pue­den lle­var a si­tua­cio­nes de­men­cia­les. Si en ver­dad el de­re­cho pe­nal es ul­ti­ma ra­tio, tie­ne en­ton­ces que ser fa­cul­ta­ti­vo, nun­ca obli­ga­to­rio. Vis­to el asun­to con un mí­ni­mo ri­gor, las teo­rías y las de­ci­sio­nes que han pre­ten­di­do re­co­no­cer una obli­ga­ción cons­ti­tu­cio­nal o fun­da­men­tal de pu­nir son com­ple­ta­men­te ex­tra­ñas al prin­ci­pio del Es­ta­do cons­ti­tu­cio­nal de de­re­cho y se ins­cri­ben, sin lu­gar a du­das, en el am­plio abis­mo del pen­sa­mien­to neo­pu­ni­ti­vis­ta, es­pe­cial­men­te las sos­te­ni­das des­de los or­ga­nis­mos de con­trol de la vi­gen­cia de los de­re­chos fun­da­men­ta­les, por­que de ese mo­do, de­sa­ten­dien­do su fun­ción mis­ma de fre­no al po­der pe­nal es­ta­tal, se han con­ver­ti­do, al ca­lor del más en­tu­sias­ta ac­ti­vis­mo, en los im­pul­so­res más ca­li­fi­ca­dos del uso in­dis­cri­mi­na­do y sin lí­mi­tes del po­der pu­ni­ti­vo. Es un fe­nó­me­no lla­ma­ti­vo, al que se su­ma el he­cho de que la ex­pan­sión neo­pu­ni­ti­vis­ta ac­tual, es­pe­cial­men­te en lo que to­ca a sal­tar­se las ba­rre­ras del Es­ta­do de de­re­cho en el en­jui­cia­mien­to de los crí­me­nes más gra­ves, ha si­do am­plia­men­te im­pul­sa­da, en di­ver­sos cam­pos, por las or­ga­ni­za­cio­nes no gu­ber­na­men­ta­les que se de­cla­ran de­fen­so­ras de los de­re­chos hu­ma­nos, las cua­les, co­mo ges­to­res atí­pi­cos o in­for­ma­les de la mo­ral so­cial51, se han con­ver­ti­do en de­man­dan­tes per­ma­nen­tes de más de­re­cho pe­nal y de más con­de­na, ca­yen­do así en lo que Sil­va Sán­chez ha lla­ma­do la fas­ci­na­ción por el de­re­cho pe­nal52, que en las or­ga­ni­za­cio­nes de ese ti­po de Ar­gen­ti­na se ha ma­ni­fes­ta­do en un ver­da­de­ro fa­na­tis­mo en fa­vor del de­re­cho pe­nal, al que ven co­mo si se tra­ta­ra, se­gún ya se men­cio­nó, de la oc­ta­va ma­ra­vi­lla del mun­do.

Una cues­tión es que los bie­nes e in­te­re­ses pe­nal­men­te tu­te­la­dos sean tam­bién bie­nes e in­te­re­ses cons­ti­tu­cio­nal­men­te pro­te­gi­dos (por ejem­plo la vi­da, la in­te­gri­dad cor­po­ral) y otra que exis­ta ade­más una obli­ga­ción de cas­ti­gar pe­nal­men­te la le­sión de esos bie­nes o in­te­re­ses. Así, un im­pu­ta­do tor­tu­ra­do por un po­li­cía tie­ne un de­re­cho ab­so­lu­to a exi­gir del Es­ta­do el no apro­ve­cha­mien­to pu­ni­ti­vo de la prue­ba ob­te­ni­da en vio­la­ción de sus de­re­chos fun­da­men­ta­les y tam­bién a re­cla­mar una re­pa­ra­ción de los da­ños oca­sio­na­dos por la vio­la­ción. En cam­bio, no tie­ne un de­re­cho ab­so­lu­to a re­cla­mar la pu­ni­ción del po­li­cía co­mo au­tor de un de­li­to, pue­de ha­cer­lo, pe­ro no hay un de­ber cons­ti­tu­cio­nal del Es­ta­do de cas­ti­gar siem­pre al au­tor si, por ejem­plo, el po­li­cía, a su vez, ha si­do ator­men­ta­do por otro po­li­cía pa­ra arran­car­le la con­fe­sión del he­cho: en es­te ca­so el Es­ta­do tie­ne, an­tes bien, una obli­ga­ción cons­ti­tu­cio­nal de no pu­nir al pri­mer tor­tu­ra­dor.

Es­to de­mues­tra que des­de el pun­to de vis­ta ju­rí­di­co la idea de un de­re­cho pu­ni­ti­vo cons­ti­tu­cio­nal es in­sos­te­ni­ble, pues res­pec­to del pe­nal el de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal no pue­de ser­vir a dos amos al mis­mo tiem­po, de mo­do que re­sul­ta im­po­si­ble aten­der a la vez a los in­te­re­ses (de­re­chos cons­ti­tu­cio­na­les) de la víc­ti­ma y del im­pu­ta­do. En es­te di­le­ma la de­ci­sión del Es­ta­do cons­ti­tu­cio­nal de de­re­cho y de los de­más ca­tá­lo­gos de de­re­chos fun­da­men­ta­les es cla­ra: pre­va­le­ce el im­pu­ta­do, da­do que, una vez que se ha con­ver­ti­do en sos­pe­cho­so de un de­li­to, él es quien se en­fren­ta al po­der pe­nal del Es­ta­do, mien­tras que la víc­ti­ma só­lo se en­fren­ta con in­di­vi­duos, aun cuan­do al co­me­ter el de­li­to esos in­di­vi­duos ha­yan co­me­ti­do abu­sos de po­der es­ta­tal o uti­li­za­do otros apa­ra­tos de po­der. Lo de­ci­si­vo es que aho­ra son im­pu­ta­dos y que los de­re­chos fun­da­men­ta­les, en ma­te­ria pe­nal y pro­ce­sal pe­nal, só­lo pue­den ser efi­ca­ces en una di­rec­ción, de mo­do que pa­ra el de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal no es po­si­ble te­ner por mi­sión im­pe­dir el abu­so del po­der pe­nal y re­cla­mar a la vez la ne­ce­si­dad de per­se­guir y cas­ti­gar obli­ga­to­ria­men­te los de­li­tos53. Juz­gar y cas­ti­gar los crí­me­nes es una fun­ción del Es­ta­do que si bien sir­ve, evi­den­te­men­te, a la con­se­cu­ción de una so­cie­dad más jus­ta, no cons­ti­tu­ye un im­pe­ra­ti­vo cons­ti­tu­cio­nal por cuan­to, de ser­lo, neu­tra­li­za­ría un man­da­to cons­ti­tu­cio­nal de más pe­so, cual es el de evi­tar, por me­dio de los de­re­chos cons­ti­tu­cio­na­les, la ar­bi­tra­rie­dad en el ejer­ci­cio de esa fa­cul­tad es­ta­tal, que no pa­sa de un de­ber-po­der le­gal li­mi­ta­do. En el Es­ta­do de de­re­cho y en el ám­bi­to pe­nal de los de­re­chos fun­da­men­ta­les la fun­ción de pro­tec­ción cons­ti­tu­cio­nal es­tá re­fe­ri­da úni­ca­men­te al in­di­vi­duo en­fren­ta­do a la vio­len­cia pú­bli­ca y ca­rac­te­ri­za­da co­mo con­trol ne­ga­ti­vo: se es­ta­ble­ce lo que el Es­ta­do no pue­de ha­cer vá­li­da­men­te pa­ra pro­ce­sar, juz­gar y even­tual­men­te con­de­nar a un in­di­vi­duo, no lo que el Es­ta­do de­be ha­cer ac­ti­va­men­te pa­ra con­de­nar­lo. Si fue­ra cier­to lo que pre­go­nan cier­tos Tri­bu­na­les Cons­ti­tu­cio­na­les de Eu­ro­pa y es­pe­cial­men­te los or­ga­nis­mos de pro­tec­ción in­ter­na­cio­nal de los de­re­chos hu­ma­nos del ám­bi­to ame­ri­ca­no, de que siem­pre exis­te una obli­ga­ción de pu­nir del Es­ta­do, en­ton­ces ello es evi­den­cia de que se es­tá pre­go­nan­do con­de­nar a cual­quier pre­cio, que es lo que se di­ce cuan­do se sos­tie­ne, en­tre otros ar­ti­fi­cios, la ju­rí­di­ca­men­te in­to­le­ra­ble im­pres­crip­ti­bi­li­dad de cier­tos de­li­tos. La mi­sión de es­tos tri­bu­na­les y or­ga­nis­mos es exac­ta­men­te la opues­ta: pe­nal­men­te só­lo pue­den con­tro­lar que en el en­jui­cia­mien­to y cas­ti­go de los de­li­tos el Es­ta­do no vio­le los de­re­chos fun­da­men­ta­les del im­pu­ta­do. La vio­la­ción de los de­re­chos de las víc­ti­mas, por fal­ta de ade­cua­da jus­ti­cia, só­lo pue­de re­ci­bir una res­pues­ta ci­vil, nun­ca una pe­nal, me­nos una ob­te­ni­da a to­da cos­ta54. De otro mo­do, su­bién­do­nos al tren de es­tas teo­rías neo­pu­ni­ti­vis­tas, el po­li­cía que fue tor­tu­ra­do y res­pec­to del cual só­lo por ello pu­do ser pro­ba­do que co­me­tió una vio­la­ción de de­re­chos fun­da­men­ta­les de­be­ría ser de to­dos mo­dos con­de­na­do, pues ab­sol­ver­lo con la “coar­ta­da” de la ine­xis­ten­cia de prue­bas vá­li­das equi­val­dría a de­jar de aten­der la obli­ga­ción cons­ti­tu­cio­nal del Es­ta­do de pu­nir la tor­tu­ra. Na­da más ale­ja­do del de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal, pe­ro es lo que sos­tie­nen esos tri­bu­na­les, al­gu­na doc­tri­na y esos or­ga­nis­mos en es­tos tiem­pos de ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad ins­ti­tu­cio­nal.

Por ello, sien­do la Cons­ti­tu­ción, en ma­te­ria pe­nal, la ga­ran­tía de los de­re­chos fu­da­men­ta­les del im­pu­ta­do no pue­de exis­tir una obli­ga­ción cons­ti­tu­cio­nal de pu­nir cier­tos com­por­ta­mien­tos, pues si así fue­ra se cae­ría fá­cil­men­te en los ca­sos con­cre­tos en un di­le­ma irre­so­lu­ble: ¿có­mo cum­plir a la vez con el man­da­to cons­ti­tu­cio­nal de pu­nir y con el tam­bién cons­ti­tu­cio­nal de ha­cer­lo vá­li­da­men­te si en el ca­so ya no se ha pro­ce­di­do vá­li­da­men­te (el ejem­plo men­cio­na­do de la tor­tu­ra)? Da­do que la res­pues­ta a es­ta pre­gun­ta di­ce, sin dis­cu­sión y más allá de lo opi­na­ble, que en ese ca­so ya no se pue­de pu­nir, en­ton­ces re­sul­ta evi­den­te que la tal obli­ga­ción cons­ti­tu­cio­nal de pu­nir es só­lo un mi­to, al­go com­ple­ta­men­te aje­no a to­da con­si­de­ra­ción ju­rí­di­ca se­ria de las fun­cio­nes pe­na­les del Es­ta­do cons­ti­tu­cio­nal de de­re­cho. El de­ber prio­ri­ta­rio de ase­gu­rar los de­re­chos cons­ti­tu­cio­na­les del in­di­vi­duo en­fren­ta­do al po­der pe­nal del Es­ta­do neu­tra­li­za to­da po­si­bi­li­dad de de­sa­rro­llo de obli­ga­cio­nes cons­ti­tu­cio­na­les de tu­te­lar pe­nal­men­te.

III. 2. En nom­bre de la víc­ti­ma

En vin­cu­la­ción con lo an­te­rior se ha tra­ta­do de jus­ti­fi­car el au­ge neo­pu­ni­ti­vis­ta y su re­la­ja­mien­to de los prin­ci­pios de pro­tec­ción del de­re­cho pe­nal y del de­re­cho pro­ce­sal pe­nal en las ex­pec­ta­ti­vas de las víc­ti­mas de los de­li­tos al cas­ti­go de los cul­pa­bles. Si el de­re­cho pe­nal ya no es pen­sa­do co­mo Mag­na Char­ta del de­lin­cuen­te, si­no co­mo Mag­na Char­ta de la víc­ti­ma55, en­ton­ces to­do ga­ran­tis­mo es­tá evi­den­te­men­te per­di­do.

La eu­fo­ria por la víc­ti­ma, re­co­no­ci­da por Hans Joa­chim Hirsch co­mo la co­rrien­te de mo­da que se con­tra­pu­so a par­tir de me­dia­dos de los años se­ten­ta a la eu­fo­ria por el au­tor (re­so­cia­li­za­ción) pro­pia de los se­sen­ta56, es tam­bién, in­du­da­ble­men­te, la eu­fo­ria por el de­re­cho pe­nal57. Y si las víc­ti­mas lo son de he­chos gra­ví­si­mos y atro­ces, de gra­ves vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos, en­ton­ces los de­re­chos que fren­te al po­der pe­nal pro­te­gen tam­bién a au­to­res y sos­pe­chos de esos crí­me­nes se di­lu­yen has­ta de­sa­pa­re­cer.

