Acá les pego el texto de Pastor que comentamos la clase del 23/4.
Saludos,
Victoria
La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigioactual de los derechos humanos
Daniel R. Pastor*
“Ron movió negativamente la cabeza, desconcertado, y luego miró la hora:
–Tenemos que patrullar por los pasillos de vez en cuando –les comentó a Harry y a Neville–, y podemos castigar a los alumnos si se portan mal. Estoy deseando pillar a Crabbe y a Goyle haciendo algo...
–¡No debes aprovecharte de tu cargo, Ron! –lo regañó Hermione.
–Sí, claro, como si Malfoy no pensara sacarle provecho al suyo –replicó éste con sarcasmo.
–¿Qué vas a hacer? ¿Ponerte a su altura?”
J. K. Rowling, Harry Potter y
I. El neopunitivismo
Quien se detenga a analizar la situación actual del poder penal como práctica que pretende contribuir a poner orden en la vida social, tocándole intervenir de la forma más enérgica frente a los casos que se suponen más graves, comprobará inmediatamente que vivimos un tiempo en el cual el derecho punitivo ha sido elevado a la categoría de octava maravilla del mundo.
En efecto, de la irresponsable fantasía abolicionista que surgió hace algunas décadas hemos pasado, sin prestar atención al sensato llamado del derecho penal mínimo como si éste hubiera sido en verdad el canto de sirena, a una desbordante explosión de nuevas figuras penales y a una lluvia de interpretaciones judiciales que extienden el ámbito de la responsabilidad penal más allá de lo razonable en el caso de tipos abiertos (característico: el delito imprudente, pero también los delitos dolosos de funcionarios). Hemos alcanzado el relajamiento de todos los límites y de todos los controles jurídicos en favor de la persecución y el castigo de los crímenes considerados más graves (derechos humanos, corrupción, terrorismo, drogas) y a una euforia de “lo penal” como “sanalotodo” social que no tiene precedentes1.
Si uno reconoce el acierto de la sugerente descripción de Zaffaroni acerca de las fases cíclicas del derecho penal, según la cual éste deambula entre períodos liberales y autoritarios2, la actual situación del sistema punitivo se deja clasificar bajo la noción de neopunitivismo, entendido ello como corriente político-criminal que se caracteriza por la renovada creencia mesiánica de que el poder punitivo puede y debe llegar a todos los rincones de la vida social, hasta el punto de confundir por completo, como se verá más abajo, la protección civil y el amparo constitucional con el derecho penal mismo.
El neopunitivismo, que se manifiesta en la llamada expansión penal, es la cuestión central de las reflexiones político-criminales de los últimos años3, motivo por el cual corresponde asumir que el derecho penal actual (o “moderno” como suele denominárselo) constituye un nuevo derecho penal, contrailustrado, cuyas características deben ser estudiadas bajo la designación de neopunitivismo, en tanto que el rasgo distintivo de este estilo de derecho penal, que engloba todos sus componentes, es su marcada deshumanización y un recrudecimiento sancionador creciente4. El saber jurídico penal se halla, por tanto, frente al reto de afrontar “una legislación y una aplicación judicial del Derecho que tienden al intervencionismo y a la restricción de no pocas de las garantías político-criminales clásicas”5. Según Díez Ripollés, el Estado social de derecho ha contribuido a la proliferación normativa por medio de reglamentos y normas que desbordan el ámbito y la racionalidad de la ley pero que brindan mejores prestaciones para una sociedad intervencionista6. Se habría pasado así de un “derecho penal liberal”, interpretado desde una política criminal orientada al aseguramiento de los derechos individuales del acusado, a un “derecho penal liberado” de tales límites y controles que se orienta al combate de la criminalidad como cruzada contra el mal7. En esto, el papel que representan la “opinión pública” como gestionadora de políticas criminales y los mass media, por sí mismos, en amplificación de las demandas de aquélla o de otros intereses, es determinante: “una opinión pública favorable es capaz de desencadenar por sí sola respuestas legislativas penales”8.
Si simplificamos drásticamente el análisis veremos que esta situación responde al acrecentamiento desmesurado e incontenible del número de las conductas calificadas como delictivas por la ley (fenómeno denominado corrientemente como “inflación de las leyes”9, “inflación penal”10, “expansión penal”11, “conformación paquidérmica” de las incriminaciones punitivas12 o “hipertrofia del derecho penal”13) que se funda en la consideración simbólica del derecho penal como remedio exclusivo para todos los males sociales (“panpenalismo”14).
Se ha dicho al respecto que “si observamos el curso de nuestra legislación penal a partir de la pasada década, tendremos la sensación de que se ha operado un grave desorden que va en serio aumento, y, sin duda, vista en panorámica general –esto es, sin desmedro de reconocer aciertos aislados– se proyecta en una notoria pérdida de calidad y nivel técnico. Las urgencias políticas inmediatas, y frecuentemente mal entendidas, han reemplazado al estudio detenido y al debate fructífero. La dispersión legislativa nunca fue tan evidente y las marchas y contramarchas, obedientes a consignas circunstanciales, han llevado a nuestros legisladores a una situación que puede tornarse caótica”15.
Igualmente provienen del neopunitivismo manifestaciones restrictivas de los derechos fundamentales en el ámbito del enjuiciamiento16. Aquí se produce, como consecuencia del fenómeno disfuncional señalado, una afectación de los fundamentos axiológicos de la jurisdicción penal, en general justificada únicamente en simples criterios de eficiencia y lucha contra el crimen17. Así pues, bajo la invocación de lograr eficacia en la persecución y el castigo de los delitos y ante la enorme cantidad de procesos que inevitablemente genera el neopunitivismo con su política criminal inflacionaria, se ha recurrido a instrumentos inconstitucionales que derogan los valores que insoslayablemente deben ser respetados por el sistema penal de un Estado constitucional de derecho.
El estilo expansivo del derecho penal ha afectado a
Es evidente así que el derecho penal material neopunitivista, en razón de sus características de configuración, no puede ser realizado con los principios liberales del derecho procesal penal, los cuales deben ser funcionalmente pervertidos18. Este “relajamiento” es justificado, como ya se dijo, en la mayor eficacia (¿a cualquier precio?) que dicha renuncia a los derechos del acusado promete en el castigo de los crímenes más graves. Por otra parte, esta ideología ha permitido también que, en caso de sospecha, la aplicación patológica de las medidas de coerción del proceso se lleve a cabo de modo amplísimo y con fines distorsionadamente punitivos, incluso en supuestos en los cuales una sentencia condenatoria sería impensable19.
Más allá de esos déficit valorativos, se debe mencionar que las incriminaciones masivas del derecho penal moderno se quedan, en verdad, nada más que en el rótulo, pues ello no se traduce en un aumento proporcional de las condenaciones, estamos ante un derecho penal puramente simbólico20. Este efecto desnaturaliza la misión del derecho penal y lo deja en ridículo al imponerle objetivos que no son realistas ni alcanzables. Asiste razón a Hassemer cuando afirma, al respecto, que un derecho penal así entendido vive de la ilusión de solucionar realmente sus problemas a través de la tipificación como prohibición penal de una mayor cantidad de conductas que, de un modo flexible y omnicomprensivo, pretenden evitar todo daño social; algo que si bien puede ser ingenuamente gratificante en el momento de expresarlo es destructivo a largo plazo21.
La realidad demuestra que el derecho penal del neopunitivismo ha adquirido una extensión desmesurada debido a que se lo ha empleado, simbólica y demagógicamente, como herramienta, supuesta pero omnipresente y omnipotente, para reaccionar contra todos los males de este mundo22. Como ha dicho Guarnieri, asistimos a una “penalización” creciente de nuestras sociedades23. Esto ha conducido a unas marcadas desorganización e ineficacia24 del orden jurídico penal, con la consecuente pérdida de valores acerca de la función extrema del derecho penal, lo cual ha creado esa confusión que lo presenta como “sanalotodo” social o “gestor ordinario de los grandes problemas sociales”25 en lugar de restringirlo a la tutela de unos pocos derechos fundamentales26.
No puedo detenerme más en este punto27. Sólo quería introducir brevemente una caracterización del sistema punitivo actual con los puntos más salientes de la política criminal del momento, algo que se resume en una euforia tan alta por el derecho penal que se lo lleva a todas partes y de cualquier manera. Lo innegable para avanzar ahora en el camino argumental que pretendo recorrer es que existe comprobadamente esa tendencia a considerar al sistema punitivo de modo desmedido como algo digno de alabanza y aplicable del modo más amplio posible en todas las vicisitudes del control jurídico. Ésta es innegablemente
Esta visión del poder punitivo, catalogada aquí como neopunitivismo, es la que inspira también al llamado “derecho penal de los derechos humanos”. En este ámbito organismos internacionales de protección y organizaciones de activistas consideran, de modo sorprendente por lo menos, que la reparación de la violación de los derechos humanos se logra primordialmente por medio del castigo penal y que ello es algo tan loable y ventajoso que debe ser conseguido sin controles e ilimitadamente, especialmente con desprecio por los derechos fundamentales que como acusado debería tener quien es enfrentado al poder penal público por cometer dichas violaciones. Se cree, de este modo, en un poder penal absoluto.
Se ha invertido así, en los últimos tiempos, la función penal de los derechos humanos, que de protección del imputado han pasado, claramente, a promoción de la víctima mediante la condena a ultranza, sin límite ni tasa, de los sospechosos. Veremos a continuación de qué manera esta vocación incontenible e ilimitada por “lo penal” trastocó y transformó el movimiento en favor de los derechos humanos, desprestigiándolo por completo.
II. La metamorfosis de la filosofía penal de los derechos humanos: de muro de contención frente a la pena a vanguardia del castigo penal absoluto
II. 1. Unos orígenes bien orientados
Los denominados derechos humanos (dicho con más propiedad: los derechos fundamentales) surgieron, como es sabido por todos, para poner límites reglados al poder estatal28. La idea es antigua y originalmente aparece, con marcados rasgos iusnaturalistas, en las leyendas de casi todas las culturas antiguas. Se cree en un orden normativo justo, que existe más allá de las decisiones de la autoridad, cuyo respeto asegura el desarrollo libre de las expectativas de las personas en un clima de convivencia social pacífica (piénsese en Antígona, por ejemplo). Muchas sociedades antiguas trataron de organizarse bajo este modelo (la germánica, las ciudades-Estado de
Con el Renacimiento aparece el racionalismo y se empieza a esbozar
A partir de estas ideas,
En esta evolución se debe reconocer una gran influencia, por supuesto, a las nuevas relaciones sociales que, con el advenimiento del capitalismo, del liberalismo y de la incipiente Democracia, se complejizaban crecientemente. Con ese marco, el racionalismo pretendió encontrar en la naturaleza también las leyes perfectas e inmutables del funcionamiento de la sociedad justa. Los derechos naturales eran indiscutibles porque, en cierta medida, estaban en la naturaleza more geometrico demonstrato igual que la ética de Spinoza32. A partir de las ideas de Galileo33 y Descartes también el derecho quedaba sometido al método matemático de las ciencias naturales, de allí que haya derechos inalienables reconocibles en la naturaleza, entre ellos, los más importantes, la libertad del ser humano y la igualdad de todas las personas, idea esta última que sirvió para desmontar definitivamente el Estado feudal34.