Un au­men­to del de­re­cho pe­nal has­ta el ab­so­lu­to con li­be­ra­li­za­ción de sus prin­ci­pios de con­trol y li­mi­ta­ción en nom­bre de la víc­ti­ma es ob­je­ta­ble, a mi jui­cio, por dos mo­ti­vos. Pri­me­ro por­que, de con­for­mi­dad con la ac­tual eu­fo­ria por la víc­ti­ma, se so­bre­di­men­sio­na su pa­pel fren­te al de­re­cho pe­nal y fren­te al de­re­cho pro­ce­sal pe­nal dis­tor­sio­nan­do sus fun­cio­nes en tan­to que ins­tru­men­tos del Es­ta­do y no de las víc­ti­mas (que a tra­vés de Es­ta­do y de­re­cho han que­da­do con­ve­nien­te­men­te me­dia­ti­za­das en una so­cie­dad ci­vi­li­za­da). El se­gun­do mo­ti­vo se re­fie­re a “la apre­cia­ción de que la ley pe­nal cons­ti­tu­ye una ga­ran­tía pa­ra el de­lin­cuen­te”58, pe­ro que si en rea­li­dad lo fue­ra pa­ra la víc­ti­ma sus prin­ci­pios po­drían re­la­jar­se en fa­vor de és­ta y en per­jui­cio de aquél. Sin em­bar­go, da­do que el de­re­cho pe­nal só­lo exis­te a tra­vés del pro­ce­so y que el en­jui­cia­mien­to se di­ri­ge tan­to a cul­pa­bles co­mo a ino­cen­tes, en­ton­ces, prin­ci­pio de ino­cen­cia me­dian­te, de la “ga­ran­tía pa­ra el de­lin­cuen­te” no que­da na­da: se tra­ta, en ver­dad, de ga­ran­tías pa­ra las per­so­nas so­me­ti­das a per­se­cu­ción pe­nal y que, por de­fi­ni­ción ju­rí­di­ca, no son de­lin­cuen­tes. Pa­ra su pro­tec­ción fren­te a las evi­den­tes ne­ce­si­da­des de pre­ven­ción, con­trol y cas­ti­go del cri­men, es de­cir, pa­ra que esas ne­ce­si­da­des no sean sa­tis­fe­chas de cual­quier ma­ne­ra y a cual­quier pre­cio, exis­ten el de­re­cho pe­nal y el de­re­cho pro­ce­sal pe­nal (o, di­cho con más pro­pie­dad, el de­re­cho cons­ti­tu­cio­nal que ellos mo­des­ta­men­te re­gla­men­tan). Si fue­ra por la víc­ti­ma me­jor se­ría que no hu­bie­ra de­re­cho pe­nal (a ella ya no le ha ser­vi­do de mu­cho) y que pu­die­ra pre­ve­nir los de­li­tos por sí mis­ma y, mu­cho más to­da­vía, cas­ti­gar­los a su mo­do. El de­re­cho bus­ca evi­tar es­tas “gue­rras ci­vi­les” y ello, que es bien­ve­ni­do, su­po­ne el cos­to in­su­pri­mi­ble de sa­cri­fi­car las ex­pec­ta­ti­vas de reac­ción pu­ni­ti­va de la víc­ti­ma. El Es­ta­do tra­ta de pro­te­ger­la, de ahí los ti­pos pe­na­les, pe­ro si no lo ha con­se­gui­do, a par­tir de en­ton­ces, des­de el pun­to de vis­ta pe­nal, só­lo exis­te un con­flic­to en­tre el Es­ta­do y el sos­pe­cho­so, en el cual la víc­ti­ma, des­gra­cia­da­men­te, só­lo re­pre­sen­ta el pa­pel de es­pec­ta­dor in­te­re­sa­do, sin voz ni vo­to en la re­so­lu­ción pe­nal del asun­to. El Es­ta­do de­be tra­tar de sa­tis­fa­cer esa ex­pec­ta­ti­va pe­ro tam­bién pue­de, en cier­tos ca­sos, re­nun­ciar a ella sin po­ner en jue­go su pro­pia jus­ti­fi­ca­ción y su exis­ten­cia. Las for­mas del de­re­cho son un lí­mi­te a los com­pren­si­bles in­te­re­ses de reac­ción de las víc­ti­mas. El neo­pu­ni­ti­vis­mo, en su vuel­ta a tiem­pos su­pe­ra­dos y pri­mi­ti­vos, pa­sa es­to por al­to y eje­cu­ta reac­cio­nes pu­ni­ti­vas ya tan in­for­ma­les que los jue­ces pe­na­les pa­re­cen no ser más fun­cio­na­rios neu­tra­les re­gi­dos por el de­re­cho, si­no re­pre­sen­tan­tes efi­ca­ces de los de­seos in­con­tro­la­dos de las víc­ti­mas. En ver­dad, en un Es­ta­do de de­re­cho, la víc­ti­ma só­lo de­be­ría te­ner la pre­rro­ga­ti­va de de­man­dar la re­pa­ra­ción de los da­ños su­fri­dos por el de­li­to y de de­man­dar in­clu­so una com­pen­sa­ción con­tra el Es­ta­do o bien por la fal­ta de pre­vi­sión efi­cien­te del he­cho o bien por la fal­ta de reac­ción ju­rí­di­co-pe­nal ade­cua­da ex post. En es­te jue­go el de­re­cho pe­nal tie­ne el rol de evi­tar la ar­bi­tra­rie­dad en la reac­ción y, por ello, siem­pre ser­vi­rá de lí­mi­te a esa ac­tua­ción es­ta­tal con­tra el im­pu­ta­do, con in­de­pen­den­cia de las as­pi­ra­cio­nes de las víc­ti­mas y sin que esos lí­mi­tes pue­dan ser so­bre­pa­sa­dos pa­ra sa­tis­fa­cer las ex­pec­ta­ti­vas del su­je­to que, sien­do pa­si­vo del de­li­to, lo de­be ser tam­bién de la reac­ción es­ta­tal.

En es­ta cues­tión se pue­de ver, una vez más, la dis­fun­ción ac­tual del sis­te­ma pe­nal. Sil­va Sán­chez nos ilus­tra acer­ca de es­ta dis­tor­sión se­gún la ve Je­rous­check: si “la so­cie­dad no ha si­do ca­paz de evi­tar­le a la víc­ti­ma el trau­ma cau­sa­do por el de­li­to, tie­ne, al me­nos en prin­ci­pio, una deu­da fren­te a aqué­lla, con­sis­ten­te en el cas­ti­go del au­tor”59. Es­to es así, pe­ro no siem­pre, pues si só­lo la con­de­na del au­tor pa­ga la deu­da so­cial con la víc­ti­ma di­cha san­ción de­be­ría po­der ser al­can­za­da a cual­quier pre­cio lo cual de­be­ría in­cluir no só­lo el apro­ve­cha­mien­to, por ejem­plo, de prue­bas ilí­ci­tas, si­no in­clu­so la in­tro­duc­ción en la le­gis­la­ción de mé­to­dos de in­ves­ti­ga­ción que hoy se re­pu­tan ilí­ci­tos (y así has­ta lle­gar, más sen­sa­ta­men­te pa­ra esa idea, has­ta la de­ro­ga­ción de to­das las for­mas, las que se­rían sus­ti­tui­das por el cas­ti­go di­rec­to y sin pro­ce­so de los sos­pe­cho­sos).

En rea­li­dad, el Es­ta­do tie­ne en la pre­ven­ción del de­li­to y su cas­ti­go un de­ber con to­da la co­mu­ni­dad y no só­lo con la víc­ti­ma, si no sa­tis­fa­ce la pre­ven­ción la deu­da con la so­cie­dad só­lo po­drá ser sal­da­da po­lí­ti­ca­men­te y la deu­da con la víc­ti­ma com­pen­sa­to­ria­men­te. La si­tua­ción no es di­fe­ren­te si no sa­tis­fa­ce la deu­da de pu­nir al au­tor: la ex­pec­ta­ti­va del cas­ti­go es prio­ri­ta­ria60, pe­ro no in­dis­pen­sa­ble, se pue­de pen­sar tam­bién en im­pu­ni­dad pe­nal y me­ra re­pa­ra­ción del da­ño a la ex­pec­ta­ti­va de pu­ni­ción del cul­pa­ble que ten­ga la víc­ti­ma.

Al igual que en el su­pues­to de las ima­gi­na­rias obli­ga­cio­nes cons­ti­tu­cio­na­les de pu­nir, aquí tam­bién co­rrec­to es lo si­guien­te. Al no po­der aten­der a la vez a los in­te­re­ses de la víc­ti­ma y del im­pu­ta­do, los cuer­pos en­car­ga­dos del con­trol de los de­re­chos fun­da­men­ta­les en ma­te­ria pu­ni­ti­va (sus­tan­ti­va y pro­ce­sal) só­lo pue­den aten­der, pe­nal­men­te, a la si­tua­ción del in­di­vi­duo que se en­fren­ta a per­se­cu­ción y po­si­ble con­de­na por el Es­ta­do. La víc­ti­ma no es­tá en es­ta si­tua­ción y por eso só­lo pue­de te­ner exi­gen­cias aten­di­bles en el cam­po no pe­nal, nun­ca un de­re­cho ab­so­lu­to, co­mo lo ca­rac­te­ri­za el neo­pu­ni­ti­vis­mo, a que el au­tor sea efec­ti­va­men­te juz­ga­do y cas­ti­ga­do.

Por ello re­sul­tan tan ex­traor­di­na­ria­men­te preo­cu­pan­tes las si­tua­cio­nes tra­ta­das en el apar­ta­do an­te­rior, en las cua­les, al ca­lor de la eu­fo­ria por la víc­ti­ma, se ha de­for­ma­do el de­re­cho pe­nal pa­ra ele­var­lo a re­cur­so de los re­cur­sos, con lo cual se le ha da­do una lar­ga tem­po­ra­da de va­ca­cio­nes a la fun­ción de los de­re­chos hu­ma­nos en ma­te­ria pe­nal, que es la de ase­gu­rar an­te to­do los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los acu­sa­dos.

III. 3. El te­mor del ius­hu­ma­nis­ta fren­te a lo no pe­nal

Par­te de es­ta vi­sión dis­tor­sio­na­da del de­re­cho pe­nal pro­vie­ne de una con­si­de­ra­ción uni­la­te­ral de lo pe­nal, con­tra­ria a la na­tu­ra­le­za real del po­der pu­ni­ti­vo. En efec­to, el neo­pu­ni­tis­vo con­si­de­ra que el po­der pe­nal só­lo se ejer­ce por me­dio de la in­cri­mi­na­ción y el cas­ti­go. Sin em­bar­go, mu­cho más que con ello, el po­der pe­nal se ejer­ce, en ver­dad, tam­bién no in­cri­mi­nan­do y no cas­ti­gan­do.

La ce­gue­ra fren­te a la no pu­ni­bi­li­dad se apre­cia en la ju­ris­pru­den­cia de la Cor­te IDH que, co­mo por ejem­plo en el ca­so “Bu­la­cio”, di­ce, res­pec­to del pro­ce­so pe­nal se­gui­do a los sos­pe­cho­sos, que “no exis­te un pro­nun­cia­mien­to fir­me por par­te de las au­to­ri­da­des ju­di­cia­les so­bre el con­jun­to de los he­chos in­ves­ti­ga­dos. Na­die ha si­do san­cio­na­do co­mo res­pon­sa­ble de és­tos” (pun­to 69, des­ta­ca­do no ori­gi­nal). Ello re­su­me una vi­sión in­hu­ma­na del de­re­cho pe­nal se­gún la cual to­dos los ca­sos de­ben ser es­cla­re­ci­dos y siem­pre los cul­pa­bles de­ben ser con­de­na­dos. Es­to no só­lo con­tra­di­ce la idea cen­tral de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta se­gún la cual por ra­zo­nes axio­ló­gi­cas la no pu­ni­bi­li­dad es siem­pre pre­fe­ri­ble al cas­ti­go, si­no que tam­bién con­tra­di­ce la na­tu­ra­le­za hu­ma­na, pues se es­tá pen­san­do en un sis­te­ma per­fec­to del que no se es­ca­pa, por nin­gún mo­ti­vo, nin­gún cul­pa­ble (en­ton­ces, no po­dría ha­ber nun­ca ca­sos de fal­ta de prue­bas, ine­fi­ca­cia en la in­ves­ti­ga­ción, fu­ga del sos­pe­cho­so, ac­tua­cio­nes ile­gí­ti­mas, erro­res, etc.). Se tra­ta de una vi­sión me­siá­ni­ca y fun­da­men­ta­lis­ta del po­der pu­ni­ti­vo que es­tá com­ple­ta­men­te di­vor­cia­da de los cá­no­nes de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta.

En el mis­mo ca­so la Cor­te IDH sos­tie­ne que “son inad­mi­si­bles las dis­po­si­cio­nes de pres­crip­ción o cual­quier obs­tá­cu­lo de de­re­cho in­ter­no me­dian­te el cual se pre­ten­da im­pe­dir la in­ves­ti­ga­ción y san­ción de los res­pon­sa­bles de las vio­la­cio­nes de de­re­chos hu­ma­nos”. Eso sig­ni­fi­ca que hay que bo­rrar de to­dos los ma­nua­les y tra­ta­dos de de­re­cho pro­ce­sal pe­nal el ca­pí­tu­lo re­fe­ri­do a los obs­tá­cu­los pro­ce­sa­les y no só­lo el de pres­crip­ción, si­no “cual­quier obs­tá­cu­lo”, es de­cir, to­dos los obs­tá­cu­los (por ejem­plo son unos 17 en el Tra­ta­do de Maier [De­re­cho Pro­ce­sal Pe­nal, Bue­nos Ai­res, 2003, t. II, pp. 102 y ss.] y en el Ma­nual de Volk [Straf­pro­zess­recht, Mün­chen, 3ª ed., 2002, pp. 114 y ss.]). Es­to mues­tra que el di­vor­cio en­tre los or­ga­nis­mos de de­re­chos hu­ma­nos y la cul­tu­ra del de­re­cho pro­ce­sal pe­nal no po­dría ser ma­yor.

Ob­sér­ve­se que, en con­tra de lo sos­te­ni­do por la ideo­lo­gía neo­pu­ni­ti­vis­ta que in­for­ma las ideas del mo­der­no de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos, la cien­cia clá­si­ca del de­re­cho pe­nal, en cam­bio, par­te no de la “lu­cha con­tra la im­pu­ni­dad”, que es una me­ta ob­via o no ju­rí­di­co-pe­nal en sen­ti­do mo­der­no, si­no del prin­ci­pio opues­to y que es un prin­ci­pio de prin­ci­pios fren­te a la ar­bi­tra­rie­dad, que se ex­pre­sa en la pree­mi­nen­cia de la no pu­ni­bi­li­dad de un he­cho, de cual­quier he­cho, por en­ci­ma del pu­nir­lo a cual­quier pre­cio. Des­de el pun­to de vis­ta axio­ló­gi­co és­te es el fun­da­men­to éti­co de to­do po­der pe­nal. El al­ma de un de­re­cho pe­nal li­be­ral y ci­vi­li­za­do es la idea de no pu­ni­bi­li­dad, so­bre to­do la no pu­ni­bi­li­dad de even­tua­les cul­pa­bles. Lo que di­fe­ren­cia a la apli­ca­ción del de­re­cho del pu­ro ejercicio de la fuerza es justamente que llegado el caso jurídicamente se prefiere la injusticia de no condenar a quien probable o seguramente es culpable, antes que cometer la injusticia de juzgarlo y/o condenarlo de cualquier manera. El de­re­cho pe­nal tie­ne una cul­tu­ra mi­le­na­ria ya en tor­no a es­ta pre­fe­ren­cia que en los úl­ti­mos si­glos se ha ido re­fi­nan­do y rea­fir­man­do, a pe­sar del ac­tual re­tro­ce­so que su­po­ne el au­ge an­ti­li­be­ral y neo­pu­ni­ti­vis­ta, tan­to na­cio­nal co­mo in­ter­na­cio­nal. La de­ci­sión se­ña­la­da se pue­de re­co­no­cer en prin­ci­pios bá­si­cos de la cul­tu­ra ju­rí­di­co-pe­nal co­mo los de ul­ti­ma ra­tio, uti­li­dad, le­ga­li­dad, ino­cen­cia, in du­bio, car­ga de la prue­ba, juez or­di­na­rio, am­plios me­dios de de­fen­sa, úl­ti­ma pa­la­bra, de­re­cho al re­cur­so, re­vi­sión de la sen­ten­cia, etc. Es­tas son to­das pre­rro­ga­ti­vas del im­pu­ta­do en un mo­de­lo pu­ni­ti­vo li­be­ral, de las que no dis­po­ne el acu­sa­dor y que mues­tran la pre­fe­ren­cia del de­re­cho por la im­pu­ni­dad an­tes que por la apli­ca­ción de la pe­na a cual­quier pre­cio. Por tan­to, el po­der pe­nal só­lo pue­de ser rea­li­za­do vá­li­da­men­te den­tro de los lí­mi­tes im­pues­tos por el de­re­cho, to­do lo que cai­ga fue­ra con­du­ce a la no pu­ni­bi­li­dad.

De es­te mo­do, no re­sul­ta de­fen­di­ble la idea ab­so­lu­ta de aca­bar con la im­pu­ni­dad, pues su­po­ne que es­ta me­ta, tal co­mo su­ce­de en el sis­te­ma in­te­ra­me­ri­ca­no con re­per­cu­sión pa­ra el de­re­cho in­ter­no, tie­ne que ser siem­pre al­can­za­da y que la au­sen­cia de res­pe­to por los prin­ci­pios bá­si­cos del de­re­cho pu­ni­ti­vo no po­dría nun­ca ex­cluir la ne­ce­si­dad de la san­ción, pues ello se­ría con­tra­rio al com­ba­te con­tra la im­pu­ni­dad. Des­de el pun­to de vis­ta ju­rí­di­co, en cam­bio, su­ce­de to­do lo con­tra­rio, el sis­te­ma se re­co­no­ce ci­vi­li­za­do no por los múl­ti­ples ca­sos en los que los cul­pa­bles son con­de­na­dos, si­no por aque­llos en los cua­les se to­ma la cos­to­sa de­ci­sión de no pu­nir en con­si­de­ra­ción a las for­mas y al res­pe­to irres­tric­to de los de­re­chos fun­da­men­ta­les del in­di­vi­duo acu­sa­do. Las for­mas se con­vier­ten así, co­mo se di­ce po­pu­lar­men­te, en la esen­cia y en la ga­ran­tía de la De­mo­cra­cia. Ha­brá ci­vi­li­za­ción só­lo allí don­de no ha­ya pu­ni­bi­li­dad pa­ra los ca­sos en los que no se ha­yan res­pe­ta­do las for­mas es­ta­ble­ci­das por la cul­tu­ra ju­rí­di­co-pe­nal pa­ra la de­ter­mi­na­ción, en­ju­cia­mien­to y cas­ti­go de los he­chos pu­ni­bles. La im­pu­ni­dad, na­tu­ral­men­te, no es un va­lor per­se­gui­ble, pe­ro es un va­lor pre­fe­ri­ble ba­jo el su­pues­to de que en de­ter­mi­na­do ca­so no se pue­da pro­ce­der o con­de­nar con res­pe­to de to­dos los de­re­chos fun­da­men­ta­les del im­pu­ta­do y de sus ga­ran­tías ju­di­cia­les.

Ad­viér­ta­se que la Cor­te IDH y la Cor­te Su­pre­ma na­cio­nal, res­pec­to del ca­so “Bu­la­cio”, to­man el ca­mi­no opues­to: a pe­sar de que el he­cho no es una gra­ve vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos y de que han si­do vio­la­dos los de­re­chos del acu­sa­do, él de­be ser con­de­na­do de cual­quier ma­ne­ra.

En con­tra de ello, se de­be de­cir que, en ver­dad, el po­der pe­nal se ejer­ce pro­hi­bien­do y no pro­hi­bien­do, con­de­na­do y ab­sol­vien­do, cas­ti­gan­do y per­do­nan­do. Si fal­ta cual­quie­ra de es­tas fun­cio­nes el po­der pe­nal que­da de­se­qui­li­bra­do y asi­mé­tri­co. El no cas­ti­go de un he­cho pe­nal no de­be ser vis­to co­mo al­go tan abe­rran­te. No es al­go es­ti­mu­lan­te, cla­ro, pe­ro tam­po­co es, en cier­tos ca­sos, al­go tan ne­fas­to, e in­clu­so mu­chas ve­ces pue­de has­ta ser lo más con­ve­nien­te y po­lí­ti­ca­men­te de­sea­ble. Es par­te del jue­go de lo pe­nal, no hay po­der que no con­ten­ga tam­bién en su in­te­rior la faz ne­ga­ti­va de no ser ejer­ci­do. A es­ta si­tua­ción no es­ca­pa el po­der pe­nal. La ideo­lo­gía de la pu­ni­ción in­fi­ni­ta que sub­ya­ce al es­ti­lo pe­nal neo­pu­ni­ti­vis­ta con­fron­ta tam­bién con el ins­tru­men­tal pe­nal por es­ta ra­zón. El ré­gi­men ac­tual del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos des­co­no­ce que lo de­ci­si­vo en la ad­mi­nis­tra­ción po­lí­ti­ca del po­der pe­nal no es só­lo la de­ci­sión de pu­nir, si­no tam­bién la de no pu­nir. Po­lí­ti­co-cri­mi­nal­men­te am­bas fa­ce­tas con­for­man el mun­do po­si­ble del po­der pe­nal. El no pu­nir in­clu­ye tan­to el po­der de no cri­mi­na­li­zar en abs­trac­to cier­tas con­duc­tas co­mo el de otor­gar gra­cias, per­do­nes y am­nis­tías res­pec­to de quie­nes han si­do de­cla­ra­dos cul­pa­bles, co­mo tam­bién la obli­ga­ción de no con­de­nar ile­gí­ti­ma­men­te, es­to es, en con­tra de los de­re­chos fun­da­men­ta­les, de la ley o de la prue­ba. Un po­der pe­nal es­truc­tu­ra­do uni­la­te­ral­men­te co­mo me­ro po­der de pu­nir es un po­der pe­nal po­lí­ti­ca­men­te des­fi­gu­ra­do que pier­de le­gi­ti­mi­dad y ca­pa­ci­dad de ren­di­mien­to res­pec­to de sus fun­cio­nes. Ade­más la fun­ción de no pro­hi­bir o de per­do­nar tras­cien­de lo ju­di­cial, da­do que per­te­ne­ce tam­bién, o fun­da­men­tal­men­te, a las otras dos ins­tan­cias del po­der de­mo­crá­ti­co. Sin la in­ter­ven­ción de esas otras dos ra­mas del po­der, tam­bién del pe­nal, una de­mo­cra­cia real no es po­si­ble, de mo­do que se de­be re­co­no­cer que la po­tes­tad de pu­nir se ejer­ce tam­bién des­de un pun­to de vis­ta ne­ga­ti­vo, es­to es, no pro­hi­bien­do y no cas­ti­gan­do cul­pa­bles o po­si­bles cul­pa­bles, ya sea so­bre­se­yen­do, ab­sol­vien­do, am­nis­tian­do, in­dul­tan­do, et­cé­te­ra.

Así pues, el ras­go ca­rac­te­rís­ti­co del sis­te­ma pe­nal del Es­ta­do cons­ti­tu­cio­nal de de­re­cho con­sis­te en que, asu­mien­do el ideal de cas­ti­gar to­dos los de­li­tos co­mo pro­pio, va­lio­so y dig­no de fo­men­to, se pre­fie­re, sin em­bar­go, cier­ta cuo­ta de im­pu­ni­dad an­tes que to­le­rar que el cas­ti­go sea al­can­za­do de cual­quier ma­ne­ra (no hay un po­der pe­nal ab­so­lu­to). Por ello la idea de cier­ta cuo­ta po­si­ble de im­pu­ni­dad por fal­ta de res­pe­to de las for­mas es la cla­ve de la paz ju­rí­di­ca: se des­pre­cia a sí mis­ma una so­cie­dad que es­tá dis­pues­ta a al­can­zar sus fi­nes tras­gre­dien­do las re­glas que ella se ha im­pues­to. En pa­la­bras de Has­se­mer, “una cul­tu­ra ju­rí­di­ca se prue­ba a sí mis­ma a par­tir de aque­llos prin­ci­pios cu­ya le­sión nun­ca per­mi­ti­rá, aun cuan­do esa le­sión pro­me­ta la ma­yor ga­nan­cia”61.

IV. El des­pres­ti­gio del “de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos”

En­tien­do que la po­lí­ti­ca eu­fó­ri­ca pro-pe­nal de ac­ti­vis­tas y or­ga­nis­mos, aquí ex­pues­ta y cri­ti­ca­da, pa­re­ce ha­ber si­do un error ca­tas­tró­fi­co. Su ma­yor con­se­cuen­cia, y la más des­gra­cia­da, es ha­ber su­mer­gi­do a los de­re­chos hu­ma­nos en un ine­vi­ta­ble des­pres­ti­gio. ¿Có­mo es po­si­ble que se lle­ga­ra a es­to? Es de­cir, ¿por qué el mo­vi­mien­to de de­fen­sa de los de­re­chos hu­ma­nos se pu­so a la van­guar­dia de la vio­len­cia pu­ni­ti­va a ul­tran­za?

Creo que la res­pues­ta es­tá, jun­to a la gra­ve­dad de los he­chos y la con­si­guien­te irri­ta­ción en ca­so de im­pu­ni­dad, en cier­ta so­ber­bia éti­ca del ius­hu­ma­nis­mo. Se tra­ta de una ac­ti­tud que pue­de ter­mi­nar sien­do una pa­to­lo­gía ju­rí­di­ca. En el prin­ci­pio de to­do es­tán las pa­la­bras “de­re­chos hu­ma­nos”; sue­nan bien, tie­nen que es­tar bien. Las per­so­nas, en la vi­da, pue­den ser mé­di­cos, co­mer­cian­tes, pe­na­lis­tas, pa­na­de­ros. Has­ta aquí ape­nas si per­vi­ve to­da­vía en la co­lec­ti­vi­dad un pre­con­cep­to de es­ta­tus en al­gu­no de es­tos ca­sos. Esas pro­fe­sio­nes no nos di­cen na­da aún acer­ca del de­sem­pe­ño de ca­da per­so­na, acer­ca de quien tal vez sea un buen o un mal pa­na­de­ro, un mé­di­co clá­si­co u ho­meo­pá­ti­co, un co­mer­cian­te de­cen­te o em­bus­te­ro, un pe­na­lis­ta li­be­ral o au­to­ri­ta­rio. No lo sa­be­mos del me­ro da­to de co­no­cer su pro­fe­sión. En cam­bio, cuan­do al­guien se pre­sen­ta y di­ce “me de­di­co a los de­re­chos hu­ma­nos” no hay más lu­gar pa­ra am­bi­güe­dad al­gu­na: el per­so­na­je es al­guien ad­mi­ra­ble, hon­ra­do, dig­no, jus­to, so­li­da­rio, preo­cu­pa­do por el bie­nes­tar de to­dos, dis­pues­to al sa­cri­fi­cio pa­ra de­fen­der la jus­ti­cia y los de­re­chos de los otros. En fin, un ser ex­cep­cio­nal y ex­traor­di­na­rio, pa­ra or­gu­llo de su fa­mi­lia y ad­mi­ra­ción de los co­le­gas. El no­ve­lis­ta Tom Wol­fe, que ya en La ho­gue­ra de las va­ni­da­des ex­pli­có me­jor que Bec­ca­ria el nú­cleo cul­tu­ral de la cues­tión pe­nal al ha­cer afir­mar a un per­so­na­je, has­ta en­ton­ces en­tu­sias­ta del cas­ti­go pe­ro lue­go so­me­ti­do in­jus­ta­men­te a un pro­ce­so pe­nal, que “un con­ser­va­dor es al­guien que to­da­vía no ha si­do de­te­ni­do”, nos re­suel­ve ilus­tra­ti­va­men­te tam­bién el pro­ble­ma in­te­lec­tual de los de­re­chos hu­ma­nos con un ra­zo­na­mien­to del que aquí me per­mi­to es­ta pa­rá­fra­sis: La vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos es al­go gra­ve, en­ton­ces el de­fen­sor de los de­re­chos hu­ma­nos ya no pien­sa, si­no que se in­dig­na, y quien se in­dig­na, es dig­no, no se pue­de dis­cu­tir más con él, no hay ar­gu­men­tos y, en­ton­ces, no se pue­de con­tra-ar­gu­men­tar o el opo­nen­te se con­vier­te en un in­dig­no62. Ade­más, pa­ra res­ta­ble­cer la dig­ni­dad, va­le to­do. Así los de­re­chos hu­ma­nos se trans­for­man en fin ab­so­lu­to ili­mi­ta­do y en un ta­bú in­dis­cu­ti­ble e in­cen­su­ra­ble. En su nom­bre se pue­de ha­cer to­do, pues de cual­quier ma­ne­ra la dig­ni­dad de la em­pre­sa es­tá pues­ta tan al­ta que na­da la ame­na­za.