Algunos de estos puntos de partida conceptuales del racionalismo jurídico parecen estar hoy, después de haber rendido sus nutritivos frutos, evidentemente superados. Así, por ejemplo, la existencia de unos derechos naturales. Todos reconocemos en ello, actualmente, una ficción refutada por los hechos, pues no hay seguridad para reconocerlos con rigor y sabemos que son empíricamente endebles, dado que en toda la historia, por ejemplo, no han existido nunca dos seres humanos iguales, no conocemos ni por aproximación qué es aquello a lo que llamamos “dignidad humana”, no tenemos una noción clara, precisa y uniforme de lo que consideramos felicidad, dudamos de la existencia misma de la libertad, de la verdad, etc., y no podemos dar certezas acerca de los contenidos y derivaciones de un principio jurídico llamado “del Estado de derecho”. Sin embargo, el racionalismo logró su objetivo principal, a saber, la positivización de esos derechos y la garantía de su eficacia35. Hoy en día el principio del Estado de derecho y todos las demás perrogativas jurídicas mencionadas (vida, libertad, igualdad, verdad, respeto de la dignidad humana), muchas de dudosa existencia empírica, son sin embargo el alma de las Constituciones políticas de todos los países civilizados y punto de partida y criterio rector de la regulación e interpretación de todos los demás derechos de las personas. Ya no son naturales, son convencionales y nos vienen muy bien para limitar el poder estatal, restringir su tendencia inevitable al abuso y hacer posible la convivencia pacífica en una sociedad democrática. A pesar de que no se sepa muy bien en qué consisten estas categorias, las sociedades avanzadas no están dispuestas a dejarlas de lado en vista de su rendidora utilidad. Han llegado hasta nosotros para quedarse, aunque con otra vestimenta.
Estos derechos, después de la hecatombe de
Toda este desarrollo tenía un sentido muy claro para el sistema punitivo. Los llamados “derechos humanos” cumplían la función de limitar y controlar el ejercicio del poder penal del Estado. Dado que el derecho penal permite las más duras de todas las injerencias estatales en la libertad de los ciudadanos, su intervención se debe limitar jurídicamente de la manera más drástica posible para intentar evitar su abuso y la arbitrariedad.
Aquí se debe hacer hincapié en una idea sencilla, pero central, que sirve de hilo conductor a las reflexiones de este trabajo: debido a que el poder penal representa una reacción radical, los límites y controles impuestos a su ejercicio deben ser también radicales37.
Esto llevó a que la relación entre derechos humanos y derecho penal fuera entendida, desde Beccaria hasta Ferrajoli, pasando por Locke, Montesquieu, Filangieri y Pagano, con el significado siguiente: en materia penal los derechos fundamentales se enfrentan al Estado como freno a su poder y en defensa exclusiva de los intereses individuales puestos en peligro por la actividad penal del Estado. Bien pensados y bien entendidos, los derechos humanos se ocupaban únicamente de la protección del imputado, de la persona que se enfrentaba al Estado y que se arriesgaba a sufrir las terribles consecuencias del poder penal público, cuya aplicación, por ello, no podía constituir, en modo alguno, un fin absoluto e ilimitado.
En resumen: los derechos humanos estaban concebidos exclusivamente para evitar la aplicación (abusiva) del derecho penal, nunca para reclamar su aplicación (legítima o ilegítima).
II. 2. El neopunitivismo actual de organismos y activistas
II.
En América Latina es actualmente un hecho público y notorio, pero también insólito, que los organismos internacionales de protección y las organizaciones de activistas de derechos humanos se han convertido en defensores del neopunitivismo más radical. El punto de reconocimiento de esta disfunción cultural se aprecia a partir de un marcado fundamentalismo de lo penal, que es el rasgo característico del neopunitivismo extremo. Aquí sólo ilustraré esta conocida patología jurídica con algunos ejemplos.
II. 2. B.Primer ejemplo: el caso de la masacre de “Barrios Altos”
En el caso denominado “Barrios Altos”
En la sentencia en cuestión
“41. Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos”.
“42.
En esta sentencia, por lo demás, en el voto concurrente del juez Sergio García Ramírez se habla de la
“convicción, acogida en el Derecho internacional de los derechos humanos y en las más recientes expresiones del Derecho penal internacional, de que es inadmisible la impunidad de las conductas que afectan más gravemente los principales bienes jurídicos sujetos a la tutela de ambas manifestaciones del Derecho internacional. La tipificación de esas conductas y el procesamiento y sanción de sus autores –así como de otros participantes– constituye una obligación de los Estados, que no puede eludirse a través de medidas tales como la amnistía, la prescripción, la admisión de causas excluyentes de incriminación y otras que pudieran llevar a los mismos resultados y determinar la impunidad de actos que ofenden gravemente esos bienes jurídicos primordiales”.
Obsérvese que entre las causas prohibidas de impunidad agrega al final de la lista a “otras”, de modo que, por ejemplo, a la proscripción de la impunidad parece no escapar ni la absolución por falta de pruebas ni la que se funda en el no aprovechamiento de conocimiento obtenido ilegítimamente.
Como se puede ver se trata de una devoción por lo penal a ultranza y por la aplicación del derecho penal a cualquier precio (por cierto, a cuatro años de la sentencia de
II.
La aplicación de esta ideología es todavía más destacable en el caso “Bulacio”42. Si en “Barrios Altos” podíamos decir que los hechos eran atroces y gravísimos, en “Bulacio” no hay nada de esto. Los hechos también son muy conocidos por todos, así que no me detendré en repetirlos detalladamente. Baste con afirmar que no estamos ante una masacre. Aquí estamos ante la detención de una persona que intentaba disfrutar, aparentemente sin pagar, de un concierto, que parece haber recibido malos tratos de parte de la policía y que falleció no por ello, sino por otra circunstancia (esto último es tan claro que el sobreseimiento de los imputados de homicidio no fue cuestionado por los acusadores en su momento). Al Estado se le imputa, y lo acepta, el incumplimiento de varias disposiciones relativas a la regularidad de la ejecución de la detención, malos tratos y una falta de cuidado con el detenido que tal vez pudiera haber evitado su muerte. También se admite la violación por parte del Estado de su deber de esclarecer judicialmente el hecho en un plazo razonable y sancionar a los culpables, algo que se considera derecho del ofendido. Como se puede ver, de grave violación a los derechos humanos no queda, en verdad, rastro alguno. Allanado el Estado
“111. La protección activa del derecho a la vida y de los demás derechos consagrados en
“113.
“116. En cuanto a la invocada prescripción de la causa pendiente a nivel de derecho interno (supra 106.a y 107.a), este Tribunal ha señalado que son inadmisibles las disposiciones de prescripción o cualquier obstáculo de derecho interno mediante el cual se pretenda impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones de derechos humanos”.
“119. Además, conviene destacar que el Estado ha aceptado su responsabilidad internacional en el presente caso por la violación de los artículos 8 y 25 de
“120.
“
Esta sentencia sí que es realmente memorable. En el caso no existe imputación de una muerte dolosa, no puede hablarse de tortura, en todo caso de unos maltratos (que, por lo demás, fueron aceptados, no probados), de irregularidades respecto de los requisitos de la detención y de una falta de cuidado de la cual se desconoce si de haber sido evitada se hubiera impedido la muerte del infortunado Bu
II. 2. D. Tercer ejemplo:
El neopunitivismo es contagioso, es una plaga que lo invade todo, una pandemia. El imputado del caso Bulacio, acusado finalmente de hechos menores, no de una masacre ni de un homicidio, fue sensatamente sobreseído por prescripción después de trece años de proceso sin sentencia. El acierto de esta solución, sobre todo desde la perspectiva del derecho fundamental del acusado a un juicio rápido, no parece poder ser discutido. Dicha decisión, tras superar dos instancias, fue objetada también ante
En una resolución inaudita,
“Corresponde dejar sentado que esta Corte no comparte el criterio restrictivo del derecho de defensa que se desprende de la resolución del tribunal internacional mencionado. En efecto, tal como ya se señaló en este mismo expediente (conf. Fallos: 324:4135, voto de los jueces Petracchi y Bossert), son los órganos estatales quienes tienen a su cargo el deber de asegurar que el proceso se desarrolle normalmente, y sin dilaciones indebidas. Hacer caer sobre el propio imputado los efectos de la infracción a ese deber, sea que ella se haya producido por la desidia judicial o por la actividad imprudente del letrado que asume a su cargo la defensa técnica, produce una restricción al derecho de defensa difícil de legitimar a la luz del derecho a la inviolabilidad de dicho derecho conforme el art. 18 de
La sentencia reconoce también en qué forma la ideología penal, que en este trabajo se caracteriza como neopunitivismo, ha invertido los valores de la cultura penal, de modo de olvidar que frente a un caso penal la prioridad la tienen los derechos del acusado para pasar a ceder el paso a una jurídicamente inconcebible prioridad de la víctima. Dice
“El fallo de
La corte también destaca, con razón, que la solución de suprimir en el caso los derechos del imputado proviene de un asunto finalmente no contencioso (el caso ante
En fin, se trata de una sentencia jurídicamente inexplicable que introduce decididamente la “nueva ola del derecho penal de los derechos humanos” en el derecho argentino. De ahora en más, sean acusados de graves violaciones a los derechos humanos o no, los imputados no serán más las personas protegidas por los derechos fundamentales, sino aquellos que deberán ser siempre condenados a ultranza, sin reconocimiento de derecho superior alguno, pues el fin primordial del derecho frente a lo penal ya no es más la protección del imputado, sino de la víctima, y a la víctima sólo se la protege castigando y haciéndolo como sea.
Se reconoce expresamente en el caso que al imputado se le ha violado su derecho humano a la duración razonable del proceso. Frente a la sentencia de
II. 2. E. Cuarto ejemplo: La desfiguración total de la función de los derechos humanos en los casos “AMIA” y “Cabezas”
El señalado neopunitivismo de organismos y activistas se traduce en que siempre que un hecho grave ha sucedido debe haber castigo. Dado que estos actores de la política criminal no admiten, como se ha visto, forma alguna de no punibilidad, su ideología se efectiviza en que debe haber castigo de cualquier manera, a cualquier precio.
En Argentina tuvimos otros dos casos notorios de tergiversación de las funciones de los derechos humanos debidas al auge neopunitivista.