De esa so­ber­bia es­te des­pres­ti­gio. Su mi­sión in­cues­tio­na­ble ha lle­va­do a los ac­ti­vis­tas de de­re­chos hu­ma­nos al atre­vi­mien­to de to­mar las rien­das pe­na­les pa­ra lle­var el sis­te­ma pu­ni­ti­vo a cual­quier si­tio co­mo si na­die los es­tu­vie­ra mi­ran­do. Han creí­do, en con­tra de to­do el co­no­ci­mien­to pe­nal, que el sis­te­ma pu­ni­ti­vo es al­go bue­no y ade­cua­do pa­ra la pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos. Pe­ro só­lo han se­pa­ra­do al mun­do de un mo­do ma­ca­bro. Con­ser­van la fun­ción de pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos del im­pu­ta­do “nor­mal”, “ciu­da­da­no”, pe­ro res­pec­to del im­pu­ta­do “ex­cep­cio­nal”, “ene­mi­go” (el vio­la­dor de los de­re­chos hu­ma­nos) exi­gen pe­na de cual­quier ma­ne­ra y a ul­tran­za, sin ad­ver­tir si­quie­ra, con cier­ta ce­gue­ra, que ese de­re­cho pe­nal ex­cep­cio­nal se es­tá fil­tran­do tam­bién al otro cam­po.

Las or­ga­ni­za­cio­nes de­fen­so­ras de los de­re­chos hu­ma­nos han ad­ver­ti­do en sus in­for­mes, per­ma­nen­te­men­te, acer­ca del in­fra­hu­ma­no es­ta­do de las cár­ce­les en Ar­gen­ti­na. Di­cho en tér­mi­nos téc­ni­cos, se han re­fe­ri­do al in­cum­pli­mien­to fla­gran­te e in­to­le­ra­ble del man­da­to cons­ti­tu­cio­nal se­gún el cual las cár­ce­les de­ben ser sa­nas y lim­pias (CN, art. 18). En efec­to, se­gún es sa­bi­do por to­dos, la eje­cu­ción de la pe­na pri­va­ti­va de li­ber­tad se lle­va a ca­bo en Ar­gen­ti­na (en Amé­ri­ca La­ti­na en ge­ne­ral) de un mo­do más que in­hu­ma­no y sal­va­je, con to­do des­pre­cio por el tra­to mí­ni­ma­men­te dig­no que de­be re­ci­bir to­da per­so­na pri­va­da de li­ber­tad, sea pro­ce­sa­do o con­de­na­do. Has­ta tal pun­to se ex­tien­de es­ta ca­la­mi­dad que esas mis­mas or­ga­ni­za­cio­nes inun­dan los tri­bu­na­les con re­cur­sos de in­vo­ca­ción cons­ti­tu­cio­nal pa­ra que los de­te­ni­dos sean li­be­ra­dos si no se les pue­de ase­gu­rar una pri­sión dig­na.

Tie­nen ra­zón, ni una pa­la­bra más se pue­de de­cir al res­pec­to.

Aho­ra bien, ¿có­mo se en­tien­de, en­ton­ces, que esas mis­mas or­ga­ni­za­cio­nes, en los ra­tos li­bres su­pon­go, se de­di­quen a pe­dir pri­sión pre­ven­ti­va y pe­na pri­va­ti­va de li­ber­tad pa­ra al­gu­nos im­pu­ta­dos? No sé si son aso­cia­cio­nes es­qui­zo­fré­ni­cas, pa­ra usar la me­tá­fo­ra de Maier, pe­ro si sé que ac­ti­tu­des se­me­jan­tes pri­van de to­da au­to­ri­dad mo­ral y, con­si­guien­te­men­te, de to­da cre­di­bi­li­dad, a las ins­ti­tu­cio­nes que las prac­ti­can.

Es­to es otro sub­pro­duc­to de la de­so­rien­ta­ción de los de­re­chos hu­ma­nos pro­du­ci­da a par­tir de su ex­pli­ca­ble, pe­ro ju­rí­di­ca­men­te in­to­le­ra­ble, cam­bio de pa­ra­dig­ma de ser ga­ran­te de un de­re­cho pe­nal li­mi­ta­do y con­tro­la­do a de­man­dan­te de un po­der pe­nal ab­so­lu­to63. Tan­to es es­to así que ya no tie­ne sen­ti­do ar­gu­men­tar ra­cio­nal­men­te en las cues­tio­nes del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos, pues to­dos los pro­ble­mas y con­flic­tos, que en las de­más ra­mas del de­re­cho pue­den te­ner, des­pués de ago­ta­da una ri­gu­ro­sa car­ga ar­gu­men­tal, una res­pues­ta “X” o una res­pues­ta “Y”, aquí tie­nen siem­pre la mis­ma res­pues­ta: to­do, pe­ro to­do, sea lo que sea, se re­suel­ve siem­pre en con­tra del im­pu­ta­do; y des­pués se dan lar­gos dis­cur­sos con in­vo­ca­cio­nes al de­re­cho de gen­tes, a Gro­tius, a an­ti­quí­si­mos tex­tos re­li­gio­sos, a re­bus­ca­das in­ter­pre­ta­cio­nes de re­glas ana­cró­ni­cas y per­di­das, to­do lo cual no pa­sa de me­ro ejer­ci­cio li­te­ra­rio fren­te a de­ci­sio­nes que ya es­tán to­ma­das de an­te­ma­no, de for­ma uná­ni­me y siem­pre en la mis­ma di­rec­ción. Nin­gu­na dis­cu­sión so­bre el te­ma es­ca­pa a es­te, tam­bién des­de el pun­to de vis­ta in­te­lec­tual, de­cep­cio­nan­te es­ce­na­rio.

A es­ta in­có­mo­da si­tua­ción se ha lle­ga­do por­que las or­ga­ni­za­cio­nes de­fen­so­ras de los de­re­chos hu­ma­nos –pú­bli­cas, se­mi­pú­bli­cas o pri­va­das– y los or­ga­nis­mos in­ter­na­cio­na­les de pro­tec­ción de los de­re­chos fun­da­men­ta­les han se­gui­do la de­ri­va neo­pu­ni­ti­vis­ta. Na­ci­das y es­ta­ble­ci­dos pa­ra pro­te­ger en es­te ám­bi­to al in­di­vi­duo en­fren­ta­do al po­der pe­nal se han trans­for­ma­do en los úl­ti­mos tiem­pos en los prin­ci­pa­les im­pul­so­res de la apli­ca­ción del de­re­cho pe­nal a los in­di­vi­duos64. Es­to con­tri­bu­ye al des­pres­ti­gio del dis­cur­so de los de­re­chos hu­ma­nos65, a de­sa­cre­di­tar­los da­do que pa­re­cen el úl­ti­mo en­ga­ño de Oc­ci­den­te66, lo cual cons­ti­tu­ye una ca­tás­tro­fe cul­tu­ral, pues re­sul­ta evi­den­te que, en ma­te­ria pe­nal, no se pue­de ser­vir, co­mo ya se men­cio­nó, a dos ob­je­ti­vos al mis­mo tiem­po, de mo­do que re­sul­ta im­po­si­ble aten­der a la vez a los in­te­re­ses pu­ni­ti­vos (o de la víc­ti­ma) y a los de los de­re­chos fun­da­men­ta­les (o del im­pu­ta­do). La for­mu­la­ción de una teo­ría de los de­re­chos fun­da­men­ta­les fren­te al po­der pe­nal no ad­mi­te es­ta bi­po­la­ri­dad de­bi­do a que, o bien se re­cues­ta el in­te­rés per­ma­nen­te­men­te so­bre el la­do del in­di­vi­duo acu­sa­do, o bien se lo ha­ce pa­ra siem­pre en in­te­rés del cas­ti­go67. Por lo de­más, a es­ta al­tu­ra de la ex­pe­rien­cia his­tó­ri­ca re­sul­ta evi­den­te que pro­pi­ciar cas­ti­gos no de­be­ría ser una fun­ción de los de­fen­so­res de los de­re­chos hu­ma­nos, so­bre to­do en es­tos tiem­pos con­fu­sos en los cua­les, jus­ta­men­te pa­ra los he­chos pu­ni­bles más gra­ves, se pre­go­na des­de el po­der in­fli­gir ese cas­ti­go por me­dios que van des­de los jue­ces sin ros­tro a los tes­ti­gos sin nom­bre, de los arre­pen­ti­dos a los agen­tes en­cu­bier­tos, de las pe­nas gra­ví­si­mas a las pri­sio­nes pre­ven­ti­vas in­ter­mi­na­bles, de los cam­pos de con­cen­tra­ción co­mo el de Guan­tá­na­mo a la de­ten­ción ili­mi­ta­da sin cau­sa de los sos­pe­cho­sos de te­rro­ris­mo, y de la coac­ción mo­de­ra­da en el in­te­rro­ga­to­rio del im­pu­ta­do al ase­si­na­to se­lec­ti­vo y pre­ven­ti­vo de los im­pli­ca­dos.

Es­ta mu­ta­ción de la fi­lo­so­fía de los de­re­chos hu­ma­nos en el cam­po pe­nal, pro­du­ci­da por me­dio de ac­ti­vis­tas y or­ga­nis­mos de pro­tec­ción que han asu­mi­do de for­ma mi­li­tan­te una gue­rra en fa­vor del cas­ti­go pu­ni­ti­vo de lo que ellos, a ve­ces con ra­zón (por ejem­plo el ca­so “Ba­rrios Al­tos”), a ve­ces exa­ge­ra­da­men­te (v. gr. el ca­so “Bu­la­cio”), lla­man “gra­ves vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos”, ha lle­va­do un no­to­rio des­cré­di­to a los de­re­chos hu­ma­nos.

El lla­ma­do “de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos”, la­men­ta­ble­men­te, no es­tá a la al­tu­ra de las exi­gen­cias de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta ac­tual68. A fa­vor só­lo pa­re­ce que­dar el fin que, co­mo ilu­sión, el sis­te­ma per­si­gue: tra­tar de evi­tar por me­dio de la vio­len­cia es­ta­tal que cier­tos he­chos atro­ces su­ce­dan en el mun­do o que­den sin san­ción69. Es­to se per­si­gue por me­dio de for­mu­la­cio­nes so­no­ras acer­ca de las ven­ta­jas de la pe­na, lo cual, ade­más de no de­jar de ser in­só­li­to, po­dría no ser más que un me­ro slo­gan, un pro­duc­to de cier­to “fe­ti­chis­mo pe­nal”70, y tie­ne co­mo con­se­cuen­cia el pen­sar que ese fin, por su ele­va­do va­lor en tér­mi­nos de jus­ti­cia éti­ca, pue­de ser al­can­za­do de cual­quier for­ma (de­re­cho pe­nal del ene­mi­go, “ra­zón pe­nal de Es­ta­do”, et­cé­te­ra).

Sin em­bar­go, to­do lo que es pe­nal, por el he­cho de ser ne­ce­sa­rio, no de­ja de ser un mal. La vi­sión de­ma­sia­do op­ti­mis­ta que ve en el po­der pu­ni­ti­vo una bue­na nue­va en “la cru­za­da con­tra el mal” de­sa­tien­de la na­tu­ra­le­za pa­sa­da y pre­sen­te del po­der pu­ni­ti­vo y los fun­da­men­tos axio­ló­gi­cos de una cul­tu­ra ju­rí­di­ca cons­trui­da so­bre la idea de la pe­na co­mo mal (ne­ce­sa­rio) y de la lu­cha por con­te­ner la ten­den­cial in­cli­na­ción al ejer­ci­cio ar­bi­tra­rio de to­do po­der pu­ni­ti­vo71. Es por ello que el mo­de­lo neo­pu­ni­ti­vis­ta ac­tual del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos pue­de ser des­crip­to co­mo una in­vo­lu­ción en la his­to­ria de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta, pues se tra­ta de un sis­te­ma que, pre­si­di­do –a ve­ces so­la­pa­da, a ve­ces abier­ta­men­te– por el prin­ci­pio in de­lic­tis atroc­cis­si­mis po­test iu­dex iu­ra trans­gre­di (“ra­zón pe­nal de Es­ta­do”), re­tro­gra­da la evo­lu­ción ju­rí­di­ca a tiem­pos pre­mo­der­nos. En vir­tud del ex­traor­di­na­rio va­lor que se otor­ga a su fun­ción, es­te po­der pe­nal re­pre­sor de las vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos es ab­so­lu­to y re­sis­ten­te a re­co­no­cer lí­mi­tes, tal co­mo su­ce­día en el pa­sa­do con la In­qui­si­ción uni­ver­sal, que en ra­zón de lo que se con­si­de­ra­ba una ele­va­da mi­sión tam­po­co ne­ce­si­ta­ba res­tric­cio­nes ju­rí­di­cas. Un pro­gra­ma de po­der pe­nal cu­ya ideo­lo­gía se orien­ta mar­ca­da­men­te ha­cia la no­ción de pu­ni­ción in­fi­ni­ta, por­que es­tá con­ven­ci­do del ca­rác­ter his­tó­ri­co y tras­cen­den­tal de su co­me­ti­do, tie­ne los mis­mos pun­tos de par­ti­da axio­ló­gi­cos y te­leo­ló­gi­cos que la In­qui­si­ción his­tó­ri­ca72. Al po­ner­se los fi­nes me­ta­fí­si­cos de la pu­ni­ción por en­ci­ma de los lí­mi­tes de la cul­tu­ra ju­rí­di­ca la pro­tec­ción pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos vuel­ve a ser pre­sen­ta­da co­mo de­re­cho na­tu­ral, es de­cir, co­mo axio­ma tan in­fun­da­men­ta­do co­mo irre­nun­cia­ble.

Es­te es­que­ma neo­pu­ni­ti­vis­ta ha co­la­bo­ra­do al des­cré­di­to del mo­vi­mien­to en fa­vor de los de­re­chos hu­ma­nos que, con la ex­cu­sa de ase­gu­rar­los res­pec­to de unas per­so­nas, tien­de a la ne­ce­si­dad de vio­lar­los res­pec­to de otras, cuan­do en rea­li­dad un sis­te­ma ju­rí­di­co-pe­nal con ver­da­de­ra au­to­ri­dad y en­te­re­za mo­ra­les pre­fe­ri­ría no con­tri­buir a vio­la­ción al­gu­na de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de na­die, li­mi­tán­do­se al con­trol del ejer­ci­cio del po­der pe­nal. En otras pa­la­bras, los de­re­chos hu­ma­nos en ma­te­ria pu­ni­ti­va de­ben man­te­ner­se siem­pre del “la­do del im­pu­ta­do”, sea quién sea el im­pu­ta­do, sea cual fue­ra el cri­men atri­bui­do, aun­que ello su­pon­ga even­tual­men­te una cier­ta cuo­ta de in­de­sea­ble, pe­ro ine­vi­ta­ble, im­pu­ni­dad.

Así pues, la ob­ten­ción de la pu­ni­ción co­mo fin irre­nun­cia­ble del ré­gi­men lle­va a po­ner a la vi­sión pu­ni­ti­va de los de­re­chos hu­ma­nos en con­tra­dic­ción con el prin­ci­pio éti­co del de­re­cho pe­nal, se­gún el cual re­sul­ta­ría in­mo­ral que el cas­ti­go de la vio­la­ción del de­re­cho se per­si­ga por me­dio de la vio­la­ción del de­re­cho73. Es­to de­sa­cre­di­ta las ex­pre­sio­nes del mo­vi­mien­to en fa­vor de los de­re­chos hu­ma­nos que ven al po­der pe­nal no co­mo el lu­gar don­de nor­mal­men­te los de­re­chos fun­da­men­ta­les son le­sio­na­dos, si­no co­mo el me­ca­nis­mo ade­cua­do pa­ra re­pa­rar­los y pro­te­ger­los. Al ha­cer es­to, el mo­vi­mien­to se po­ne en “fis­cal”, y al ser acu­sa­dor ya no pue­de de­fen­der –per­dien­do de ese mo­do to­da au­to­ri­dad mo­ral– los de­re­chos de los au­to­res de las vio­la­cio­nes a los de­re­chos hu­ma­nos ex­pues­tos a le­sión al ser en­fren­ta­dos al po­der pe­nal. Las gra­ves de­gra­da­cio­nes de la pro­tec­ción efec­ti­va de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los au­to­res de los pre­sun­tas vio­la­cio­nes gra­ves de los de­re­chos hu­ma­nos ha pro­du­ci­do de es­te mo­do un in­ne­ga­ble des­pres­ti­gio de los de­re­chos hu­ma­nos74.

V. Con­clu­sio­nes y pers­pec­ti­vas: el fu­tu­ro de la fun­ción “pe­nal”

de los de­re­chos hu­ma­nos

To­do lo tra­ta­do has­ta aquí mues­tra que el “sis­te­ma pu­ni­ti­vo de los de­re­chos hu­ma­nos” pa­re­cie­ra ser ob­je­ta­ble des­de el pun­to de vis­ta de la cien­cia mo­der­na del de­re­cho pe­nal y de los va­lo­res de la cul­tu­ra ju­rí­di­co-pe­nal de hoy en día. Ello se de­be, pa­ra de­cir­lo re­su­mi­da­men­te, a su ads­crip­ción sin al­ter­na­ti­vas a un po­der pe­nal ab­so­lu­to, fun­da­do en la ideo­lo­gía de la pu­ni­ción in­fi­ni­ta, ras­go ca­rac­te­rís­ti­co del neo­pu­ni­ti­vis­mo, que ale­ja al sis­te­ma de los cá­no­nes y pos­tu­la­dos de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta mo­der­na.

An­te ello, la ima­gen ius­hu­ma­nis­ta del de­re­cho pe­nal de­be ser com­ple­ta­men­te re­crea­da pa­ra que pue­da cum­plir en la ma­te­ria su fun­ción es­pe­cí­fi­ca y ne­ce­sa­ria. Se de­be asu­mir que los de­re­chos fun­da­men­ta­les só­lo pue­den cum­plir, res­pec­to del sis­te­ma pu­ni­ti­vo, una fun­ción de con­trol y lí­mi­te del po­der y no de apro­ba­ción acrí­ti­ca y am­pli­fi­ca­ción de ese po­der. La in­dis­pen­sa­ble pro­mo­ción de los de­re­chos fun­da­men­ta­les y la pre­ven­ción y re­pa­ra­ción de sus vio­la­cio­nes de­be pro­ve­nir an­te to­do de ám­bi­tos no pe­na­les, del de­re­cho ci­vil, del am­pa­ro cons­ti­tu­cio­nal, de la pro­tec­ción de la de­mo­cra­cia, de las po­lí­ti­cas so­cia­les de pre­ven­ción (no por vía de re­pre­sión ofi­cial), del sis­te­ma ju­rí­di­co del tra­ba­jo y de la se­gu­ri­dad so­cial y de los re­gí­me­nes in­dem­ni­za­to­rios, no de la pe­na. Cuan­do apa­re­ce en es­ce­na el de­re­cho pe­nal, por­que una per­so­na, cual­quier per­so­na, es im­pu­ta­da de ha­ber co­me­ti­do un de­li­to, en­ton­ces el sis­te­ma de los de­re­chos fun­da­men­ta­les, los or­ga­nis­mos de pro­tec­ción y las aso­cia­cio­nes de ac­ti­vis­tas só­lo pue­de es­tar al la­do del im­pu­ta­do en­fren­ta­do al po­der, nun­ca del la­do del po­der en­fren­ta­do al in­di­vi­duo, pues su ta­rea, en es­te úl­ti­mo ca­so, se neu­tra­li­za y de­sa­pa­re­ce, al des­va­ne­cer­se, co­mo ya fue de­mos­tra­do, su cre­di­bi­li­dad y su au­to­ri­dad mo­ral.

En es­te sen­ti­do, des­de el pun­to de vis­ta éti­co-fi­lo­só­fi­co es pre­ci­so que el mo­vi­mien­to de de­fen­sa de los de­re­chos hu­ma­nos, tan­to el ac­ti­vis­mo co­mo el seg­men­to ins­ti­tu­cio­nal75, sea reen­cau­za­do, res­pec­to del po­der pe­nal, en un ca­rril uni­la­te­ral pa­ra pro­tec­ción del acu­sa­do, re­nun­cian­do a to­da me­ga­lo­ma­nía pe­nal que se tra­duz­ca en la hui­da al de­re­cho pe­nal co­mo ins­tru­men­to de re­pre­sión. Se re­quie­re pa­ra ello, in­dis­pen­sa­ble­men­te, una abs­ti­nen­cia acu­sa­to­ria. Los or­ga­nis­mos de pro­tec­ción po­drán con­de­nar a un Es­ta­do que coac­cio­ne pa­ra ob­te­ner con­fe­sio­nes en los pro­ce­sos pe­na­les, por ejem­plo, y po­drán con­de­nar a ese Es­ta­do por no ha­ber con­se­gui­do, a la vez, que el au­tor de la coac­ción fue­ra con­de­na­do, pe­ro no po­drán exi­gir­le que efec­ti­va­men­te lo con­de­ne. Se po­drá exi­gir del Es­ta­do en ge­ne­ral me­di­das de pre­ven­ción, in­clui­dos to­dos los me­dios po­si­bles, tam­bién lo pe­nal, pe­ro lo de­ci­si­vo aquí es que esos or­ga­nis­mos y aso­cia­cio­nes no po­drán im­po­ner ni re­cla­mar nun­ca la per­se­cu­ción y cas­ti­go de una per­so­na con­cre­ta res­pec­to de he­chos de­ter­mi­na­dos, y mu­cho me­nos con ca­rác­ter apre­mian­te y ab­so­lu­to. A lo su­mo a la víc­ti­ma no sa­tis­fe­cha pe­nal­men­te en un ca­so da­do le de­be que­dar só­lo la po­si­bi­li­dad del re­sar­ci­mien­to ci­vil de la ex­pec­ta­ti­va frus­tra­da, pe­ro nun­ca un “cré­di­to pe­nal se­gu­ro” que es lo que en­tur­bia la si­tua­ción ac­tual de unos de­re­chos hu­ma­nos que des­va­rían en su de­ses­pe­ra­ción por con­se­guir con­de­na­cio­nes pe­na­les has­ta el pun­to de ha­ber de­ro­ga­do, res­pec­to de los im­pu­ta­dos en esos ca­sos, to­da opor­tu­ni­dad de ser so­me­ti­dos a un pro­ce­so pe­nal jus­to, ci­vi­li­za­do y a re­ci­bir la even­tual apli­ca­ción de un de­re­cho pe­nal nor­mal.

Se de­be po­ner fin así pa­ra siem­pre a to­da de­man­da pu­ni­ti­va de or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas, úni­co ca­mi­no que les per­mi­ti­rá, en to­dos los ca­sos y no en al­gu­nos, tal co­mo co­rres­pon­de a su mi­sión de­cla­ra­da, pro­te­ger los de­re­chos fun­da­men­ta­les fren­te al po­der pe­nal pú­bli­co.

Pa­ra mo­ti­var es­ta con­clu­sión se de­be par­tir de la fal­ta de sus­ten­to ar­gu­men­tal se­rio y ri­gu­ro­so de la sa­li­da con­tra­ria: la de­ri­va neo­pu­ni­ti­vis­ta com­pro­ba­da di­fí­cil­men­te en­cuen­tre una jus­ti­fi­ca­ción in­te­lec­tual. Al res­pec­to se pue­de de­cir que es se­gu­ro que el neo­pu­ni­ti­vis­mo de los de­re­chos hu­ma­nos no ha sur­gi­do de la Uni­ver­si­dad y de los cen­tros de dis­cu­sión de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta. Las obras del de­re­cho pe­nal es­tán ma­yo­ri­ta­ria­men­te de­di­ca­das a de­sa­rro­llar me­ca­nis­mos pa­ra li­mi­tar y con­tro­lar el ejer­ci­cio del po­der pu­ni­ti­vo, no pa­ra am­pliar­lo o lle­var­lo a to­dos los rin­co­nes de la vi­da. En ellas se pue­de ver un gran es­fuer­zo in­te­lec­tual por es­ta­ble­cer re­gí­me­nes ge­ne­ra­les de ase­gu­ra­mien­to de los va­lo­res de un de­re­cho pe­nal res­pe­tuo­so de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de la per­so­na que su­fre el ejer­ci­cio del po­der pe­nal (por ejem­plo, el sis­te­ma ga­ran­tis­ta de Lui­gi Fe­rra­jo­li) y tam­bién su­bre­gí­me­nes, co­mo la teo­ría ju­rí­di­ca del de­li­to y la dog­má­ti­ca pro­ce­sal, que pre­ten­den, por vía de una sis­te­má­ti­ca ra­cio­nal, la in­ter­dic­ción ten­den­cial de la ar­bi­tra­rie­dad, den­tro de lo po­si­ble, en la apli­ca­ción de las nor­mas pe­na­les y pro­ce­sa­les. Una eu­fo­ria por la víc­ti­ma (de gra­ves vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos), cu­ya con­se­cuen­cia sea el aban­do­no de la pro­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos de los sos­pe­cho­sos de ha­ber co­me­ti­do esos crí­me­nes (o de los au­to­res), de mo­do que res­pec­to de ellos no ri­jan los prin­ci­pios clá­si­cos li­mi­ta­do­res del po­der pe­nal, no exis­te en las obras más tras­cen­den­tes de de­re­cho pe­nal más que ais­la­da­men­te76. Es­to de­mues­tra que, en prin­ci­pio, en la li­te­ra­tu­ra cien­tí­fi­ca del de­re­cho pe­nal más sig­ni­fi­ca­ti­va, des­de la Ilus­tra­ción por lo me­nos, no hay una ten­den­cia neo­pu­ni­ti­vis­ta co­mo la que se ha apo­de­ra­do de or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas, al me­nos a par­tir de lo que mues­tra su de­sem­pe­ño en los ca­sos aquí men­cio­na­dos.

Se pue­de afir­mar con ro­tun­di­dad un di­vor­cio en­tre la cien­cia del de­re­cho pe­nal y la vi­sión del cas­ti­go pú­bli­co que sos­tie­nen ta­les or­ga­nis­mos y agru­pa­cio­nes de ac­ti­vis­tas.

Es­to de­be ser re­ver­ti­do, se­gún en­tien­do, si se re­cu­rre a la cláu­su­la ge­ne­ral y abs­trac­ta que vin­cu­la la de­ci­sión de los or­ga­nis­mos de su­per­vi­sión a la pree­mi­nen­cia del de­re­cho tal cual la en­tien­de la cien­cia ju­rí­di­co-pe­nal. En efec­to, hay una re­gla de ga­ran­tía de la ca­li­dad de las de­ci­sio­nes de los or­ga­nis­mos es­ta­ble­ci­da en los gran­des pac­tos de de­re­chos hu­ma­nos que crean ins­ti­tu­cio­nes de con­trol. En el es­pe­jo de la CADH se pue­de ver que ella exi­ge que los miem­bros de la Cor­te sean “ju­ris­tas de la más al­ta au­to­ri­dad mo­ral, de re­co­no­ci­da com­pe­ten­cia en ma­te­ria de de­re­chos hu­ma­nos, que reú­nan las con­di­cio­nes re­que­ri­das pa­ra el ejer­ci­cio de las más ele­va­das fun­cio­nes ju­di­cia­les” (CADH, art. 52.1). Es­to sig­ni­fi­ca, an­te to­do, que se es­pe­ra del per­so­nal de la Cor­te, en ma­te­ria pe­nal, no só­lo que ten­gan la pro­fe­sión de ju­ris­ta, que es ob­vio, si­no que apli­quen el ar­te y la cien­cia del de­re­cho pe­nal tal co­mo se los en­tien­de hoy en día. Se exi­ge que se tra­te de per­so­nas egre­sa­das de la Fa­cul­tad de De­re­cho de una Uni­ver­si­dad, es de­cir, per­so­nas que, res­pec­to del de­re­cho pe­nal y pro­ce­sal pe­nal, es­tén con­ve­nien­te­men­te for­ma­das, tan­to en los as­pec­tos nor­ma­ti­vos co­mo en la me­to­do­lo­gía que esas ra­mas del or­den ju­rí­di­co re­quie­ren pa­ra con­se­guir la re­so­lu­ción ar­gu­men­tal­men­te co­rrec­ta y no ar­bi­tra­ria de los ca­sos con­cre­tos que se le plan­teen. Im­po­ner for­mal­men­te un cuer­po de ju­ris­tas im­pli­ca, en abs­trac­to, es­ta­ble­cer un mo­de­lo de or­ga­nis­mo de su­per­vi­sión en el cual se con­si­de­ra un va­lor in­clau­di­ca­ble, res­pec­to de las cues­tio­nes pe­na­les, el do­mi­nio de los cá­no­nes de fun­cio­na­mien­to de la her­me­néu­ti­ca pe­na­lis­ta y la apli­ca­ción ra­zo­na­da de las obras más des­ta­ca­das del te­ma.