En el caso llamado “AMIA” (un atentado salvaje y atroz contra una institución tradicional de la comunidad judía argentina que dejó un sinnúmero de víctimas) no pudo establecerse absolutamente nada acerca de quiénes fueron los verdaderos organizadores del hecho. Aparentemente, quien habría sido el autor material, cuyo nombre no se conoce, murió en el momento de cometer el hecho. Creo que el primer error cometido en el caso, y cometido colectivamente, fue asumir con fundamentalismo una cierta soberbia ética y punitiva, algo que es común a todo este tipo de casos y que se aplica también a los hechos del llamado nine-eleven. Ese error consiste en creer que esos hechos son, ante todo y sobre todo, casos penales. Detrás de esta confusión se desencadena una serie interminable de malentendidos jurídicos. Resumidamente, en el proceso por la llamada “voladura de
Otro ejemplo es el del desgraciado caso “Cabezas” (el asesinato de una persona mientras desempeñaba su trabajo en un lugar de descanso de la costa bonaerense [los hechos también son perfectamente conocidos por todo el mundo, en mi caso debo reconocer que los he estudiado a fondo recientemente por razones profesionales que por supuesto enturbian la imparcialidad de mi relato, aunque el lector podrá verificar mis afirmaciones por sí mismo]). En aras de que tan grave crímen no quede impune se buscó culpables más con la imaginación y el rumor que con la prueba. Así se llegó a una condenación inverosímil, a penas elevadísimas, de personas respecto de las cuales no existían más que indicios débiles y confusos de su participación en el hecho. Por lo demás, todas las garantías judiciales de los imputados fueron flagrantemente violadas. Por citar sólo un manojo de violaciones: el mismo tribunal que participó decididamente de la instrucción (fundó el procesamiento y prisión preventiva de los acusados) llevó a cabo el juicio y dictó la condena (sí, yo también me froté varias veces los ojos cuando leí esto por primera vez); la prisión preventiva y la acusación se fundó en la declaración de un perito médico que dijo que durante el examen de un imputado éste le reconoció quienes habían cometido el crimen; la falta absoluta de pruebas hizo que no se pudieran conocer los hechos y que por consiguiente la acusación fuera completamente indeterminada; se recurrió a recompensas, intentos de introdudir la nefasta figura del arrepentido y hasta a ciertos procedimientos mágicos para obtener pruebas (sí, es cierto). Los imputados llevan también casi una década de proceso y casi otro tanto en prisión preventiva sin sentencia firme. El caso constituye la mayor vergüenza que se conozca en la historia de la protección de los derechos de los acusados en
Pero lo que ahora quiero destacar de estos dos casos sorprendentes es sólo el hecho extraordinario de que en ambos las instituciones de protección de los derechos humanos estaban del lado... de los acusadores (!). Las asociaciones de derechos humanos han patrocinado la iniciativa de un grupo de acusadores del caso “AMIA” de llevar el asunto ante
II. 3. Corolario
Estos ejemplos muestran los estragos que ha causado el neopunitivismo en el llamado derecho penal de los derechos humanos. En resumen, la euforia en favor de las ventajas de la pena pública como solución primordial e irenunciable para las graves violaciones de los derechos humanos (y de las no tan graves) ha llevado a organismos internacionales y a activistas a pregonar y practicar inexorablemente la violación de los derechos fundamentales de los acusados de esos hechos.
Teóricamente esta visión neopunitivista del derecho penal de los derechos humanos se descompone en tres secuencias analíticas: La trasnochada idea de un derecho constitucional al castigo penal, un estado de ánimo irracionalmente propenso a otorgar satisfacción punitiva a la víctima y el insensato repudio absoluto de toda solución que no sea penalmente condenatoria.
III. Observaciones críticas acerca de la desorientación
neopunitivista: el supuesto derecho constitucional al castigo,
la víctima como excusa y la fobia al derecho no penal
III. 1. Un inverosímil derecho constitucional al castigo
Una ilusión en favor de la existencia de delitos inderogables por razones constitucionales ha sido desarrollada a partir, por ejemplo, de decisiones como las del Tribunal Constitucional Federal alemán que consideraron inconstitucional la ley que establecía la impunidad para el aborto bajo determinadas circunstancias45. Ello generó una doctrina, a partir de autores italianos pero después bastante divulgada, según la cual existen obligaciones constitucionales de punir como forma de proteger los derechos fundamentales. En principio se debe reconocer que una cosa es la idea provechosa de circunscribir facultativamente el derecho penal a la protección de los derechos fundamentales más importantes46, algo que tiene una extraordinariamente fecunda capacidad para fundar los lineamientos filosóficos de un derecho penal liberal, y otra cosa es pensar que todo derecho reconocido por
No obstante estas objeciones, está bien instalada la noción de que hay delitos que por razones constitucionales son inderogables. Esto representa la elevación de lo penal a un rango absoluto, sobrenatural y metafísico. Un poder absoluto, sin embargo, no debería tener lugar alguno en una Democracia. Y si lo sobrenatural y lo metafísico son ya de por sí cuestiones irracionales, vinculadas a lo penal nos pueden llevar a situaciones demenciales. Si en verdad el derecho penal es ultima ratio, tiene entonces que ser facultativo, nunca obligatorio. Visto el asunto con un mínimo rigor, las teorías y las decisiones que han pretendido reconocer una obligación constitucional o fundamental de punir son completamente extrañas al principio del Estado constitucional de derecho y se inscriben, sin lugar a dudas, en el amplio abismo del pensamiento neopunitivista, especialmente las sostenidas desde los organismos de control de la vigencia de los derechos fundamentales, porque de ese modo, desatendiendo su función misma de freno al poder penal estatal, se han convertido, al calor del más entusiasta activismo, en los impulsores más calificados del uso indiscriminado y sin límites del poder punitivo. Es un fenómeno llamativo, al que se suma el hecho de que la expansión neopunitivista actual, especialmente en lo que toca a saltarse las barreras del Estado de derecho en el enjuiciamiento de los crímenes más graves, ha sido ampliamente impulsada, en diversos campos, por las organizaciones no gubernamentales que se declaran defensoras de los derechos humanos, las cuales, como gestores atípicos o informales de la moral social51, se han convertido en demandantes permanentes de más derecho penal y de más condena, cayendo así en lo que Silva Sánchez ha llamado la fascinación por el derecho penal52, que en las organizaciones de ese tipo de Argentina se ha manifestado en un verdadero fanatismo en favor del derecho penal, al que ven como si se tratara, según ya se mencionó, de la octava maravilla del mundo.
Una cuestión es que los bienes e intereses penalmente tutelados sean también bienes e intereses constitucionalmente protegidos (por ejemplo la vida, la integridad corporal) y otra que exista además una obligación de castigar penalmente la lesión de esos bienes o intereses. Así, un imputado torturado por un policía tiene un derecho absoluto a exigir del Estado el no aprovechamiento punitivo de la prueba obtenida en violación de sus derechos fundamentales y también a reclamar una reparación de los daños ocasionados por la violación. En cambio, no tiene un derecho absoluto a reclamar la punición del policía como autor de un delito, puede hacerlo, pero no hay un deber constitucional del Estado de castigar siempre al autor si, por ejemplo, el policía, a su vez, ha sido atormentado por otro policía para arrancarle la confesión del hecho: en este caso el Estado tiene, antes bien, una obligación constitucional de no punir al primer torturador.
Esto demuestra que desde el punto de vista jurídico la idea de un derecho punitivo constitucional es insostenible, pues respecto del penal el derecho constitucional no puede servir a dos amos al mismo tiempo, de modo que resulta imposible atender a la vez a los intereses (derechos constitucionales) de la víctima y del imputado. En este dilema la decisión del Estado constitucional de derecho y de los demás catálogos de derechos fundamentales es clara: prevalece el imputado, dado que, una vez que se ha convertido en sospechoso de un delito, él es quien se enfrenta al poder penal del Estado, mientras que la víctima sólo se enfrenta con individuos, aun cuando al cometer el delito esos individuos hayan cometido abusos de poder estatal o utilizado otros aparatos de poder. Lo decisivo es que ahora son imputados y que los derechos fundamentales, en materia penal y procesal penal, sólo pueden ser eficaces en una dirección, de modo que para el derecho constitucional no es posible tener por misión impedir el abuso del poder penal y reclamar a la vez la necesidad de perseguir y castigar obligatoriamente los delitos53. Juzgar y castigar los crímenes es una función del Estado que si bien sirve, evidentemente, a la consecución de una sociedad más justa, no constituye un imperativo constitucional por cuanto, de serlo, neutralizaría un mandato constitucional de más peso, cual es el de evitar, por medio de los derechos constitucionales, la arbitrariedad en el ejercicio de esa facultad estatal, que no pasa de un deber-poder legal limitado. En el Estado de derecho y en el ámbito penal de los derechos fundamentales la función de protección constitucional está referida únicamente al individuo enfrentado a la violencia pública y caracterizada como control negativo: se establece lo que el Estado no puede hacer válidamente para procesar, juzgar y eventualmente condenar a un individuo, no lo que el Estado debe hacer activamente para condenarlo. Si fuera cierto lo que pregonan ciertos Tribunales Constitucionales de Europa y especialmente los organismos de protección internacional de los derechos humanos del ámbito americano, de que siempre existe una obligación de punir del Estado, entonces ello es evidencia de que se está pregonando condenar a cualquier precio, que es lo que se dice cuando se sostiene, entre otros artificios, la jurídicamente intolerable imprescriptibilidad de ciertos delitos. La misión de estos tribunales y organismos es exactamente la opuesta: penalmente sólo pueden controlar que en el enjuiciamiento y castigo de los delitos el Estado no viole los derechos fundamentales del imputado. La violación de los derechos de las víctimas, por falta de adecuada justicia, sólo puede recibir una respuesta civil, nunca una penal, menos una obtenida a toda costa54. De otro modo, subiéndonos al tren de estas teorías neopunitivistas, el policía que fue torturado y respecto del cual sólo por ello pudo ser probado que cometió una violación de derechos fundamentales debería ser de todos modos condenado, pues absolverlo con la “coartada” de la inexistencia de pruebas válidas equivaldría a dejar de atender la obligación constitucional del Estado de punir la tortura. Nada más alejado del derecho constitucional, pero es lo que sostienen esos tribunales, alguna doctrina y esos organismos en estos tiempos de absoluta oscuridad institucional.
Por ello, siendo
III. 2. En nombre de la víctima
En vinculación con lo anterior se ha tratado de justificar el auge neopunitivista y su relajamiento de los principios de protección del derecho penal y del derecho procesal penal en las expectativas de las víctimas de los delitos al castigo de los culpables. Si el derecho penal ya no es pensado como Magna Charta del delincuente, sino como Magna Charta de la víctima55, entonces todo garantismo está evidentemente perdido.
La euforia por la víctima, reconocida por Hans Joachim Hirsch como la corriente de moda que se contrapuso a partir de mediados de los años setenta a la euforia por el autor (resocialización) propia de los sesenta56, es también, indudablemente, la euforia por el derecho penal57. Y si las víctimas lo son de hechos gravísimos y atroces, de graves violaciones de los derechos humanos, entonces los derechos que frente al poder penal protegen también a autores y sospechos de esos crímenes se diluyen hasta desaparecer.