Es­ta exi­gen­cia me­to­do­ló­gi­ca del tra­ba­jo pe­nal de los or­ga­nis­mos de con­trol (y por tan­to tam­bién de las aso­cia­cio­nes de ac­ti­vis­tas), que aquí se pre­ten­de fun­da­men­tar teó­ri­ca­men­te en la “cláu­su­la de los ju­ris­tas” ci­ta­da, no en­cuen­tra en la prác­ti­ca ac­tual un re­fle­jo ade­cua­do. En efec­to, en la ar­gu­men­ta­ción, en la fun­da­men­ta­ción, los prin­ci­pios bá­si­cos re­gu­la­do­res del de­re­cho pe­nal y pro­ce­sal pe­nal, ya co­mo me­to­do­lo­gía de tra­ba­jo, no son uti­li­za­dos en la to­ma de po­si­ción pe­nal de or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas. Las re­fe­ren­cias a la li­te­ra­tu­ra pe­nal re­le­van­te son ca­si nu­las, al­go di­fí­cil de en­ten­der si pen­sa­mos que se pre­ten­de un tra­ba­jo de ju­ris­ta. En otras pa­la­bras, la di­fe­ren­cia en­tre el tra­ta­mien­to que a la cues­tión pe­nal dan or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas es, res­pec­to del tra­ta­mien­to que le da­ría un ju­ris­ta, no­ta­ble. Por ej., la for­ma en que la Cor­te IDH cum­plió con la car­ga ar­gu­men­tal en la sen­ten­cia “He­rre­ra Ulloa” res­pec­to del de­re­cho del con­de­na­do al re­cur­so, más allá del acier­to ju­rí­di­co-pro­ce­sal o no de la par­te re­so­lu­ti­va (yo creo que en gran me­di­da la Cor­te acier­ta), di­fí­cil­men­te se­ría apro­ba­da co­mo ex­po­si­ción teó­ri­ca so­bre el te­ma77. En “Ba­rrios Al­tos”, una sen­ten­cia acer­ca de las ta­reas, al­can­ces y fun­cio­nes del de­re­cho pe­nal, que un Juez de la pro­pia Cor­te IDH con­si­de­ra “his­tó­ri­ca” y “me­mo­ra­ble”, no se men­cio­na ni se ci­ta en apo­yo de lo que se di­ce ni una so­la obra de de­re­cho pe­nal o pro­ce­sal pe­nal clá­si­co o con­tem­po­rá­neo. Es­tos ejem­plos sir­ven só­lo pa­ra des­cri­bir la di­fe­ren­cia me­to­do­ló­gi­ca que hay en­tre el ju­ris­ta ideal y el tri­bu­nal con­cre­to en el mo­do de fun­da­men­tar su de­ci­sio­nes de re­le­van­cia pe­nal. Es­to no de­be­ría ser así, pues, por un la­do, al­gún sen­ti­do teó­ri­co tie­ne que te­ner la “cláu­su­la de los ju­ris­tas” y, por otro la­do, el de ju­ris­ta es un tra­ba­jo ba­se, un mé­to­do de aná­li­sis, fun­da­men­ta­ción y de­ci­sión de cues­tio­nes le­ga­les que se exi­ge, co­mo pi­so mí­ni­mo de su ac­tua­ción, res­pec­to de to­dos los que de­sem­pe­ñan fun­cio­nes vin­cu­la­das al ar­te del de­re­cho pe­nal, aun­que des­pués sus fun­cio­nes es­pe­cí­fi­cas sean bien di­fe­ren­tes (juez, do­cen­te, dic­ta­mi­na­dor, de­fen­sor, tra­ta­dis­ta o acu­sa­dor). O bien no de­be exi­gir­se más que los má­xi­mos fun­cio­na­rios del sis­te­ma in­ter­na­cio­nal de su­per­vi­sión de los de­re­chos hu­ma­nos sean ju­ris­tas o bien de­be es­pe­rar­se que ellos re­suel­van los ca­sos de im­pli­can­cia pe­nal si­guien­do la me­to­do­lo­gía de aná­li­sis y ar­gu­men­ta­ción de la cien­cia ju­rí­di­co-pe­nal y es­pe­cial­men­te res­pe­tan­do los prin­ci­pios de la cul­tu­ra pe­na­lis­ta.

Si es­te ne­xo que vin­cu­la en lo pe­nal al juez (y por con­si­guien­te al ac­ti­vis­ta) de “de­re­chos” hu­ma­nos con el ju­ris­ta hu­bie­ra si­do res­pe­ta­do nun­ca se hu­bie­ra caí­do en el ac­tual neo­pu­ni­ti­vis­mo del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos. Co­mo ya fue se­ña­la­do y es co­no­ci­do, la cien­cia pe­nal de los ju­ris­tas ha al­can­za­do un gra­do ex­traor­di­na­rio de re­fi­na­mien­to y fun­da­men­ta­ción con el fin de plan­tear la des­con­fian­za más ab­so­lu­ta res­pec­to del de­sa­for­tu­na­do ins­tru­men­tal pe­nal y crear en tor­no a él me­ca­nis­mos de lí­mi­te y con­trol, tan­to des­de el pun­to de vis­ta de la afir­ma­ción de prin­ci­pios co­mo des­de la téc­ni­ca cons­trui­da pa­ra un apli­ca­ción e in­ter­pe­ta­ción no ar­bi­tra­ria de los pre­cep­tos pe­na­les y pro­ce­sa­les. Un po­der pu­ni­ti­vo ab­so­lu­to co­mo el que pre­go­nan or­ga­nis­mos y ac­ti­vis­tas es jus­ta­men­te el mo­de­lo ju­rí­di­co que con más fuer­za ar­gu­men­tal re­sul­ta re­fu­ta­do por la cien­cia pe­nal78.

Si los or­ga­nis­mos y los ac­ti­vis­tas de de­re­chos hu­ma­nos se re­co­no­cen ju­ris­tas, en­ton­ces de­ben de­vol­ver la mi­ra­da a esa cul­tu­ra pe­na­lis­ta y apli­car sus prin­ci­pios y sus cá­no­nes, aban­do­nan­do pa­ra siem­pre la idea de que sus in­te­re­ses y de­seos con­cre­tos pue­dan es­tar por en­ci­ma de las de­ci­sio­nes ob­je­ti­vas del de­re­cho, pa­ra que no se pien­se que en la in­vo­ca­ción de va­lo­res y ver­da­des ab­so­lu­tos y ge­ne­ra­les se es­tá ocul­tan­do en rea­li­dad la per­se­cu­ción de lo­gros bien par­ti­cu­la­res.

Así, vol­vien­do al pun­to de par­ti­da de es­te tra­ba­jo, no se tra­ta aquí de de­fen­der un abo­li­cio­nis­mo in­ve­ro­sí­mil e in­con­ce­bi­ble del de­re­cho pe­nal, mu­cho me­nos de su ina­pli­ca­bi­li­dad a los crí­me­nes más gra­ves, si­no tan só­lo de afir­mar una vi­sión del po­der pu­ni­ti­vo que res­pec­to de to­dos los he­chos vea siem­pre al de­re­cho pe­nal co­mo lo que real­men­te es. No se tra­ta de la oc­ta­va ma­ra­vi­lla del mun­do, al­can­za­ble a cual­quier pre­cio, co­mo cree el neo­pu­ni­ti­vis­mo. Tam­po­co de un ins­tru­men­to ile­gí­ti­mo re­pug­nan­te a la con­di­ción hu­ma­na, co­mo pa­re­cen ver­lo el abo­li­cio­nis­mo, el ag­nos­ti­cis­mo y las otras co­rrien­tes si­mi­la­res. An­tes bien, el po­der pe­nal es un mal tan des­con­fia­ble y de­sa­for­tu­na­do co­mo im­pres­cin­di­ble. La ta­rea de las per­so­nas de de­re­cho que de­sem­pe­ñen res­pec­to del de­re­cho pe­nal fun­cio­nes pú­bli­cas o se­mi-pú­bli­cas de su­per­vi­sión de de­re­chos fun­da­men­ta­les de­be ser la de tra­ba­jar pa­ra li­mi­tar­lo, con­tro­lar­lo, en fin, evi­tar su irre­sis­ti­ble ex­pan­sión y su ten­den­cia a la ma­ni­pu­la­ción y la ar­bi­tra­rie­dad.

En el di­le­ma en­tre el cas­ti­go a las vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos y el res­pe­to por los de­re­chos hu­ma­nos del acu­sa­do pre­va­le­ce, co­mo prio­ri­dad, la pro­tec­ción al im­pu­ta­do.

Se­ría con­ve­nien­te ade­más in­tro­du­cir, aun­que ello só­lo sea po­si­ble co­mo hi­pó­te­sis teó­ri­ca que de­be pre­si­dir la me­to­do­lo­gía del aná­li­sis de ca­sos pe­na­les des­de el pun­to de vis­ta de los de­re­chos hu­ma­nos, un prin­ci­pio de ano­ni­ma­to, que se re­fle­je en la prác­ti­ca de eva­luar los ca­sos sin aten­der a la iden­ti­dad de los in­vo­lu­cra­dos, pa­ra evi­tar las usua­les dis­tor­sio­nes que se ge­ne­ran por ra­zo­nes emo­ti­vas com­pren­si­bles pe­ro que no de­be­rían te­ner pe­so al­gu­no en la re­so­lu­ción de los pro­ble­mas ju­rí­di­co-pe­na­les, pues es­tas dis­tor­sio­nes im­pi­den que el de­re­cho tra­ba­je de un mo­do neu­tral e igua­li­ta­rio, es de­cir, de un mo­do ra­cio­nal y li­bre de ob­je­cio­nes.

Los or­ga­nis­mos in­ter­na­cio­na­les de con­trol y las or­ga­ni­za­cio­nes de de­fen­sa y pro­mo­ción de los de­re­chos hu­ma­nos, en­ton­ces, de­ben ve­lar pa­ra que los prin­ci­pios y ga­ran­tías de pro­tec­ción del acu­sa­do sean res­pe­ta­dos. Si en lu­gar de ello van a se­guir re­pre­sen­tan­do es­te ina­pro­pia­do pa­pel de acu­sa­do­res neo­pu­ni­ti­vis­tas a la bús­que­da de una pu­ni­ción in­fi­ni­ta, des­pres­ti­gian­do el va­lor es­tra­té­gi­co de los de­re­chos hu­ma­nos, se­rá ne­ce­sa­rio es­ta­ble­cer nue­vos or­ga­nis­mos y nue­vas or­ga­ni­za­cio­nes que pro­te­jan se­ria­men­te los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los in­di­vi­duos acu­sa­dos y so­me­ti­dos al po­der pe­nal y que los pro­te­jan no só­lo fren­te al Es­ta­do, si­no tam­bién an­te aque­llos or­ga­nis­mos y or­ga­ni­za­cio­nes que, na­ci­dos pa­ra brin­dar esa pro­tec­ción fren­te al po­der pe­nal pú­bli­co, han de­ge­ne­ra­do hoy en inau­di­tos pro­mo­to­res de un po­der pe­nal ab­so­lu­to. O qui­zá sea pre­fe­ri­ble que to­da pro­tec­ción y de­fen­sa de­sa­pa­rez­can, pues así los de­re­chos de to­dos los im­pu­ta­dos es­ta­rían mu­cho me­jor pro­te­gi­dos, le­jos de las in­só­li­tas de­ci­sio­nes ac­tua­les del neo­pu­ni­ti­vis­mo que, a par­tir de los ca­sos más gra­ves, han lle­va­do el re­la­ja­mien­to y la ba­na­li­za­ción de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los acu­sa­dos tam­bién a los he­chos más le­ves. En cues­tión de mi­nu­tos es­ta vi­sión fun­da­men­ta­lis­ta de lo pe­nal ha­brá lle­ga­do a to­dos los rin­co­nes del sis­te­ma pu­ni­ti­vo. No se ne­ce­si­ta ser adi­vi­no pa­ra pre­de­cir lo que va a ocu­rrir cuan­do po­tec­ción de los de­re­chos hu­ma­nos se ex­tien­da a pro­tec­ción de la se­gu­ri­dad y lo fá­cil que va a re­sul­tar equi­pa­rar, aun­que sean co­sas dis­tin­tas, vio­la­ción de los de­re­chos hu­ma­nos e in­se­gu­ri­dad, de mo­do de lle­var a es­te úl­ti­mo cam­po los pos­tu­la­dos an­ti­ga­ran­tis­tas del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos. Sor­pren­den­te es que mu­chos de los ac­to­res que pro­mue­ven, pre­go­nan y apli­can el neo­pu­ni­ti­vis­mo del de­re­cho pe­nal de los de­re­chos hu­ma­nos se pre­sen­ten co­mo ges­to­res so­cia­les y po­lí­ti­cos que tra­ba­jan pa­ra con­se­guir un mun­do me­jor, sin ad­ver­tir que es to­tal­men­te in­sen­sa­to pen­sar en un mun­do me­jor por me­dio del de­re­cho pe­nal y, mu­cho me­nos aún, por me­dio de un de­re­cho pe­nal co­mo el neo­pu­ni­ti­vis­ta, que es al­go mu­cho peor que el ya de­sa­for­tu­na­do pe­ro ra­cio­nal y li­mi­ta­do de­re­cho pe­nal li­be­ral clá­si­co79.

* Dedicado a Alberto Bovino, amigo y compañero. Naturalmente, en un trabajo dedicado a Bovino no podía faltar un epígrafe. La cita corresponde a la traducción de Gemma Rovira Ortega, Ed. Salamandra, Barcelona, 2004, p. 201. La voz “deriva”, en el título, está utilizada con el alcance que le dará la RAE, como segunda acepción, a partir de la vigésima tercera edición de su Diccionario de la Lengua Española: “Evolución que se produce en una determinada dirección, especialmente si ésta se considera negativa” (vid. www.rae.es).

1 Vid. Maier, La esquizofrenia del derecho penal (inédito).

2 Vid. Zaffaroni, El derecho penal liberal y sus enemigos, manuscrito de su intervención con motivo de recibir el título de doctor honoris causae de la Universidad de Castilla-La Mancha, Toledo, enero de 2004.

3 Vid. Canció Meliá, «Derecho penal» del enemigo y delitos de terrorismo, en “Revista Peruana de Ciencias Jurídicas”, nº 13, p. 151. En esta breve presentación del neopunitivismo que sigue, necesaria para explicar el rumbo tomado por el denominado derecho penal de los derechos humanos, desarrollo resumidamente las explicaciones que al respecto son expuestas en extenso en mi libro Recodificación penal y principio de reserva de código, Buenos Aires, 2005, § 1. Puntos de partida: Neopunitivismo, descodificación y “caos jurídico penal”.

4 Vid. Demetrio Crespo, Del “derecho penal liberal” al “derecho penal del enemigo”, en “Nueva Doctrina Penal”, 2004/A, p. 51; Ragués i Vallès/González Franco, Comentario a la «enésima» reforma del Código Penal, en “Iuris”, nº 80, p. 37.

5 Silva Sánchez, Retos científicos y retos políticos de la ciencia del derecho penal, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (comps.), Crítica y justificación del derecho penal en el cambio de siglo, Cuenca, 2003, p. 25 (destacado en el original).

6 Vid. Díez Ripollés, La racionalidad de las leyes penales, Madrid, 2003, p. 68.

7 Vid. Silva Sánchez (nota 5), p. 36, con más referencias.

8 Díez Ripollés (nota 6), p. 34.

9 Vid. Carbonnier, Ensayo sobre las leyes, trad. de L. Diez Picazo, Madrid, 1998, p. 237.

10 Vid. Ferrajoli, Derecho y razón, trad. de P. Andrés Ibáñez et al., Madrid, 2ª ed., 2001, ps. 700 y ss.; Maier, ¿Es posible todavía la realización del proceso penal en el marco de un Estado de derecho?, en “¿Más Derecho?,” nº 1 (2001), ps. 267 y ss.; Demetrio Crespo (nota 4), ps. 47 y siguientes.

11 Vid. Silva Sánchez, La expansión del derecho penal, Madrid, 2ª ed., 001.

12 Vid. Maiello, Riserva di codice e decreto-legge in materia penale: un (apparente) paso avanti ed uno indietro sulla via del recupero della centralità del codice, en AA.VV., La riforma della parte generale del Codice penale, Napoli, 2003, p. 160.

13 Vid. Maurach/Zipf, Strafrecht AT, Heidelberg, 8ª ed., 1992, t. I., p. 25; Palazzo, Principio de última ratio e hipertrofia del derecho penal, trad. de N. García Rivas, en Arroyo Zapatero et. al. (comps.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos. In memoriam, Cuenca, 2001, ps. 433 y siguientes.

14 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 702. Vid., también, Prittwitz, El derecho penal alemán: ¿fragmentario? ¿subsidiario? ¿ultima ratio?, trad. de Ma. Castiñeira Palou, en AA.VV., La insostenible situación del derecho penal, Granada, 2000, p. 428: “el código y las leyes penales accesorias se condensan en una cada vez más tupida red de normas prohibitivas, y la discusión político-criminal descubre por lo general, para resolver las crisis del mundo moderno, nuevas necesidades de criminalización”.

15 Zaffaroni, Tratado de derecho penal, Buenos Aires, 1987, t. I, p. 458.

16 Vid., más detalladamente, Maier (nota 10), ps. 267 y ss.; Albrecht, El derecho penal en la intervención de la política populista, trad. de R. Robles Planas, en AA.VV. (nota 14), ps. 482 y ss., especialmente ps. 484 y ss. (“La flexibilización del proceso como instrumento de lucha contra el delito”). La consecuencia procesal del neopunitivismo ha sido un regreso a un estilo de enjuiciamiento dominado por ideales inquisitivos que ha dado lugar a un sistema procesal penal neoinquisitorio, tal como lo ha puesto al descubierto con todas sus notas distintivas Benabentos, Omar, El reverdecer neoinquisitivo del siglo XX, en el Suplemento de Derecho Procesal de El Dial (www.eldial.com.ar). Vid., asimismo, Prittwitz, Sociedad de riesgo y derecho penal, trad. de A. Nieto Martín y E. Demetrio Crespo, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (nota 5), p. 264.

17 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 703.

18 Vid. Hassemer, Viejo y nuevo derecho penal, en id., Persona, mundo y responsabilidad, trad. de F. Muñoz Conde y Ma. Díaz Pita, Bogotá, 1999, ps. 28 y siguiente.

19 Lo que Albrecht (nota 16), p. 485, denomina el “endurecimiento de la normativa relativa a la prisión preventiva”.

20 Vid. Hassemer (nota 18), ps. 26 y ss. Esto es tan así que Mazzacuva, El futuro del derecho penal, trad. de M. Rodríguez Arias, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (nota 5), p. 234, ha llegado a sostener que el moderno derecho penal inflacionario sería un puro derecho de papel, de libro, un derecho virtual, en fin, un “derecho penal de los no condenados”, debido a que casi nunca se aplica, salvo a algún que otro chivo expiatorio.

21 Vid. Hassemer (nota 18), p. 27.

22 El derecho penal es utilizado por el legislador como “cómodo «tapa-agujeros», bueno para todos los usos, que exonera de la difícil búsqueda de instrumentos de intervención más sofisticados y onerosos” (Fiandaga, G., La giustizia penale, en Democrazia e Diritto, 1997, 1, p. 337 [apud Ferrajoli, Legalidad civil y legalidad penal. Sobre la reserva de código en materia penal, trad. de N. Guzmán, en CDJP n° 15, p. 28, nº 18]). Vid., igualmente, Mahiques, Cuestiones de política criminal y derecho penal, Buenos Aires, 2002, ps. 60 y ss., quien ilustra acerca de la hipertrofia del derecho penal actual y sus razones, especialmente en la experiencia italiana.

23 Vid. Guarnieri, ¿Cómo funciona la máquina judicial? El modelo italiano, trad. de A. Slokar y N. Frontini, Buenos Aires, 2003, p. 159. Acerca de las causas de las actitudes punitvas de la sociedad, vid. Díez Ripollés (nota 6), ps. 24 y siguientes.

24 La proliferación demagógica de normas penales, sobre todo en torno a los problemas actuales de inseguridad en los centros poblados, está llamada, en principio, a quedar inefectiva (fenómeno calificado tanto de patológico como de providencial), lo cual muestra claramente su pura finalidad electoralista. Vid. al respecto Ferrajoli (nota 22), ps. 18 y 27.

25 Vid. Silva Sánchez (nota 11), p. 130. En esta actitud se puede ver una exageración de lo que Díez Ripollés (nota 6), p. 59, llama la extendida creencia de que el derecho penal es capaz de modificar la realidad social. Vid. también Albrecht (nota 16), ps. 471 y ss., quien caracteriza al derecho penal actual como arma política empleada demagógicamente para intentar solucionar cualquier problema social por más complejo que sea, algo que denomina también como la permanente e inmediata llamada al derecho penal propia del espíritu de un época contrailustrada.

26 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 714.

27 Para más detalles remito a mi trabajo Recodificación penal y principio de reserva de código (nota 3).

28 Sigo en este punto también, en general y resumidamente, la exposición al respecto efectuada en mi trabajo citado en la nota precedente.

29 Vid. Guzmán, Historia de la codificación civil en Iberoamérica (manuscrito), 2000, p. 38.

30 Vid. ib., ps. 37 y ss., con más detalles acerca del iusnaturalismo racionalista moderno, de sus orígenes clásicos y de la influencia de la neoescolástica española.

31 Vid. Wesel, Geschichte des Rechts, München, 1997, ps. 365 y siguientes.

32 Vid. Tomás y Valiente, Manual de historia del derecho español, Madrid, 2ª ed., 1983, ps. 500 y siguientes.

33 Vid., con más informaciones acerca de la relación entre el moderno iusracionalismo y la revolución científica, Guzmán (nota 29), ps. 53 y siguientes.

34 Vid. Bandieri, En torno al Código Napoleón: permanencia y cambio, en AA.VV., La codificación: raíces y prospectiva. El Código Napoleón, Buenos Aires, 2003, p. 214.

35 “El racionalismo jurídico encerraba en sí mismo una voluntad de positivizarse, esto es, de transformar los principios naturales descubiertos por los filósofos en preceptos positivos promulgados e impuestos por los legisladores” (Tomás y Valiente [nota 32], p. 504). Esta situación ya era clara a mediados del siglo XIX para Juan Bautista Alberdi, quien en el preámbulo de su Proyecto de Constitución de la Confederación Argentina de 1852 incluyó entre los objetivos primordiales del texto constitucional del país el de “fijar los derechos naturales de sus habitantes” (el Proyecto está anexado a su obra Bases y puntos de partida para la organización nacional de la República Argentina, Valparaíso, 1852; vid. al respecto Rabinovich-Berkman, Un viaje por la historia del derecho, Buenos Aires, 2002, p. 274).

36 Se gira en círculos. De la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que tenía validez universal no local, estos derechos pasaron a las Constituciones. Después de ellas a esos grandes pactos internacionales. Y de ellos han vuelto a las Constituciones, incluso de los países que forman parte de esos pactos, de modo que, por ejemplo, en Argentina, el debido proceso es una garantía de la CN, art. 18, pero que rige también por aplicación directa del PIDCP, art. 14, o de la CADH, art.8, y que vuelve a aparecer en la CN, pero en la versión de estos pactos, por medio del art. 75, inc. 22. Parece que la exageración, la reiteración y la sobreprotección son, al contrario que en la vida normal, virtud y no vicio en esta materia.

37 Vid., más detalladamente al respecto, Pastor, El principio de la descalificación procesal del Estado en el derecho procesal penal, en AA.VV., Homenaje a Francisco J. D’Albora, Buenos Aires, 2005 (en prensa).

38 Que, por razones obvias, lleva el extraño nombre oficial de Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante Corte IDH, tal como se la cita usualmente en este extravagante “neoespañol” de los iushumanistas).

39 Caso “Barrios Altos (Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú)”, sentencia del 14/3/2001. Más detalles acerca del caso, de la sentencia de la Corte y del problema de la imprescriptibilidad pueden ser vistos en Ziffer, El principio de legalidad y la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, en AA.VV., Homenaje al Prof. Dr. Julio B. J. Maier, Buenos Aires, 2005 (en prensa).

40 Si la defensa de los derechos humanos se erige como fin absoluto, se convierte también en cuestión tabú y se corre el riesgo de que cualquier idea de limitar jurídicamente el poder de reacción punitiva frente a sus violaciones sea descalificada como posición anti-derechos humanos.

41 El agrado por lo penal de esta decisión puede ser visto también en el voto concurrente (pero que parece más un comentario de lo resuelto) del Juez Antônio A. Cançado Trindade, quien señala, que la sentencia que él mismo ha dictando es “de trascendencia histórica” y que ha sido dictada después de “la memorable audiencia pública realizada el día de hoy, 14 de marzo de 2001, en la sede del Tribunal”. Estas calificaciones de sentencia histórica, memorable, debieron ser reservadas, naturalmente, para los comentaristas de la decisión, no para los autores.

42 Caso “Bulacio vs. Argentina”, sentencia del 18.9.2003. También sobre este caso se pueden ver todos los detalles y los problemas referidos a la imprescriptibilidad en Ziffer (nota 39), donde es especialmente destacable el análisis que se efectúa respecto del carácter de la violación de derechos humanos tratada en el caso y su capacidad para restringir los derechos fundamentales del acusado, análisis que es seguido bien de cerca en este trabajo.

43 Es de esperar, pero no seguro, pues ha sido recurrida, sin embargo me anticipo a pronosticar que una eliminación de dicho pronunciamiento resulta inconcebible, sobre todo porque se resuelva lo que se resuelva en las instancias subsiguientes la solución será siempre que el caso respecto de esos imputados se ha acabado para siempre.

44 To­da la in­for­ma­ción del ca­so y de las vio­la­cio­nes de de­re­chos de los acu­sa­dos co­me­ti­das se pue­den ver en los tex­tos de Mar­ce­lo A. San­ci­net­ti, Aná­li­sis crí­ti­co del ca­so­”Ca­be­zas”, t. I, La ins­truc­ción, Bue­nos Ai­res, 2000, y t. II, El jui­cio, Bue­nos Ai­res, 2002. Es­ta obra de­be­ría ser la de ca­be­ce­ra en los cur­sos de de­re­cho pro­ce­sal pe­nal de nues­tras Uni­ver­si­da­des, pues en ella se mues­tra con cla­ri­dad lo que el pro­ce­so pe­nal no de­be ser y la ne­ce­si­dad de cons­truir una dog­má­ti­ca pro­ce­sal con­se­cuen­te que sir­va al ase­gu­ra­mien­to de los de­re­chos fun­da­men­ta­les de los acu­sa­dos y a la in­ter­dic­ción de es­tas ar­bi­tra­rie­da­des. Des­de el pun­to de vis­ta del ga­ran­tis­mo es un tra­ba­jo im­pres­cin­di­ble. Así co­mo el De­re­cho y ra­zón de Fe­rra­jo­li de­be ser vis­to co­mo la ree­la­bo­ra­ción de De los de­li­tos y de las pe­nas de Bec­ca­ria, 200 años des­pués, tam­bién la obra de San­ci­net­ti so­bre el ca­so “Ca­be­zas” de­be ser vis­ta co­mo la ree­la­bo­ra­ción de la de­fen­sa que hi­zo Vol­tai­re del in­jus­ta­men­te acu­sa­do y con­de­na­do a muer­te Juan Ca­las.

45 BverfGE 39, 1; 88, 203. En la primera de ellas (1975), retomada por la segunda (1993), se establece que el derecho constitucional a la vida, en este caso de la persona por nacer, obliga al legislador a establecer medidas de carácter penal para asegurarla.

46 Ésta es, básicamente, la línea seguida por Ferrajoli (nota 10), ps. 335 y ss., quien fue el primero que formuló esta idea, luego desarrollada en su obra citada; y de Baratta, Principios del derecho penal mínimo, en “Doctrina Penal”, 1987, ps. 623 y siguientes.

47 Se trata, aunque sólo en cierta medida, de las tesis de Bricola y sus seguidores. También de la Corte IDH, que en el caso “Bulacio”, punto 120, exige de los Estados expresamente la “investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de las violaciones de los derechos protegidos por la Convención Americana”, es decir, de toda infracción a cualquier derecho de los cientos que son protegidos por la Convención. Esto no puede ser tomado en serio, antes bien, hay que hacerlo con humor y preguntarse: ¿no será mucho?

48 Vid. Ferrajoli (nota 22), p. 27.

49 Vid. ib., ps. 22 y siguientes.

50 Vid. id. (nota 10), ps. 335 y siguientes.

51 Vid., sobre esta caracterización, detalladamente Silva Sánchez (nota 11), ps. 66 y siguientes.

52 Vid. ib., p. 68.

53 Piénsese otra vez en la figura del derecho esquizofrénico trazada por Maier (nota 1).

54 Vid. Ziffer (nota 39). Me parece que a un país no se le puede exigir que no aplique amnistías, que pueden ser políticamente necesarias, o que establezca delitos imprescriptibles, que son jurídicamente inconcebibles en un Estado (limitado y por tanto no absoluto) de derecho. Se lo puede condenar, local o internacionalmente, a indemnizar por no haber juzgado a tiempo o por haber tenido que recurrir a amnistiar ciertos crímenes, pero el crimen amnistiado o prescripto así se quedará y, además, dicho Estado no debería ser obligado a reconocer en su orden jurídico, como ya ha sucedido, a semejantes inconveniencias normativas.