Un aumento del derecho penal hasta el absoluto con liberalización de sus principios de control y limitación en nombre de la víctima es objetable, a mi juicio, por dos motivos. Primero porque, de conformidad con la actual euforia por la víctima, se sobredimensiona su papel frente al derecho penal y frente al derecho procesal penal distorsionando sus funciones en tanto que instrumentos del Estado y no de las víctimas (que a través de Estado y derecho han quedado convenientemente mediatizadas en una sociedad civilizada). El segundo motivo se refiere a “la apreciación de que la ley penal constituye una garantía para el delincuente”58, pero que si en realidad lo fuera para la víctima sus principios podrían relajarse en favor de ésta y en perjuicio de aquél. Sin embargo, dado que el derecho penal sólo existe a través del proceso y que el enjuiciamiento se dirige tanto a culpables como a inocentes, entonces, principio de inocencia mediante, de la “garantía para el delincuente” no queda nada: se trata, en verdad, de garantías para las personas sometidas a persecución penal y que, por definición jurídica, no son delincuentes. Para su protección frente a las evidentes necesidades de prevención, control y castigo del crimen, es decir, para que esas necesidades no sean satisfechas de cualquier manera y a cualquier precio, existen el derecho penal y el derecho procesal penal (o, dicho con más propiedad, el derecho constitucional que ellos modestamente reglamentan). Si fuera por la víctima mejor sería que no hubiera derecho penal (a ella ya no le ha servido de mucho) y que pudiera prevenir los delitos por sí misma y, mucho más todavía, castigarlos a su modo. El derecho busca evitar estas “guerras civiles” y ello, que es bienvenido, supone el costo insuprimible de sacrificar las expectativas de reacción punitiva de la víctima. El Estado trata de protegerla, de ahí los tipos penales, pero si no lo ha conseguido, a partir de entonces, desde el punto de vista penal, sólo existe un conflicto entre el Estado y el sospechoso, en el cual la víctima, desgraciadamente, sólo representa el papel de espectador interesado, sin voz ni voto en la resolución penal del asunto. El Estado debe tratar de satisfacer esa expectativa pero también puede, en ciertos casos, renunciar a ella sin poner en juego su propia justificación y su existencia. Las formas del derecho son un límite a los comprensibles intereses de reacción de las víctimas. El neopunitivismo, en su vuelta a tiempos superados y primitivos, pasa esto por alto y ejecuta reacciones punitivas ya tan informales que los jueces penales parecen no ser más funcionarios neutrales regidos por el derecho, sino representantes eficaces de los deseos incontrolados de las víctimas. En verdad, en un Estado de derecho, la víctima sólo debería tener la prerrogativa de demandar la reparación de los daños sufridos por el delito y de demandar incluso una compensación contra el Estado o bien por la falta de previsión eficiente del hecho o bien por la falta de reacción jurídico-penal adecuada ex post. En este juego el derecho penal tiene el rol de evitar la arbitrariedad en la reacción y, por ello, siempre servirá de límite a esa actuación estatal contra el imputado, con independencia de las aspiraciones de las víctimas y sin que esos límites puedan ser sobrepasados para satisfacer las expectativas del sujeto que, siendo pasivo del delito, lo debe ser también de la reacción estatal.
En esta cuestión se puede ver, una vez más, la disfunción actual del sistema penal. Silva Sánchez nos ilustra acerca de esta distorsión según
En realidad, el Estado tiene en la prevención del delito y su castigo un deber con toda la comunidad y no sólo con la víctima, si no satisface la prevención la deuda con la sociedad sólo podrá ser saldada políticamente y la deuda con la víctima compensatoriamente. La situación no es diferente si no satisface la deuda de punir al autor: la expectativa del castigo es prioritaria60, pero no indispensable, se puede pensar también en impunidad penal y mera reparación del daño a la expectativa de punición del culpable que tenga la víctima.
Al igual que en el supuesto de las imaginarias obligaciones constitucionales de punir, aquí también correcto es lo siguiente. Al no poder atender a la vez a los intereses de la víctima y del imputado, los cuerpos encargados del control de los derechos fundamentales en materia punitiva (sustantiva y procesal) sólo pueden atender, penalmente, a la situación del individuo que se enfrenta a persecución y posible condena por el Estado. La víctima no está en esta situación y por eso sólo puede tener exigencias atendibles en el campo no penal, nunca un derecho absoluto, como lo caracteriza el neopunitivismo, a que el autor sea efectivamente juzgado y castigado.
Por ello resultan tan extraordinariamente preocupantes las situaciones tratadas en el apartado anterior, en las cuales, al calor de la euforia por la víctima, se ha deformado el derecho penal para elevarlo a recurso de los recursos, con lo cual se le ha dado una larga temporada de vacaciones a la función de los derechos humanos en materia penal, que es la de asegurar ante todo los derechos fundamentales de los acusados.
III. 3. El temor del iushumanista frente a lo no penal
Parte de esta visión distorsionada del derecho penal proviene de una consideración unilateral de lo penal, contraria a la naturaleza real del poder punitivo. En efecto, el neopunitisvo considera que el poder penal sólo se ejerce por medio de la incriminación y el castigo. Sin embargo, mucho más que con ello, el poder penal se ejerce, en verdad, también no incriminando y no castigando.
La ceguera frente a la no punibilidad se aprecia en la jurisprudencia de
En el mismo caso
Obsérvese que, en contra de lo sostenido por la ideología neopunitivista que informa las ideas del moderno derecho penal de los derechos humanos, la ciencia clásica del derecho penal, en cambio, parte no de la “lucha contra la impunidad”, que es una meta obvia o no jurídico-penal en sentido moderno, sino del principio opuesto y que es un principio de principios frente a la arbitrariedad, que se expresa en la preeminencia de la no punibilidad de un hecho, de cualquier hecho, por encima del punirlo a cualquier precio. Desde el punto de vista axiológico éste es el fundamento ético de todo poder penal. El alma de un derecho penal liberal y civilizado es la idea de no punibilidad, sobre todo la no punibilidad de eventuales culpables. Lo que diferencia a la aplicación del derecho del puro ejercicio de la fuerza es justamente que llegado el caso jurídicamente se prefiere la injusticia de no condenar a quien probable o seguramente es culpable, antes que cometer la injusticia de juzgarlo y/o condenarlo de cualquier manera. El derecho penal tiene una cultura milenaria ya en torno a esta preferencia que en los últimos siglos se ha ido refinando y reafirmando, a pesar del actual retroceso que supone el auge antiliberal y neopunitivista, tanto nacional como internacional. La decisión señalada se puede reconocer en principios básicos de la cultura jurídico-penal como los de ultima ratio, utilidad, legalidad, inocencia, in dubio, carga de la prueba, juez ordinario, amplios medios de defensa, última palabra, derecho al recurso, revisión de la sentencia, etc. Estas son todas prerrogativas del imputado en un modelo punitivo liberal, de las que no dispone el acusador y que muestran la preferencia del derecho por la impunidad antes que por la aplicación de la pena a cualquier precio. Por tanto, el poder penal sólo puede ser realizado válidamente dentro de los límites impuestos por el derecho, todo lo que caiga fuera conduce a la no punibilidad.
De este modo, no resulta defendible la idea absoluta de acabar con la impunidad, pues supone que esta meta, tal como sucede en el sistema interamericano con repercusión para el derecho interno, tiene que ser siempre alcanzada y que la ausencia de respeto por los principios básicos del derecho punitivo no podría nunca excluir la necesidad de la sanción, pues ello sería contrario al combate contra la impunidad. Desde el punto de vista jurídico, en cambio, sucede todo lo contrario, el sistema se reconoce civilizado no por los múltiples casos en los que los culpables son condenados, sino por aquellos en los cuales se toma la costosa decisión de no punir en consideración a las formas y al respeto irrestricto de los derechos fundamentales del individuo acusado. Las formas se convierten así, como se dice popularmente, en la esencia y en la garantía de
Adviértase que
En contra de ello, se debe decir que, en verdad, el poder penal se ejerce prohibiendo y no prohibiendo, condenado y absolviendo, castigando y perdonando. Si falta cualquiera de estas funciones el poder penal queda desequilibrado y asimétrico. El no castigo de un hecho penal no debe ser visto como algo tan aberrante. No es algo estimulante, claro, pero tampoco es, en ciertos casos, algo tan nefasto, e incluso muchas veces puede hasta ser lo más conveniente y políticamente deseable. Es parte del juego de lo penal, no hay poder que no contenga también en su interior la faz negativa de no ser ejercido. A esta situación no escapa el poder penal. La ideología de la punición infinita que subyace al estilo penal neopunitivista confronta también con el instrumental penal por esta razón. El régimen actual del derecho penal de los derechos humanos desconoce que lo decisivo en la administración política del poder penal no es sólo la decisión de punir, sino también la de no punir. Político-criminalmente ambas facetas conforman el mundo posible del poder penal. El no punir incluye tanto el poder de no criminalizar en abstracto ciertas conductas como el de otorgar gracias, perdones y amnistías respecto de quienes han sido declarados culpables, como también la obligación de no condenar ilegítimamente, esto es, en contra de los derechos fundamentales, de la ley o de la prueba. Un poder penal estructurado unilateralmente como mero poder de punir es un poder penal políticamente desfigurado que pierde legitimidad y capacidad de rendimiento respecto de sus funciones. Además la función de no prohibir o de perdonar trasciende lo judicial, dado que pertenece también, o fundamentalmente, a las otras dos instancias del poder democrático. Sin la intervención de esas otras dos ramas del poder, también del penal, una democracia real no es posible, de modo que se debe reconocer que la potestad de punir se ejerce también desde un punto de vista negativo, esto es, no prohibiendo y no castigando culpables o posibles culpables, ya sea sobreseyendo, absolviendo, amnistiando, indultando, etcétera.
Así pues, el rasgo característico del sistema penal del Estado constitucional de derecho consiste en que, asumiendo el ideal de castigar todos los delitos como propio, valioso y digno de fomento, se prefiere, sin embargo, cierta cuota de impunidad antes que tolerar que el castigo sea alcanzado de cualquier manera (no hay un poder penal absoluto). Por ello la idea de cierta cuota posible de impunidad por falta de respeto de las formas es la clave de la paz jurídica: se desprecia a sí misma una sociedad que está dispuesta a alcanzar sus fines trasgrediendo las reglas que ella se ha impuesto. En palabras de Hassemer, “una cultura jurídica se prueba a sí misma a partir de aquellos principios cuya lesión nunca permitirá, aun cuando esa lesión prometa la mayor ganancia”61.
IV. El desprestigio del “derecho penal de los derechos humanos”
Entiendo que la política eufórica pro-penal de activistas y organismos, aquí expuesta y criticada, parece haber sido un error catastrófico. Su mayor consecuencia, y la más desgraciada, es haber sumergido a los derechos humanos en un inevitable desprestigio. ¿Cómo es posible que se llegara a esto? Es decir, ¿por qué el movimiento de defensa de los derechos humanos se puso a la vanguardia de la violencia punitiva a ultranza?