55 Vid. Silva Sánchez (nota 11), ps. 53 y siguiente.

56 Vid. Hirsch, Zur Stellung des Verlezten im Straf- und Strafverfarensrecht, en AA.VV., Gedächtnisschrift für Armin Kaufmann, Köln, etc., 1989, p. 699.

57 Ilustrativo, casi gráfico, Maier: el movimiento a favor de la víctima es un movimiento en favor de más delitos y penas más graves (nota 1).

58 Silva Sánchez (nota 11), p. 53.

59 Ib., p. 55.

60 ¡Para eso están penas y delitos!

61 Apud Díaz Cantón, Exclusión de la prueba obtenida por medios ilícitos, en “Nueva Doctrina Penal”, 1999/A, p. 333. En el mismo sentido del texto, esto es, a favor, como rasgo distintivo de civilización, de una limitada cantidad de no punibilidad preferible al castigo a ultranza, vid. Ziffer (nota 39). Una interesante distinción razonable entre amnistías legítimas e ilegítimas formula Dencker, Crímenes de lesa humanidad y derecho penal internacional, observaciones críticas, trad. de A. Kiss, en AA.VV., Homenaje al Prof. Dr. Julio B.J. Maier, Buenos Aires, 2005 (en prensa), con el fin de mostrar que no es sensato, en ciertos casos y bajo determinados requisitos, renunciar fóbicamente a todo mecanismo de no punición.

62 Tom Wolfe dice literalmente al respecto –algo que en el texto ha sido parafraseado– que “la mayoría de los que se dicen de izquierdas, en lugar de pensar se indignan, y eso les reviste de dignidad” (entrevista concedida a El País Semanal, Madrid, 20.3.2005, p. 16).

63 En el paroximo de la exaltación punitiva se colocó una prestigiosa y renombrada organización defensora de los derechos humanos de Argentina que actúa como querellante en el proceso por las muertes sucedidas en diciembre de 2001 durante la caída de de la Rúa. En ese proceso la posición de esta institución respecto de esas muertes, ocasionadas aparentemente por la policía durante la represión de los disturbios, es atribuírselas al ex-Presidente por ser el superior de los policías en la organización jerárquica del poder. Una forma de participación que, encubiertamente, tiene demasiado sabor a inquisitiva imputación dolosa o a una inconcebible resposabilidad penal objetiva. Por lo demás, parece llamativo que el entonces Presidente, quien, por cierto, durante todo su gobierno había sido acusado precisamente de ser incapaz de hacer algo, haya organizado de la noche a la mañana una masacre de tales proporciones.

64 Acerca de esta tendencia por parte del llamado derecho internacional de los derechos humanos advierte Maier, Extraterritorialidad penal y juzgamiento universal, en AA.VV., Estudios en homenaje al Profesor Enrique Vescovi, Montevideo, 2000, p. 37.

65 Vid. Pisarello, en su introducción a Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo, trad. de P. Andrés Ibáñez, I. Anitua, M. Monclús Masó y G. Pisarello, Madrid, 2004, p. 14.

66 Vid. Ferrajoli (nota 65), p. 46.

67 El interés de la víctima del delito, que en el proceso penal debería estar representado exclusivamente por la fiscalía, tiene una protección más débil que el del imputado, en términos de garantías judiciales de sus expectativas jurídicas. Así, por ejemplo, mientras que toda sospecha de parcialidad contra el imputado debe conducir a la exclusión del juez sospechoso, sólo en casos extremos de manifiesta arbitrariedad podría suceder lo mismo por el temor de parcialidad a su favor.

68 Al respecto sigo la exposición sobre el estado actual del entusiasmo penal universal formulada en mi trabajo El sistema penal internacional del Estatuto de Roma. Aproximaciones jurídicas críticas, en AA.VV., Homenaje al Prof. Dr. Julio B.J. Maier, Buenos Aires, 2005 (en prensa).

69 Sin embargo, para este caso rigen las palabras de Demandt: “Los peores males se cometen con la mejor intención –con los ojos cerrados” (Derecho y poder como problema histórico, en id. [comp.], Los grandes procesos de la historia, trad. de E. Gavilán, Barcelona, 2000, p. 269). Vid., respecto de cómo lo noble se puede convertir en tosco, Eiroa, La Corte Penal Internacional. Fundamentos y Jurisdicción, Buenos Aires, 2004, p. 19, nº 1, con referencias a Bobbio y al Doctor Zivago de Boris Pasternak. Sobre el carácter ilusorio del derecho penal, vid. las conclusiones de Prittwitz, Internationales Strafrecht: Die Zukunft einer Illusion?, en “Annual Review of Law and Ethics”, t. 11 (2003), ps. 486 y siguiente.

70 Según Zolo, The lords of Peace. From the Holy Alliance to the new International Criminal Tribunals, en Holden [comp.], Global Democracy, London, 2000, p. 81, “one of the slogans most used by the supporters of these new International Criminal Tribunals is: ‘There cannot be peace without justice’. I believe that, propaganda aside, this shows an oversimplified notion of the relationship between justice and world peace, justice being considered only from a judicial point of view. But there is something else to considerer. The slogans shows a sort of criminal fetishism, naively applied to international relations, which ignores centuries of theoretical debate on the problem of the ‘preventive efficiency’ of criminal sentences –and in particular of prison sentences– and the doubts raised about the effectiveness as a rehabilitation process of a stay in prison”.

71 “Cualquier forma de poder está abierta al abuso, y no existe ningún motivo para pensar que el poder que obtiene su legitimidad a través de los derechos humanos no pueda acabar tan abierto al abuso como cualquier otro” (Ignatieff, Los derechos humanos como política y como idolatría, trad. de F. Beltrán Adell, Barcelona, 2003, p. 72). Sobre todo porque en el caso del derecho penal se trata innegablemente del poder, de un poder al que se intenta domesticar por el derecho pero que, al ser ejecutado, puede derivar en abuso (vid. Prittwitz [nota 69], p. 482). Zaffaroni, que en su obra indudablemente considerara que el poder penal es ilegítimo (en tanto que “ poder irracional”), más allá de las lógicas funciones de límite y control que reconoce en el derecho, ha tratado no obstante de justificar un poder penal excepcional, diferencial y en cierto modo legítimo para las graves violaciones de los derechos humanos. La idea de estos dos sistemas penales simultáneos, el irracional o ilegítimo y el no tanto, es recurrente en su obra desde hace unos veinte años. Me centro ahora en sus Notas sobre el fundamento de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad (“Nueva Doctrina Penal”, 2000/B, ps. 437 y ss.), donde sostiene una vez más su idea –reproducida aquí muy simplificadamente– de que los autores de esos hechos, por haber sido otrora detentadores de un poder punitivo irracional, no podrían ahora oponerse a que se les aplique a ellos o tratar de contar con garantías jurídicas estrictas. Pero reconoce expresamente que su argumento parece paradójico. A mí me parece, en efecto, una aporía sobre la cual no se puede construir la solución del delicadísimo problema tratado. Por el contrario, me parece que la grandeza del Estado de derecho consiste en no tratar tampoco a los sospechosos y autores de crímenes gravísismos como ellos supuesta o realmente trataron a los demás.

72 Vid. Ignatieff (nota 71), ps. 101 (“la idea de los derechos humanos es inevitablemente religiosa”), 105 (“lo sagrado ha servido a menudo para justificar la iniquidad”) y 107 (donde postula que “no existen objetivos ‘sagrados’ que puedan justificar el trato inhumano hacia otros seres humanos”).

73 El sistema “acabará, en realidad, violando los principios que dice defender” (Ignatieff [nota 71], p. 72). Para Ziffer (nota 39), de este modo se “destruye el sentido mismo de aquello que se pretende proteger”.

74 Vid. Pisarello (nota 65), p. 14. Dencker (nota 61), sostiene que respecto del derecho internacional penal, “justamente en interés de los derechos humanos, debería pensarse, más bien, en la necesidad de limitaciones a sus normas”. Para Ziffer (nota 39), “tales restricciones, por definición, significan asumir la posibilidad de que la efectiva aplicación de una pena se frustre; pero si un ejercicio limitado del poder punitivo es lo que nos define como sociedades civilizadas, no parece que el precio sea demasiado alto”.

75 La orientación de las organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos fundamentales no puede ser decidida por ellas librementente como si se tratara de particulares. Por el contrario, también estas organizaciones están subordinadas y sometidas objetivamente a los valores de la Democracia y el Estado de derecho. El carácter cuasi-público de estas instituciones es un hecho innegable, aunque ellas sólo reclaman de esta situación los privilegios sin aceptar los deberes. En verdad se presentan como tales y son tratadas como tales, incluso ahora con inusual participación, por ejemplo en Argentina, en los procedimientos de designación de funcionarios judiciales (pero no solamente), a pesar de su dudosa legitimación democrática, sus incontroladas estructuras de decisión y sus no neutrales fuentes de financiación. Además nutren de personal a los organismos y se nutren de ex-funcionarios de organismos (si no es que estos, tras sus funciones, no han puesto ya su propia asociación). Por ello, los expertos en derechos humanos, sean de organismos sean de organizaciones, deben revisar su ideología penal, pues al final suelen ser los mismos en los organismos que en las organizaciones (basta con hacer una investigación de archivo de los últimos veinte años para ver de qué manera, al menos en el ámbito “interamericano”, las mismas personas han intercambiado funciones entre organismos y organizaciones de un modo endogámico altamente llamativo).

76 Jakobs, el único autor de renombre que ha defendido un derecho penal similar al criticado en este trabajo, es decir un derecho de excepción, con menos garantías, para cierto tipo de imputados y autores, para lo cual recurrió a la expresión “derecho penal del enemigo”, es unánimemente criticado por un sinnúmero de detractores en todo el mundo. Vid. más detalladamente al respecto mi trabajo El Derecho penal del enemigo en el espejo del poder punitivo internacional, en AA.VV., Homenaje al Profesor Günther Jakobs, Buenos Aires, 2005 (en prensa).

77 Dicha sentencia y mi comentario Los alcances del derecho del imputado a recurrir la sentencia. ¿La casación penal condenada? (A propósito del caso “Herrera Ulloa vs. Costa Rica” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), pueden ser vistos en CDJP [Casación] nº 4, 2002, ps. 257 y siguientes.

78 Dice Ziffer (nota 39), con razón, que “aun cuando se trate de crímenes atroces y aberrantes la persecución penal no puede ser ejercida ilimitadamente y de cualquier manera. En este sentido, un derecho procesal penal en el que el solo hecho de la imputación por crímenes atroces y aberrantes basta para que quien debe enfrentarse a ella lo haga privado de garantías básicas es difícil de justificar en un estado que pretenda seguir siendo definido como ‘de derecho’”.

79 Puede llamar la atención que en este trabajo no se diga nada acerca precisamente del problema de la persecución penal de las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura militar en Argentina en los años setenta. Quien quiera informarse más detalladamente sobre ello deberá recurrir, por todos, solamente al libro de Sancinetti y Ferrante, El derecho penal en la protección de los derechos humanos, Buenos Aires, 1999. Por mi parte, mi silencio se debe a que se trata de un problema que no entiendo. Todo era más claro en el momento en que Argentina, en 1983, recuperó la juridicidad democrática. Era indudable entonces que los autores de esos graves crímenes debían ser sometidos al derecho penal normal. Así sucedió con los altos mandos militares, como los miembros de las Juntas y los jefes de otros cuerpos que fueron sometidos a proceso y muchos de ellos condenados. Desgraciadamente, la actuación del derecho penal normal fue dejada de lado en los demás casos por medio de las conocidas disposiciones que lo derogaron para los casos concretos (las leyes denominadas “de punto final” y “obediencia debida”). En aquel entonces, juristas sabios y valientes, como David Baigún, Julio Maier y Marcelo Sancinetti, entre otros, demostraron desde la ciencia del derecho y sin “segundas intenciones” que se podía argumentar jurídicamente para demostrar la incorrección jurídica de tales normas. Eran tiempos difíciles para decir eso, ser entonces “defensor de los derechos humanos” no traía ganancia alguna, sino riesgos (y Sancinetti al menos sufrió persecución por expresar su posición jurídica sobre el tema). Pero esas leyes, y los posteriores indultos de los condenados y de algunos procesados, rigieron, mal que nos pese y a pesar de los esfuerzos de los notables juristas mencionados. Lo que no entiendo ahora es de qué manera un país, que para bien o para mal, había cerrado definitivamente un problema lo vuelve a abrir décadas después (esto no pasó, por ejemplo, en el caso de los crímenes del nacionalsocialismo europeo que nunca se dejaron de perseguir, ni con los crímenes de la dictadura española que nunca fueron perseguidos, ni con los crímenes cometidos en Sudáfrica cuya amnistía sigue firme). Claro es, hoy resulta fácil y redituable hacerlo. Me parece que si en 1987 y 1988 fue tan llamativo no aplicar el derecho penal normal a todos los crímenes de la dictadura militar, puede ser que tratar de hacerlo hoy pueda terminar llamando la atención más todavía. Sobre todo porque no estamos ahora ante la aplicación del sistema penal normal, sino ante uno muy extraño, “armado” para la ocasión y de forma poco ortodoxa en el respeto de los derechos fundamentales de los acusados. Se ha desembocado en un poder penal de mera instrucción, de pura prisión preventiva y amplificación por los medios. Es extraño, al menos para mí, que un país se comporte de esa manera. Que cierre asuntos propios de una generación, que los deje cerrados más de una década, que otra generación los abra de nuevo, pero que reabiertos no se ocupe nadie en serio de ellos. Obsérvese que, respecto de la situación y efectos de la declaración de inconstitucionalidad de las denominadas “leyes del perdón” hace años que inexplicablemente se espera todavía una nueva decisión de la Corte Suprema (una hubo ya en los años ochenta). Y no debe perderse de vista que en esta materia, como se dijo, no se juzga, no se condena, sólo se declaran inaplicables las normas de no perseguibilidad, se somete a los sospechosos a proceso con prisión preventiva y ahí se los deja. Confieso entonces, a la vez que mi perplejidad, mi total ingnorancia sobre este tema tan extraordinario como espinoso y mi consiguiente incapacidad para explicarlo satisfactoriamente desde el punto de vista jurídico.