Creo que la respuesta está, junto a la gravedad de los hechos y la consiguiente irritación en caso de impunidad, en cierta soberbia ética del iushumanismo. Se trata de una actitud que puede terminar siendo una patología jurídica. En el principio de todo están las palabras “derechos humanos”; suenan bien, tienen que estar bien. Las personas, en la vida, pueden ser médicos, comerciantes, penalistas, panaderos. Hasta aquí apenas si pervive todavía en la colectividad un preconcepto de estatus en alguno de estos casos. Esas profesiones no nos dicen nada aún acerca del desempeño de cada persona, acerca de quien tal vez sea un buen o un mal panadero, un médico clásico u homeopático, un comerciante decente o embustero, un penalista liberal o autoritario. No lo sabemos del mero dato de conocer su profesión. En cambio, cuando alguien se presenta y dice “me dedico a los derechos humanos” no hay más lugar para ambigüedad alguna: el personaje es alguien admirable, honrado, digno, justo, solidario, preocupado por el bienestar de todos, dispuesto al sacrificio para defender la justicia y los derechos de los otros. En fin, un ser excepcional y extraordinario, para orgullo de su familia y admiración de los colegas. El novelista Tom Wolfe, que ya en La hoguera de las vanidades explicó mejor que Beccaria el núcleo cultural de la cuestión penal al hacer afirmar a un personaje, hasta entonces entusiasta del castigo pero luego sometido injustamente a un proceso penal, que “un conservador es alguien que todavía no ha sido detenido”, nos resuelve ilustrativamente también el problema intelectual de los derechos humanos con un razonamiento del que aquí me permito esta paráfrasis: La violación de los derechos humanos es algo grave, entonces el defensor de los derechos humanos ya no piensa, sino que se indigna, y quien se indigna, es digno, no se puede discutir más con él, no hay argumentos y, entonces, no se puede contra-argumentar o el oponente se convierte en un indigno62. Además, para restablecer la dignidad, vale todo. Así los derechos humanos se transforman en fin absoluto ilimitado y en un tabú indiscutible e incensurable. En su nombre se puede hacer todo, pues de cualquier manera la dignidad de la empresa está puesta tan alta que nada la amenaza.
De esa soberbia este desprestigio. Su misión incuestionable ha llevado a los activistas de derechos humanos al atrevimiento de tomar las riendas penales para llevar el sistema punitivo a cualquier sitio como si nadie los estuviera mirando. Han creído, en contra de todo el conocimiento penal, que el sistema punitivo es algo bueno y adecuado para la protección de los derechos humanos. Pero sólo han separado al mundo de un modo macabro. Conservan la función de protección de los derechos humanos del imputado “normal”, “ciudadano”, pero respecto del imputado “excepcional”, “enemigo” (el violador de los derechos humanos) exigen pena de cualquier manera y a ultranza, sin advertir siquiera, con cierta ceguera, que ese derecho penal excepcional se está filtrando también al otro campo.
Las organizaciones defensoras de los derechos humanos han advertido en sus informes, permanentemente, acerca del infrahumano estado de las cárceles en Argentina. Dicho en términos técnicos, se han referido al incumplimiento flagrante e intolerable del mandato constitucional según el cual las cárceles deben ser sanas y limpias (CN, art. 18). En efecto, según es sabido por todos, la ejecución de la pena privativa de libertad se lleva a cabo en Argentina (en América Latina en general) de un modo más que inhumano y salvaje, con todo desprecio por el trato mínimamente digno que debe recibir toda persona privada de libertad, sea procesado o condenado. Hasta tal punto se extiende esta calamidad que esas mismas organizaciones inundan los tribunales con recursos de invocación constitucional para que los detenidos sean liberados si no se les puede asegurar una prisión digna.
Tienen razón, ni una palabra más se puede decir al respecto.
Ahora bien, ¿cómo se entiende, entonces, que esas mismas organizaciones, en los ratos libres supongo, se dediquen a pedir prisión preventiva y pena privativa de libertad para algunos imputados? No sé si son asociaciones esquizofrénicas, para usar la metáfora de Maier, pero si sé que actitudes semejantes privan de toda autoridad moral y, consiguientemente, de toda credibilidad, a las instituciones que las practican.
Esto es otro subproducto de la desorientación de los derechos humanos producida a partir de su explicable, pero jurídicamente intolerable, cambio de paradigma de ser garante de un derecho penal limitado y controlado a demandante de un poder penal absoluto63. Tanto es esto así que ya no tiene sentido argumentar racionalmente en las cuestiones del derecho penal de los derechos humanos, pues todos los problemas y conflictos, que en las demás ramas del derecho pueden tener, después de agotada una rigurosa carga argumental, una respuesta “X” o una respuesta “Y”, aquí tienen siempre la misma respuesta: todo, pero todo, sea lo que sea, se resuelve siempre en contra del imputado; y después se dan largos discursos con invocaciones al derecho de gentes, a Grotius, a antiquísimos textos religiosos, a rebuscadas interpretaciones de reglas anacrónicas y perdidas, todo lo cual no pasa de mero ejercicio literario frente a decisiones que ya están tomadas de antemano, de forma unánime y siempre en la misma dirección. Ninguna discusión sobre el tema escapa a este, también desde el punto de vista intelectual, decepcionante escenario.
A esta incómoda situación se ha llegado porque las organizaciones defensoras de los derechos humanos –públicas, semipúblicas o privadas– y los organismos internacionales de protección de los derechos fundamentales han seguido la deriva neopunitivista. Nacidas y establecidos para proteger en este ámbito al individuo enfrentado al poder penal se han transformado en los últimos tiempos en los principales impulsores de la aplicación del derecho penal a los individuos64. Esto contribuye al desprestigio del discurso de los derechos humanos65, a desacreditarlos dado que parecen el último engaño de Occidente66, lo cual constituye una catástrofe cultural, pues resulta evidente que, en materia penal, no se puede servir, como ya se mencionó, a dos objetivos al mismo tiempo, de modo que resulta imposible atender a la vez a los intereses punitivos (o de la víctima) y a los de los derechos fundamentales (o del imputado). La formulación de una teoría de los derechos fundamentales frente al poder penal no admite esta bipolaridad debido a que, o bien se recuesta el interés permanentemente sobre el lado del individuo acusado, o bien se lo hace para siempre en interés del castigo67. Por lo demás, a esta altura de la experiencia histórica resulta evidente que propiciar castigos no debería ser una función de los defensores de los derechos humanos, sobre todo en estos tiempos confusos en los cuales, justamente para los hechos punibles más graves, se pregona desde el poder infligir ese castigo por medios que van desde los jueces sin rostro a los testigos sin nombre, de los arrepentidos a los agentes encubiertos, de las penas gravísimas a las prisiones preventivas interminables, de los campos de concentración como el de Guantánamo a la detención ilimitada sin causa de los sospechosos de terrorismo, y de la coacción moderada en el interrogatorio del imputado al asesinato selectivo y preventivo de los implicados.
Esta mutación de la filosofía de los derechos humanos en el campo penal, producida por medio de activistas y organismos de protección que han asumido de forma militante una guerra en favor del castigo punitivo de lo que ellos, a veces con razón (por ejemplo el caso “Barrios Altos”), a veces exageradamente (v. gr. el caso “Bulacio”), llaman “graves violaciones de los derechos humanos”, ha llevado un notorio descrédito a los derechos humanos.
El llamado “derecho penal de los derechos humanos”, lamentablemente, no está a la altura de las exigencias de la cultura penalista actual68. A favor sólo parece quedar el fin que, como ilusión, el sistema persigue: tratar de evitar por medio de la violencia estatal que ciertos hechos atroces sucedan en el mundo o queden sin sanción69. Esto se persigue por medio de formulaciones sonoras acerca de las ventajas de la pena, lo cual, además de no dejar de ser insólito, podría no ser más que un mero slogan, un producto de cierto “fetichismo penal”70, y tiene como consecuencia el pensar que ese fin, por su elevado valor en términos de justicia ética, puede ser alcanzado de cualquier forma (derecho penal del enemigo, “razón penal de Estado”, etcétera).
Sin embargo, todo lo que es penal, por el hecho de ser necesario, no deja de ser un mal. La visión demasiado optimista que ve en el poder punitivo una buena nueva en “la cruzada contra el mal” desatiende la naturaleza pasada y presente del poder punitivo y los fundamentos axiológicos de una cultura jurídica construida sobre la idea de la pena como mal (necesario) y de la lucha por contener la tendencial inclinación al ejercicio arbitrario de todo poder punitivo71. Es por ello que el modelo neopunitivista actual del derecho penal de los derechos humanos puede ser descripto como una involución en la historia de la cultura penalista, pues se trata de un sistema que, presidido –a veces solapada, a veces abiertamente– por el principio in delictis atroccissimis potest iudex iura transgredi (“razón penal de Estado”), retrograda la evolución jurídica a tiempos premodernos. En virtud del extraordinario valor que se otorga a su función, este poder penal represor de las violaciones de los derechos humanos es absoluto y resistente a reconocer límites, tal como sucedía en el pasado con
Este esquema neopunitivista ha colaborado al descrédito del movimiento en favor de los derechos humanos que, con la excusa de asegurarlos respecto de unas personas, tiende a la necesidad de violarlos respecto de otras, cuando en realidad un sistema jurídico-penal con verdadera autoridad y entereza morales preferiría no contribuir a violación alguna de los derechos fundamentales de nadie, limitándose al control del ejercicio del poder penal. En otras palabras, los derechos humanos en materia punitiva deben mantenerse siempre del “lado del imputado”, sea quién sea el imputado, sea cual fuera el crimen atribuido, aunque ello suponga eventualmente una cierta cuota de indeseable, pero inevitable, impunidad.
Así pues, la obtención de la punición como fin irrenunciable del régimen lleva a poner a la visión punitiva de los derechos humanos en contradicción con el principio ético del derecho penal, según el cual resultaría inmoral que el castigo de la violación del derecho se persiga por medio de la violación del derecho73. Esto desacredita las expresiones del movimiento en favor de los derechos humanos que ven al poder penal no como el lugar donde normalmente los derechos fundamentales son lesionados, sino como el mecanismo adecuado para repararlos y protegerlos. Al hacer esto, el movimiento se pone en “fiscal”, y al ser acusador ya no puede defender –perdiendo de ese modo toda autoridad moral– los derechos de los autores de las violaciones a los derechos humanos expuestos a lesión al ser enfrentados al poder penal. Las graves degradaciones de la protección efectiva de los derechos fundamentales de los autores de los presuntas violaciones graves de los derechos humanos ha producido de este modo un innegable desprestigio de los derechos humanos74.
V. Conclusiones y perspectivas: el futuro de la función “penal”
de los derechos humanos
Todo lo tratado hasta aquí muestra que el “sistema punitivo de los derechos humanos” pareciera ser objetable desde el punto de vista de la ciencia moderna del derecho penal y de los valores de la cultura jurídico-penal de hoy en día. Ello se debe, para decirlo resumidamente, a su adscripción sin alternativas a un poder penal absoluto, fundado en la ideología de la punición infinita, rasgo característico del neopunitivismo, que aleja al sistema de los cánones y postulados de la cultura penalista moderna.
Ante ello, la imagen iushumanista del derecho penal debe ser completamente recreada para que pueda cumplir en la materia su función específica y necesaria. Se debe asumir que los derechos fundamentales sólo pueden cumplir, respecto del sistema punitivo, una función de control y límite del poder y no de aprobación acrítica y amplificación de ese poder. La indispensable promoción de los derechos fundamentales y la prevención y reparación de sus violaciones debe provenir ante todo de ámbitos no penales, del derecho civil, del amparo constitucional, de la protección de la democracia, de las políticas sociales de prevención (no por vía de represión oficial), del sistema jurídico del trabajo y de la seguridad social y de los regímenes indemnizatorios, no de la pena. Cuando aparece en escena el derecho penal, porque una persona, cualquier persona, es imputada de haber cometido un delito, entonces el sistema de los derechos fundamentales, los organismos de protección y las asociaciones de activistas sólo puede estar al lado del imputado enfrentado al poder, nunca del lado del poder enfrentado al individuo, pues su tarea, en este último caso, se neutraliza y desaparece, al desvanecerse, como ya fue demostrado, su credibilidad y su autoridad moral.
En este sentido, desde el punto de vista ético-filosófico es preciso que el movimiento de defensa de los derechos humanos, tanto el activismo como el segmento institucional75, sea reencauzado, respecto del poder penal, en un carril unilateral para protección del acusado, renunciando a toda megalomanía penal que se traduzca en la huida al derecho penal como instrumento de represión. Se requiere para ello, indispensablemente, una abstinencia acusatoria. Los organismos de protección podrán condenar a un Estado que coaccione para obtener confesiones en los procesos penales, por ejemplo, y podrán condenar a ese Estado por no haber conseguido, a la vez, que el autor de la coacción fuera condenado, pero no podrán exigirle que efectivamente lo condene. Se podrá exigir del Estado en general medidas de prevención, incluidos todos los medios posibles, también lo penal, pero lo decisivo aquí es que esos organismos y asociaciones no podrán imponer ni reclamar nunca la persecución y castigo de una persona concreta respecto de hechos determinados, y mucho menos con carácter apremiante y absoluto. A lo sumo a la víctima no satisfecha penalmente en un caso dado le debe quedar sólo la posibilidad del resarcimiento civil de la expectativa frustrada, pero nunca un “crédito penal seguro” que es lo que enturbia la situación actual de unos derechos humanos que desvarían en su desesperación por conseguir condenaciones penales hasta el punto de haber derogado, respecto de los imputados en esos casos, toda oportunidad de ser sometidos a un proceso penal justo, civilizado y a recibir la eventual aplicación de un derecho penal normal.
Se debe poner fin así para siempre a toda demanda punitiva de organismos y activistas, único camino que les permitirá, en todos los casos y no en algunos, tal como corresponde a su misión declarada, proteger los derechos fundamentales frente al poder penal público.
Para motivar esta conclusión se debe partir de la falta de sustento argumental serio y riguroso de la salida contraria: la deriva neopunitivista comprobada difícilmente encuentre una justificación intelectual. Al respecto se puede decir que es seguro que el neopunitivismo de los derechos humanos no ha surgido de
Se puede afirmar con rotundidad un divorcio entre la ciencia del derecho penal y la visión del castigo público que sostienen tales organismos y agrupaciones de activistas.
Esto debe ser revertido, según entiendo, si se recurre a la cláusula general y abstracta que vincula la decisión de los organismos de supervisión a la preeminencia del derecho tal cual la entiende la ciencia jurídico-penal. En efecto, hay una regla de garantía de la calidad de las decisiones de los organismos establecida en los grandes pactos de derechos humanos que crean instituciones de control. En el espejo de
Esta exigencia metodológica del trabajo penal de los organismos de control (y por tanto también de las asociaciones de activistas), que aquí se pretende fundamentar teóricamente en la “cláusula de los juristas” citada, no encuentra en la práctica actual un reflejo adecuado. En efecto, en la argumentación, en la fundamentación, los principios básicos reguladores del derecho penal y procesal penal, ya como metodología de trabajo, no son utilizados en la toma de posición penal de organismos y activistas. Las referencias a la literatura penal relevante son casi nulas, algo difícil de entender si pensamos que se pretende un trabajo de jurista. En otras palabras, la diferencia entre el tratamiento que a la cuestión penal dan organismos y activistas es, respecto del tratamiento que le daría un jurista, notable. Por ej., la forma en que
Si este nexo que vincula en lo penal al juez (y por consiguiente al activista) de “derechos” humanos con el jurista hubiera sido respetado nunca se hubiera caído en el actual neopunitivismo del derecho penal de los derechos humanos. Como ya fue señalado y es conocido, la ciencia penal de los juristas ha alcanzado un grado extraordinario de refinamiento y fundamentación con el fin de plantear la desconfianza más absoluta respecto del desafortunado instrumental penal y crear en torno a él mecanismos de límite y control, tanto desde el punto de vista de la afirmación de principios como desde la técnica construida para un aplicación e interpetación no arbitraria de los preceptos penales y procesales. Un poder punitivo absoluto como el que pregonan organismos y activistas es justamente el modelo jurídico que con más fuerza argumental resulta refutado por la ciencia penal78.
Si los organismos y los activistas de derechos humanos se reconocen juristas, entonces deben devolver la mirada a esa cultura penalista y aplicar sus principios y sus cánones, abandonando para siempre la idea de que sus intereses y deseos concretos puedan estar por encima de las decisiones objetivas del derecho, para que no se piense que en la invocación de valores y verdades absolutos y generales se está ocultando en realidad la persecución de logros bien particulares.
Así, volviendo al punto de partida de este trabajo, no se trata aquí de defender un abolicionismo inverosímil e inconcebible del derecho penal, mucho menos de su inaplicabilidad a los crímenes más graves, sino tan sólo de afirmar una visión del poder punitivo que respecto de todos los hechos vea siempre al derecho penal como lo que realmente es. No se trata de la octava maravilla del mundo, alcanzable a cualquier precio, como cree el neopunitivismo. Tampoco de un instrumento ilegítimo repugnante a la condición humana, como parecen verlo el abolicionismo, el agnosticismo y las otras corrientes similares. Antes bien, el poder penal es un mal tan desconfiable y desafortunado como imprescindible. La tarea de las personas de derecho que desempeñen respecto del derecho penal funciones públicas o semi-públicas de supervisión de derechos fundamentales debe ser la de trabajar para limitarlo, controlarlo, en fin, evitar su irresistible expansión y su tendencia a la manipulación y la arbitrariedad.
En el dilema entre el castigo a las violaciones de los derechos humanos y el respeto por los derechos humanos del acusado prevalece, como prioridad, la protección al imputado.
Sería conveniente además introducir, aunque ello sólo sea posible como hipótesis teórica que debe presidir la metodología del análisis de casos penales desde el punto de vista de los derechos humanos, un principio de anonimato, que se refleje en la práctica de evaluar los casos sin atender a la identidad de los involucrados, para evitar las usuales distorsiones que se generan por razones emotivas comprensibles pero que no deberían tener peso alguno en la resolución de los problemas jurídico-penales, pues estas distorsiones impiden que el derecho trabaje de un modo neutral e igualitario, es decir, de un modo racional y libre de objeciones.
Los organismos internacionales de control y las organizaciones de defensa y promoción de los derechos humanos, entonces, deben velar para que los principios y garantías de protección del acusado sean respetados. Si en lugar de ello van a seguir representando este inapropiado papel de acusadores neopunitivistas a la búsqueda de una punición infinita, desprestigiando el valor estratégico de los derechos humanos, será necesario establecer nuevos organismos y nuevas organizaciones que protejan seriamente los derechos fundamentales de los individuos acusados y sometidos al poder penal y que los protejan no sólo frente al Estado, sino también ante aquellos organismos y organizaciones que, nacidos para brindar esa protección frente al poder penal público, han degenerado hoy en inauditos promotores de un poder penal absoluto. O quizá sea preferible que toda protección y defensa desaparezcan, pues así los derechos de todos los imputados estarían mucho mejor protegidos, lejos de las insólitas decisiones actuales del neopunitivismo que, a partir de los casos más graves, han llevado el relajamiento y la banalización de los derechos fundamentales de los acusados también a los hechos más leves. En cuestión de minutos esta visión fundamentalista de lo penal habrá llegado a todos los rincones del sistema punitivo. No se necesita ser adivino para predecir lo que va a ocurrir cuando potección de los derechos humanos se extienda a protección de la seguridad y lo fácil que va a resultar equiparar, aunque sean cosas distintas, violación de los derechos humanos e inseguridad, de modo de llevar a este último campo los postulados antigarantistas del derecho penal de los derechos humanos. Sorprendente es que muchos de los actores que promueven, pregonan y aplican el neopunitivismo del derecho penal de los derechos humanos se presenten como gestores sociales y políticos que trabajan para conseguir un mundo mejor, sin advertir que es totalmente insensato pensar en un mundo mejor por medio del derecho penal y, mucho menos aún, por medio de un derecho penal como el neopunitivista, que es algo mucho peor que el ya desafortunado pero racional y limitado derecho penal liberal clásico79.
* Dedicado a
1 Vid. Maier, La esquizofrenia del derecho penal (inédito).
2 Vid. Zaffaroni, El derecho penal liberal y sus enemigos, manuscrito de su intervención con motivo de recibir el título de doctor honoris causae de
3 Vid. Canció Meliá, «Derecho penal» del enemigo y delitos de terrorismo, en “Revista Peruana de Ciencias Jurídicas”, nº 13, p. 151. En esta breve presentación del neopunitivismo que sigue, necesaria para explicar el rumbo tomado por el denominado derecho penal de los derechos humanos, desarrollo resumidamente las explicaciones que al respecto son expuestas en extenso en mi libro Recodificación penal y principio de reserva de código, Buenos Aires, 2005, § 1. Puntos de partida: Neopunitivismo, descodificación y “caos jurídico penal”.
4 Vid. Demetrio Crespo, Del “derecho penal liberal” al “derecho penal del enemigo”, en “Nueva Doctrina Penal”, 2004/A, p. 51; Ragués i Vallès/González Franco, Comentario a la «enésima» reforma del Código Penal, en “Iuris”, nº 80, p. 37.
5 Silva Sánchez, Retos científicos y retos políticos de la ciencia del derecho penal, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (comps.), Crítica y justificación del derecho penal en el cambio de siglo, Cuenca, 2003, p. 25 (destacado en el original).
6 Vid. Díez Ripollés, La racionalidad de las leyes penales, Madrid, 2003, p. 68.
7 Vid. Silva Sánchez (nota 5), p. 36, con más referencias.
8 Díez Ripollés (nota 6), p. 34.
9 Vid. Carbonnier, Ensayo sobre las leyes, trad. de L. Diez Picazo, Madrid, 1998, p. 237.
10 Vid. Ferrajoli, Derecho y razón, trad. de P. Andrés Ibáñez et al., Madrid, 2ª ed., 2001, ps. 700 y ss.; Maier, ¿Es posible todavía la realización del proceso penal en el marco de un Estado de derecho?, en “¿Más Derecho?,” nº 1 (2001), ps. 267 y ss.; Demetrio Crespo (nota 4), ps. 47 y siguientes.
11 Vid. Silva Sánchez, La expansión del derecho penal, Madrid, 2ª ed., 001.
12 Vid. Maiello, Riserva di codice e decreto-legge in materia penale: un (apparente) paso avanti ed uno indietro sulla via del recupero della centralità del codice, en AA.VV., La riforma della parte generale del Codice penale, Napoli, 2003, p. 160.
13 Vid. Maurach/Zipf, Strafrecht AT, Heidelberg, 8ª ed., 1992, t. I., p. 25; Palazzo, Principio de última ratio e hipertrofia del derecho penal, trad. de N. García Rivas, en Arroyo Zapatero et. al. (comps.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos. In memoriam, Cuenca, 2001, ps. 433 y siguientes.
14 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 702. Vid., también, Prittwitz, El derecho penal alemán: ¿fragmentario? ¿subsidiario? ¿ultima ratio?, trad. de Ma. Castiñeira Palou, en AA.VV., La insostenible situación del derecho penal, Granada, 2000, p. 428: “el código y las leyes penales accesorias se condensan en una cada vez más tupida red de normas prohibitivas, y la discusión político-criminal descubre por lo general, para resolver las crisis del mundo moderno, nuevas necesidades de criminalización”.
15 Zaffaroni, Tratado de derecho penal, Buenos Aires, 1987, t. I, p. 458.
16 Vid., más detalladamente, Maier (nota 10), ps. 267 y ss.; Albrecht, El derecho penal en la intervención de la política populista, trad. de R. Robles Planas, en AA.VV. (nota 14), ps. 482 y ss., especialmente ps. 484 y ss. (“La flexibilización del proceso como instrumento de lucha contra el delito”). La consecuencia procesal del neopunitivismo ha sido un regreso a un estilo de enjuiciamiento dominado por ideales inquisitivos que ha dado lugar a un sistema procesal penal neoinquisitorio, tal como lo ha puesto al descubierto con todas sus notas distintivas Benabentos, Omar, El reverdecer neoinquisitivo del siglo XX, en el Suplemento de Derecho Procesal de El Dial (www.eldial.com.ar). Vid., asimismo, Prittwitz, Sociedad de riesgo y derecho penal, trad. de A. Nieto Martín y E. Demetrio Crespo, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (nota 5), p. 264.
17 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 703.
18 Vid. Hassemer, Viejo y nuevo derecho penal, en id., Persona, mundo y responsabilidad, trad. de F. Muñoz Conde y Ma. Díaz Pita, Bogotá, 1999, ps. 28 y siguiente.
19 Lo que Albrecht (nota 16), p. 485, denomina el “endurecimiento de la normativa relativa a la prisión preventiva”.
20 Vid. Hassemer (nota 18), ps. 26 y ss. Esto es tan así que Mazzacuva, El futuro del derecho penal, trad. de M. Rodríguez Arias, en Arroyo Zapatero/Neumann/Nieto Martín (nota 5), p.
21 Vid. Hassemer (nota 18), p. 27.
22 El derecho penal es utilizado por el legislador como “cómodo «tapa-agujeros», bueno para todos los usos, que exonera de la difícil búsqueda de instrumentos de intervención más sofisticados y onerosos” (Fiandaga, G., La giustizia penale, en Democrazia e Diritto, 1997, 1, p. 337 [apud Ferrajoli, Legalidad civil y legalidad penal. Sobre la reserva de código en materia penal, trad. de N. Guzmán, en CDJP n° 15, p. 28, nº 18]). Vid., igualmente, Mahiques, Cuestiones de política criminal y derecho penal, Buenos Aires, 2002, ps. 60 y ss., quien ilustra acerca de la hipertrofia del derecho penal actual y sus razones, especialmente en la experiencia italiana.
23 Vid. Guarnieri, ¿Cómo funciona la máquina judicial? El modelo italiano, trad. de A. Slokar y N. Frontini, Buenos Aires, 2003, p. 159. Acerca de las causas de las actitudes punitvas de la sociedad, vid. Díez Ripollés (nota 6), ps. 24 y siguientes.
24 La proliferación demagógica de normas penales, sobre todo en torno a los problemas actuales de inseguridad en los centros poblados, está llamada, en principio, a quedar inefectiva (fenómeno calificado tanto de patológico como de providencial), lo cual muestra claramente su pura finalidad electoralista. Vid. al respecto Ferrajoli (nota 22), ps. 18 y 27.
25 Vid. Silva Sánchez (nota 11), p. 130. En esta actitud se puede ver una exageración de lo que Díez Ripollés (nota 6), p. 59, llama la extendida creencia de que el derecho penal es capaz de modificar la realidad social. Vid. también Albrecht (nota 16), ps. 471 y ss., quien caracteriza al derecho penal actual como arma política empleada demagógicamente para intentar solucionar cualquier problema social por más complejo que sea, algo que denomina también como la permanente e inmediata llamada al derecho penal propia del espíritu de un época contrailustrada.
26 Vid. Ferrajoli (nota 10), p. 714.
27 Para más detalles remito a mi trabajo Recodificación penal y principio de reserva de código (nota 3).
28 Sigo en este punto también, en general y resumidamente, la exposición al respecto efectuada en mi trabajo citado en la nota precedente.
29 Vid. Guzmán, Historia de la codificación civil en Iberoamérica (manuscrito), 2000, p. 38.
30 Vid. ib., ps. 37 y ss., con más detalles acerca del iusnaturalismo racionalista moderno, de sus orígenes clásicos y de la influencia de la neoescolástica española.
31 Vid. Wesel, Geschichte des Rechts, München, 1997, ps. 365 y siguientes.
32 Vid. Tomás y Valiente, Manual de historia del derecho español, Madrid, 2ª ed., 1983, ps. 500 y siguientes.
33 Vid., con más informaciones acerca de la relación entre el moderno iusracionalismo y la revolución científica, Guzmán (nota 29), ps. 53 y siguientes.
34 Vid. Bandieri, En torno al Código Napoleón: permanencia y cambio, en AA.VV., La codificación: raíces y prospectiva. El Código Napoleón, Buenos Aires, 2003, p. 214.
35 “El racionalismo jurídico encerraba en sí mismo una voluntad de positivizarse, esto es, de transformar los principios naturales descubiertos por los filósofos en preceptos positivos promulgados e impuestos por los legisladores” (Tomás y Valiente [nota 32], p. 504). Esta situación ya era clara a mediados del siglo XIX para Juan Bautista Alberdi, quien en el preámbulo de su Proyecto de Constitución de
36 Se gira en círculos. De
37 Vid., más detalladamente al respecto, Pastor, El principio de la descalificación procesal del Estado en el derecho procesal penal, en AA.VV., Homenaje a Francisco J. D’Albora, Buenos Aires, 2005 (en prensa).
38 Que, por razones obvias, lleva el extraño nombre oficial de Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante Corte IDH, tal como se la cita usualmente en este extravagante “neoespañol” de los iushumanistas).
39 Caso “Barrios Altos (Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú)”, sentencia del 14/3/2001. Más detalles acerca del caso, de la sentencia de
40 Si la defensa de los derechos humanos se erige como fin absoluto, se convierte también en cuestión tabú y se corre el riesgo de que cualquier idea de limitar jurídicamente el poder de reacción punitiva frente a sus violaciones sea descalificada como posición anti-derechos humanos.
41 El agrado por lo penal de esta decisión puede ser visto también en el voto concurrente (pero que parece más un comentario de lo resuelto) del Juez Antônio A. Cançado Trindade, quien señala, que la sentencia que él mismo ha dictando es “de trascendencia histórica” y que ha sido dictada después de “la memorable audiencia pública realizada el día de hoy, 14 de marzo de 2001, en la sede del Tribunal”. Estas calificaciones de sentencia histórica, memorable, debieron ser reservadas, naturalmente, para los comentaristas de la decisión, no para los autores.
42 Caso “Bulacio vs. Argentina”, sentencia del 18.9.2003. También sobre este caso se pueden ver todos los detalles y los problemas referidos a la imprescriptibilidad en Ziffer (nota 39), donde es especialmente destacable el análisis que se efectúa respecto del carácter de la violación de derechos humanos tratada en el caso y su capacidad para restringir los derechos fundamentales del acusado, análisis que es seguido bien de cerca en este trabajo.
43 Es de esperar, pero no seguro, pues ha sido recurrida, sin embargo me anticipo a pronosticar que una eliminación de dicho pronunciamiento resulta inconcebible, sobre todo porque se resuelva lo que se resuelva en las instancias subsiguientes la solución será siempre que el caso respecto de esos imputados se ha acabado para siempre.
44 Toda la información del caso y de las violaciones de derechos de los acusados cometidas se pueden ver en los textos de Marcelo A. Sancinetti, Análisis crítico del caso”Cabezas”, t. I, La instrucción, Buenos Aires, 2000, y t. II, El juicio, Buenos Aires, 2002. Esta obra debería ser la de cabecera en los cursos de derecho procesal penal de nuestras Universidades, pues en ella se muestra con claridad lo que el proceso penal no debe ser y la necesidad de construir una dogmática procesal consecuente que sirva al aseguramiento de los derechos fundamentales de los acusados y a la interdicción de estas arbitrariedades. Desde el punto de vista del garantismo es un trabajo imprescindible. Así como el Derecho y razón de Ferrajoli debe ser visto como la reelaboración de De los delitos y de las penas de Beccaria, 200 años después, también la obra de Sancinetti sobre el caso “Cabezas” debe ser vista como la reelaboración de la defensa que hizo Voltaire del injustamente acusado y condenado a muerte Juan Calas.
45 BverfGE 39, 1; 88, 203. En la primera de ellas (1975), retomada por la segunda (1993), se establece que el derecho constitucional a la vida, en este caso de la persona por nacer, obliga al legislador a establecer medidas de carácter penal para asegurarla.
46 Ésta es, básicamente, la línea seguida por Ferrajoli (nota 10), ps. 335 y ss., quien fue el primero que formuló esta idea, luego desarrollada en su obra citada; y de Baratta, Principios del derecho penal mínimo, en “Doctrina Penal”, 1987, ps. 623 y siguientes.
47 Se trata, aunque sólo en cierta medida, de las tesis de Bricola y sus seguidores. También de
48 Vid. Ferrajoli (nota 22), p. 27.
49 Vid. ib., ps. 22 y siguientes.
50 Vid. id. (nota 10), ps. 335 y siguientes.
51 Vid., sobre esta caracterización, detalladamente Silva Sánchez (nota 11), ps. 66 y siguientes.
52 Vid. ib., p. 68.
53 Piénsese otra vez en la figura del derecho esquizofrénico trazada por Maier (nota 1).
54 Vid. Ziffer (nota 39). Me parece que a un país no se le puede exigir que no aplique amnistías, que pueden ser políticamente necesarias, o que establezca delitos imprescriptibles, que son jurídicamente inconcebibles en un Estado (limitado y por tanto no absoluto) de derecho. Se lo puede condenar, local o internacionalmente, a indemnizar por no haber juzgado a tiempo o por haber tenido que recurrir a amnistiar ciertos crímenes, pero el crimen amnistiado o prescripto así se quedará y, además, dicho Estado no debería ser obligado a reconocer en su orden jurídico, como ya ha sucedido, a semejantes inconveniencias normativas.
55 Vid. Silva Sánchez (nota 11), ps. 53 y siguiente.
56 Vid. Hirsch, Zur Stellung des Verlezten im Straf- und Strafverfarensrecht, en AA.VV., Gedächtnisschrift für Armin Kaufmann, Köln, etc., 1989, p. 699.
57 Ilustrativo, casi gráfico, Maier: el movimiento a favor de la víctima es un movimiento en favor de más delitos y penas más graves (nota 1).
58 Silva Sánchez (nota 11), p. 53.
59 Ib., p. 55.
60 ¡Para eso están penas y delitos!
61 Apud Díaz Cantón, Exclusión de la prueba obtenida por medios ilícitos, en “Nueva Doctrina Penal”, 1999/A, p. 333. En el mismo sentido del texto, esto es, a favor, como rasgo distintivo de civilización, de una limitada cantidad de no punibilidad preferible al castigo a ultranza, vid. Ziffer (nota 39). Una interesante distinción razonable entre amnistías legítimas e ilegítimas formula Dencker, Crímenes de lesa humanidad y derecho penal internacional, observaciones críticas, trad. de A. Kiss, en AA.VV., Homenaje al Prof. Dr. Julio B.J. Maier, Buenos Aires, 2005 (en prensa), con el fin de mostrar que no es sensato, en ciertos casos y bajo determinados requisitos, renunciar fóbicamente a todo mecanismo de no punición.
62 Tom Wolfe dice literalmente al respecto –algo que en el texto ha sido parafraseado– que “la mayoría de los que se dicen de izquierdas, en lugar de pensar se indignan, y eso les reviste de dignidad” (entrevista concedida a El País Semanal, Madrid, 20.3.2005, p. 16).
63 En el paroximo de la exaltación punitiva se colocó una prestigiosa y renombrada organización defensora de los derechos humanos de Argentina que actúa como querellante en el proceso por las muertes sucedidas en diciembre de 2001 durante la caída de de
64 Acerca de esta tendencia por parte del llamado derecho internacional de los derechos humanos advierte Maier, Extraterritorialidad penal y juzgamiento universal, en AA.VV., Estudios en homenaje al Profesor Enrique Vescovi, Montevideo, 2000, p. 37.
65 Vid. Pisarello, en su introducción a Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo, trad. de P. Andrés Ibáñez, I. Anitua, M. Monclús Masó y G. Pisarello, Madrid, 2004, p. 14.
66 Vid. Ferrajoli (nota 65), p. 46.
67 El interés de la víctima del delito, que en el proceso penal debería estar representado exclusivamente por la fiscalía, tiene una protección más débil que el del imputado, en términos de garantías judiciales de sus expectativas jurídicas. Así, por ejemplo, mientras que toda sospecha de parcialidad contra el imputado debe conducir a la exclusión del juez sospechoso, sólo en casos extremos de manifiesta arbitrariedad podría suceder lo mismo por el temor de parcialidad a su favor.
68 Al respecto sigo la exposición sobre el estado actual del entusiasmo penal universal formulada en mi trabajo El sistema penal internacional del Estatuto de Roma. Aproximaciones jurídicas críticas, en AA.VV., Homenaje al Prof. Dr. Julio B.J. Maier, Buenos Aires, 2005 (en prensa).
69 Sin embargo, para este caso rigen las palabras de Demandt: “Los peores males se cometen con la mejor intención –con los ojos cerrados” (Derecho y poder como problema histórico, en id. [comp.], Los grandes procesos de la historia, trad. de E. Gavilán, Barcelona, 2000, p. 269). Vid., respecto de cómo lo noble se puede convertir en tosco, Eiroa,
70 Según Zolo, The lords of Peace. From the Holy Alliance to the new International Criminal Tribunals, en Holden [comp.], Global Democracy, London, 2000, p. 81, “one of the slogans most used by the supporters of these new International Criminal Tribunals is: ‘There cannot be peace without justice’. I believe that, propaganda aside, this shows an oversimplified notion of the relationship between justice and world peace, justice being considered only from a judicial point of view. But there is something else to considerer. The slogans shows a sort of criminal fetishism, naively applied to international relations, which ignores centuries of theoretical debate on the problem of the ‘preventive efficiency’ of criminal sentences –and in particular of prison sentences– and the doubts raised about the effectiveness as a rehabilitation process of a stay in prison”.
71 “Cualquier forma de poder está abierta al abuso, y no existe ningún motivo para pensar que el poder que obtiene su legitimidad a través de los derechos humanos no pueda acabar tan abierto al abuso como cualquier otro” (Ignatieff, Los derechos humanos como política y como idolatría, trad. de F. Beltrán Adell, Barcelona, 2003, p. 72). Sobre todo porque en el caso del derecho penal se trata innegablemente del poder, de un poder al que se intenta domesticar por el derecho pero que, al ser ejecutado, puede derivar en abuso (vid. Prittwitz [nota 69], p. 482). Zaffaroni, que en su obra indudablemente considerara que el poder penal es ilegítimo (en tanto que “ poder irracional”), más allá de las lógicas funciones de límite y control que reconoce en el derecho, ha tratado no obstante de justificar un poder penal excepcional, diferencial y en cierto modo legítimo para las graves violaciones de los derechos humanos. La idea de estos dos sistemas penales simultáneos, el irracional o ilegítimo y el no tanto, es recurrente en su obra desde hace unos veinte años. Me centro ahora en sus Notas sobre el fundamento de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad (“Nueva Doctrina Penal”, 2000/B, ps. 437 y ss.), donde sostiene una vez más su idea –reproducida aquí muy simplificadamente– de que los autores de esos hechos, por haber sido otrora detentadores de un poder punitivo irracional, no podrían ahora oponerse a que se les aplique a ellos o tratar de contar con garantías jurídicas estrictas. Pero reconoce expresamente que su argumento parece paradójico. A mí me parece, en efecto, una aporía sobre la cual no se puede construir la solución del delicadísimo problema tratado. Por el contrario, me parece que la grandeza del Estado de derecho consiste en no tratar tampoco a los sospechosos y autores de crímenes gravísismos como ellos supuesta o realmente trataron a los demás.
72 Vid. Ignatieff (nota 71), ps. 101 (“la idea de los derechos humanos es inevitablemente religiosa”), 105 (“lo sagrado ha servido a menudo para justificar la iniquidad”) y 107 (donde postula que “no existen objetivos ‘sagrados’ que puedan justificar el trato inhumano hacia otros seres humanos”).
73 El sistema “acabará, en realidad, violando los principios que dice defender” (Ignatieff [nota 71], p. 72). Para Ziffer (nota 39), de este modo se “destruye el sentido mismo de aquello que se pretende proteger”.
74 Vid. Pisarello (nota 65), p. 14. Dencker (nota 61), sostiene que respecto del derecho internacional penal, “justamente en interés de los derechos humanos, debería pensarse, más bien, en la necesidad de limitaciones a sus normas”. Para Ziffer (nota 39), “tales restricciones, por definición, significan asumir la posibilidad de que la efectiva aplicación de una pena se frustre; pero si un ejercicio limitado del poder punitivo es lo que nos define como sociedades civilizadas, no parece que el precio sea demasiado alto”.
75 La orientación de las organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos fundamentales no puede ser decidida por ellas librementente como si se tratara de particulares. Por el contrario, también estas organizaciones están subordinadas y sometidas objetivamente a los valores de
76 Jakobs, el único autor de renombre que ha defendido un derecho penal similar al criticado en este trabajo, es decir un derecho de excepción, con menos garantías, para cierto tipo de imputados y autores, para lo cual recurrió a la expresión “derecho penal del enemigo”, es unánimemente criticado por un sinnúmero de detractores en todo el mundo. Vid. más detalladamente al respecto mi trabajo El Derecho penal del enemigo en el espejo del poder punitivo internacional, en AA.VV., Homenaje al Profesor Günther Jakobs, Buenos Aires, 2005 (en prensa).
77 Dicha sentencia y mi comentario Los alcances del derecho del imputado a recurrir la sentencia. ¿La casación penal condenada? (A propósito del caso “Herrera Ulloa vs. Costa Rica” de
78 Dice Ziffer (nota 39), con razón, que “aun cuando se trate de crímenes atroces y aberrantes la persecución penal no puede ser ejercida ilimitadamente y de cualquier manera. En este sentido, un derecho procesal penal en el que el solo hecho de la imputación por crímenes atroces y aberrantes basta para que quien debe enfrentarse a ella lo haga privado de garantías básicas es difícil de justificar en un estado que pretenda seguir siendo definido como ‘de derecho’”.
79 Puede llamar la atención que en este trabajo no se diga nada acerca precisamente del problema de la persecución penal de las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura militar en Argentina en los años setenta. Quien quiera informarse más detalladamente sobre ello deberá recurrir, por todos, solamente al libro de Sancinetti y Ferrante, El derecho penal en la protección de los derechos humanos, Buenos Aires, 1999. Por mi parte, mi silencio se debe a que se trata de un problema que no entiendo. Todo era más claro en el momento en que Argentina, en 1983, recuperó la juridicidad democrática. Era indudable entonces que los autores de esos graves crímenes debían ser sometidos al derecho penal normal. Así sucedió con los altos mandos militares, como los miembros de las Juntas y los jefes de otros cuerpos que fueron sometidos a proceso y muchos de ellos condenados. Desgraciadamente, la actuación del derecho penal normal fue dejada de lado en los demás casos por medio de las conocidas disposiciones que lo derogaron para los casos concretos (las leyes denominadas “de punto final” y “obediencia debida”). En aquel entonces, juristas sabios y valientes, como David Baigún, Julio Maier y Marcelo Sancinetti, entre otros, demostraron desde la ciencia del derecho y sin “segundas intenciones” que se podía argumentar jurídicamente para demostrar la incorrección jurídica de tales normas. Eran tiempos difíciles para decir eso, ser entonces “defensor de los derechos humanos” no traía ganancia alguna, sino riesgos (y Sancinetti al menos sufrió persecución por expresar su posición jurídica sobre el tema). Pero esas leyes, y los posteriores indultos de los condenados y de algunos procesados, rigieron, mal que nos pese y a pesar de los esfuerzos de los notables juristas mencionados. Lo que no entiendo ahora es de qué manera un país, que para bien o para mal, había cerrado definitivamente un problema lo vuelve a abrir décadas después (esto no pasó, por ejemplo, en el caso de los crímenes del nacionalsocialismo europeo que nunca se dejaron de perseguir, ni con los crímenes de la dictadura española que nunca fueron perseguidos, ni con los crímenes cometidos en Sudáfrica cuya amnistía sigue firme). Claro es, hoy resulta fácil y redituable hacerlo. Me parece que si en 1987 y 1988 fue tan llamativo no aplicar el derecho penal normal a todos los crímenes de la dictadura militar, puede ser que tratar de hacerlo hoy pueda terminar llamando la atención más todavía. Sobre todo porque no estamos ahora ante la aplicación del sistema penal normal, sino ante uno muy extraño, “armado” para la ocasión y de forma poco ortodoxa en el respeto de los derechos fundamentales de los acusados. Se ha desembocado en un poder penal de mera instrucción, de pura prisión preventiva y amplificación por los medios. Es extraño, al menos para mí, que un país se comporte de esa manera. Que cierre asuntos propios de una generación, que los deje cerrados más de una década, que otra generación los abra de nuevo, pero que reabiertos no se ocupe nadie en serio de ellos. Obsérvese que, respecto de la situación y efectos de la declaración de inconstitucionalidad de las denominadas “leyes del perdón” hace años que inexplicablemente se espera todavía una nueva decisión de
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